México cierra los ojos ante el racismo, pero siempre ha estado ahí. Un velo de discriminación se extiende desde los rincones más públicos hasta los más íntimos y lo cubre todo. La oportunidad de estudiar y tener un empleo digno. Ser condenado por un crimen que no cometiste o ser sometida a tratamientos anticonceptivos contra tu voluntad. La entrada a un bar, un restaurante o un centro comercial. Los noticieros de todas las cadenas, los bombardeos de publicidad aspiracional y las telenovelas que se exportan a decenas de países con protagonistas rubios, héroes blancos y villanos prietos. Se dice que “hay que mejorar la raza” al buscar pareja, que “trabajaste como negro” cuando vuelves a casa y se te pide que “no seas indio”. La lista de frases y dichos racistas es interminable, pero en el fondo hay un hecho ineludible: el estigma de ser llamado “indio” o “negro” aún marca la vida de las personas, lo que pueden reclamar y hasta dónde se les permite llegar.
“En México es más fácil hablar de política, fútbol y religión que de racismo”, afirma el actor Tenoch Huerta, que tuvo que esperar más de ocho años para recibir un papel protagónico en el cine. “No venía de ninguna dinastía de actores, no tenía un apellido de abolengo, no era caucásico”, cuenta. “Estaba formado al final de la cola, con los que nunca reciben una oportunidad y siempre se topan con puertas cerradas”. Hasta que alguien se olvidó de cerrar la puerta y recibió su primer gran papel como un jardinero –moreno, por supuesto- en Déficit, la ópera prima como director de Gael García Bernal.
Huerta pasó de las calles de Coacalco, una ciudad dormitorio en la periferia de la capital mexicana, hasta la alfombra roja del Festival de Cannes en 2007. Siguieron más de 60 apariciones en producciones de México, Estados Unidos y España: desde Narcos de Netflix y Mozart in the Jungle de Amazon hasta clásicos modernos del cine mexicano como Güeros y créditos al lado de Mel Gibson y Lucy Liu. El éxito no evitó que se sintiera encasillado. “Un día le pregunté a un amigo que trabajaba en castings por qué siempre me daban papeles de pobre, ignorante y violento”, recuerda el actor. “Porque eres moreno”, contestó su amigo.
La historia de Huerta no se trata de un triunfo de superación personal. Es una anomalía en el sistema. La apariencia física es la principal causa de discriminación en México y más de la mitad de la población indígena y afrodescendiente considera que sus derechos se respetan poco o nada, de acuerdo con la última Encuesta Nacional sobre Discriminación (Enadis). “La discriminación étnico-racial es estructural porque se funda en un orden social y en una relación de poder que tienen antecedentes históricos en el país desde hace varios siglos y se reproduce de manera permanente en la sociedad, por lo que también sus efectos son estructurales”, apunta Patricio Solís, investigador del Colegio de México (Colmex). “Aun así, se nos enseña que ‘el cambio está en nosotros’ y que ‘le echemos ganas’, se nos pide estar avergonzados de quiénes somos y eso nos confunde a tal grado que no dimensionamos en lo cotidiano lo que implica buscar ese ideal europeo, blanco u occidental. Y nos frustramos”, agrega Judith Bautista, académica de origen zapoteco y directora del Colectivo para Eliminar el Racismo en México.
“El racismo, ya como un discurso y una ideología, funciona en México desde el siglo XVIII dándole todos los atributos negativos a las personas negroides o indígenas de América”, señala María Elisa Velázquez, del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). El concepto de raza, importado desde Europa y ya sin ninguna evidencia científica que lo respalde, parte del aspecto físico, pero engloba además la historia, el origen, la lengua y la moral para justificar falsa superioridad y la dominación de unas personas sobre otras, explica Velázquez. Mientras el concepto de raza se ha desechado, el racismo ha mutado generación tras generación, desde los indios que no podían caminar por la misma banqueta que los blancos durante la Colonia hasta los insultos contra la actriz Yalitza Aparicio por ser nominada a los Óscar.
Una batería de informes de los centros de investigación más prestigiosos del país en asociación con organismos internacionales e instancias oficiales ha recolectado evidencia abrumadora de los puntos de partida desiguales y los privilegios que emanan del racismo en México. Ser de piel más oscura implica tener en promedio dos años menos de escolaridad, menor ingreso, menor acceso a puestos directivos y menores probabilidades de mejorar la posición socioeconómica. “Decimos que queremos combatir la pobreza, la desigualdad e, incluso, la violencia, pero no hemos hecho un análisis profundo de cómo la discriminación desempeña un papel en todos estos fenómenos”, cuestiona Alexandra Haas, presidenta del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación hasta noviembre.
El componente racial de la pobreza hace que las líneas entre la clase y la “raza” sean difusas y que se tienda a reconocer más el clasismo que el racismo. Lo cierto, coinciden los especialistas, es que ambos existen y que sus efectos son acumulativos. Se puede ser víctima de discriminación racial y socioeconómica, pero la experiencia discriminatoria será peor para mujeres y personas con otras identidades de género, por ejemplo, que ya son discriminadas por esos motivos. La Enadis, por ejemplo, revela que la mitad de la población indígena cree que sus derechos se respetan poco. La cadena de discriminación se extiende en todos los sectores de la población y crea un sistema soterrado de abusos y privilegios. “Eso trae el problema a casa”, apunta Solís: “Esto va más allá de ser indígena, basta solo parecerlo o tener rasgos racializados para sufrirlo, ya no estamos hablando del México profundo o lejano, estamos hablando de lo que vivimos todos los días”.
Tras un proceso doloroso y prolongado de denuncia social, el país se ha puesto poco a poco frente al espejo del racismo. “Hemos pasado de un periodo de invisibilización a un periodo de visibilidad incómoda”, sostiene Solís. Más sectores de la sociedad indagan sobre la pigmentocracia, el blanqueamiento, los prejuicios, el doble papel que implica discriminar y ser discriminado, y quiénes se benefician de un sistema de privilegios.
El fenómeno no es nuevo, pero la conversación apenas empieza y el trecho para las políticas públicas que combatan el problema es largo. “Tenemos que hablar de esto y aceptar que vivimos en un sistema que nos da más o menos valor por nuestra apariencia, nuestras facciones, cómo vestimos y hablamos”, sentencia Bautista. “El reto es tan urgente como tener que cambiar una tendencia histórica”, advierte Haas. La batalla contra la discriminación étnica y racial no solo se libra en el pasado ni es una simple promesa hacia el futuro. Es una realidad que ya daña y limita a millones de personas. “Luchar contra el racismo es luchar por el respeto a nosotros mismos y a lo que somos”, concluye Huerta.