ANUNCIO
ANUNCIO

El presidente Alberto Fernández lo ha demostrado, Argentina necesita un dialogo acerca del racismo

Pasó otra vez. Un líder político argentino hizo un comentario considerado racista al repetir lo que para un sector importante de la sociedad es un mantra: que los argentinos son europeos, a diferencia del resto de América Latina.

Ahora tocó el turno del presidente peronista Alberto Fernández. En un intento de elogiar al presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, de visita en Buenos Aires, dijo: “Los mexicanos salieron de los indios, los brasileros salieron de la selva, pero nosotros, los argentinos, llegamos de los barcos. Eran barcos que venían de allí, de Europa”. Fernández creyó que citaba al premio Nobel de literatura mexicano Octavio Paz, cuando en verdad parafraseaba una canción del compositor y músico Litto Nebbia.

Para Argentina es una mala señal que alguien diga eso. Y más si viene de mandatario. No solo por el mal ejemplo que da, sino también porque el peronismo ha logrado en los últimos años avances en la inclusión de minorías a través de conquistas de derechos de las mujeres y de las comunidades LGBTI. En muchos sentidos, Fernández había dado motivos para pensar que era un líder progresista.

En una Argentina marcada por una polarización política visceral, las críticas de los medios locales fueron inclementes: sus críticos señalaron la ignorancia de Fernández y algunos hablaron de que cada vez se muestra menos preparado para el puesto y para los desafíos que enfrenta el país.

El problema es que no solo se trató de un paso en falso. La frase racista de Fernández revela la negación de las raíces mestizas y negras de su sociedad y que subyace en la formación de la identidad cultural argentina: la resistencia a reconocer que el país se forjó mediante un proceso de mestizaje complejo y a veces brutal, como el resto de la región, está bien arraigada.

Y aunque Fernández intente posicionarse hoy como un político liberal de centroizquierda, en el fondo también piensa como el sector que sigue creyendo que los argentinos son europeos. Su idiosincrasia parece haber hablado más fuerte en esa frase que sus credenciales académicas y políticas.

Esta tradición de pensamiento racista, que sigue vigente, viene de lejos. En el siglo XIX, pensadores y políticos plasmaron esto en discursos y escritos. Uno de ellos fue el intelectual y expresidente Domingo Faustino Sarmiento, autor de la obra seminal Facundo. Civilización y barbarie en las pampas argentinas, quien en su literatura y ensayos rechazó el elemento indígena en favor de la influencia racial e intelectual europea.

Impulsado por la convicción de que era necesario blanquear la sociedad e imponer la idea de un origen europeo para “avanzar” el desarrollo de Argentina, en su presidencia Sarmiento alentó la inmigración desde el viejo continente.

Si bien es cierto que llegaron ingleses, considerados por pensadores como él como más refinados que otros inmigrantes, no lo hicieron en masa (probablemente para su decepción). Quienes vinieron en grandes números fueron italianos y españoles, que, a los ojos de Sarmiento, no eran tan emprendedores como los primeros.

La visión de Sarmiento continuó, de forma brutal, en uno de sus sucesores en la presidencia y prócer nacional, el general Julio Argentino Roca.

Poco antes de ser presidente, Roca lideró la conocida Conquista del Desierto, que comenzó en 1878. En esa campaña militar, con la supuesta idea de llevar la civilización a los rincones más apartados del país, el ejército asesinó a miles de ranqueles y de otras comunidades indígenas. Hasta la fecha se desconoce el número exacto de muertes, pero es correcto decir que esa campaña, ahora clasificada por expertos como un genocidio, buscó el exterminio de los indígenas, los despojó de sus territorios y ayudó a establecer una idea arraigada en el imaginario colectivo de que la herencia indígena en el país había sido erradicada.

A comienzos del siglo XX, políticos de diferentes ideologías y clases sociales e intelectuales continuaron refiriéndose a una supuesta pureza de la raza blanca y europea como una característica positiva argentina.

El escritor Jorge Luis Borges dijo, medio en broma, medio en serio, que los argentinos “somos europeos. Europeos en el exilio”.

En la década de los noventa, el presidente peronista Carlos Menem, interrogado sobre la presencia de la población afro argentina en la sociedad, dijo que los negros eran un problema brasileño. Y en el Foro Económico Mundial de Davos de 2018, el expresidente Mauricio Macri afirmó que en “Sudamérica todos somos descendientes de europeos”. A Macri le gustaba dar el ejemplo de la trayectoria de su propia familia cuando intentaba fomentar el espíritu emprendedor en el país. Hablaba de su padre, el inmigrante Franco Macri, quien llegó al país de Italia —por su puesto que por barco— sin muchos recursos, y acabó fundando un pequeño imperio empresarial.

Por mucho tiempo la Conquista del Desierto fue celebrada sin matices. Solo recientemente, con el crecimiento de los movimientos negros, feministas y indígenas, entre otros factores, el pasado racista argentino empezó a ser cuestionado.

Todavía el mito de la nación europeo descendiente y blanca prevalece en buena medida en Buenos Aires, pero basta con ir a las provincias para darse cuenta de que está equivocado y que mantenerlo puede ser peligroso: si un país niega a una parte de su población, las vidas, necesidades y reclamos de esa parte crucial de la población se seguirá marginalizando y visibilizando. Los mapuches argentinos, que aún reclaman su tierra, la soberanía y el derecho a hablar su lengua, son un buen ejemplo.

La clase política tiene la obligación moral de impulsar una conversación más profunda sobre la identidad nacional. Ese debate debe dar origen a mejores políticas de inclusión. Aunque es cierto que las cosas han mejorado en los últimos tiempos con la actividad de movimientos y organizaciones que defienden a esas minorías y con avances promovidos en los últimos gobiernos, la frase de Fernández refleja un prejuicio antiguo que se debe derrumbar.