Las zonas populares, en su día degradadas, con casas viejas, poca infraestructura, quizá alejadas del centro y mal comunicadas, se están reurbanizando poco a poco, se renuevan los edificios, aparecen nuevos servicios y restaurantes de moda: es la gentrificación, el fenómeno que a”burguesa” los barrios, obligando a la población local a desplazarse, dejando paso primero a los artistas, luego a la clase media y finalmente a la burguesía.
San Miguel de Allende en Guanajuato, la Rivera Maya en Quintana Roo, Loreto en Baja California Sur y por supuesto la Roma y la Condesa en la Ciudad de México se han vuelto sinónimos de gentrificación.
Sin embargo, la forma de gentrificación que recorre el mundo hoy en día es de un nuevo tipo: climática. Aunque el resultado es similar (subida de precios, cambio demográfico de los residentes, marginación), las implicaciones son quizá aún más complejas.
El proceso, en cierto modo, revitaliza y reurbaniza barrios con escasos recursos y gran potencial, pero al mismo tiempo el coste de la vida se dispara y, por tanto, se vuelve gradualmente inasequible para los residentes y las pequeñas empresas que los pueblan, dejando sitio a una nueva demografía y transformando a menudo barrios vitales en contenedores vacíos pero bien empaquetados en beneficio de los ricos y los turistas.
La expresión «gentrificación climática» fue formulada por los investigadores Jesse Keenan, Thomas Hill y Anurag Gumber, autores de un estudio sobre la evolución del mercado inmobiliario de Miami en relación con las inundaciones.
En México, cabe esperar que en las próximas décadas el fenómeno afecte cada vez más a las costas y zonas atravesadas por torrentes las cuales son azotadas por inundaciones devastadoras -como las que acaban de verse en Acapulco, Chalco, Estado de México- o el año pasado en Tabasco, pero también a las llanuras expuestas a la sequía y al calor extremo, así como a las zonas sísmicas centrales más desatendidas por los planes de mantenimiento y regulación.
Lo que podría ocurrir se anticipa -con las debidas diferencias- a lo que está sucediendo a gran escala en Estados Unidos, donde los investigadores han constatado entre 1971 y 2017 un aumento del valor de las propiedades situadas en las tierras altas, frente a las zonas llanas.
El fenómeno se viene produciendo desde hace tiempo, pero se ha intensificado notablemente desde la década de 1990: un caso llamativo fue el de la reconstrucción de Nueva Orleans tras el huracán Katrina en 2005, cuando unos 100.000 residentes negros de Nueva Orleans se vieron desplazados permanentemente de sus hogares debido a la devastación causada en viviendas asequibles, que luego fueron renovadas o reconstruidas.
Lo que ocurre en estos casos es que los residentes más acomodados se trasladan a antiguos barrios de bajos ingresos, lo que contribuye a un aumento de los precios a medida que cambian el estilo de vida y la cultura de las ciudades y los barrios individuales, donde también aumenta el coste de los seguros contra fenómenos meteorológicos.
De hecho, son sobre todo las ciudades costeras —las que se encuentran en primera línea de la subida del nivel del mar— las que están experimentando una afluencia de inversiones en proyectos de reurbanización y en la construcción de nuevas estructuras capaces de soportar fenómenos meteorológicos extremos, la erosión y el aumento del nivel del mar. Así, las comunidades menos acomodadas —que a menudo coinciden con minorías raciales o de otro tipo— se encuentran atrapadas entre los problemas de la crisis climática y la amenaza social de la subida de precios provocada por las inversiones para asegurar esas mismas zonas, ya que en la mayoría de los casos no son propietarias de las viviendas en las que viven.
En 2016, Sean Becketti, economista responsable del gigante hipotecario Freddie Mac, advirtió que la burbuja inmobiliaria volvería a estallar pronto; ahora, sus predicciones se están cumpliendo, insinuando el estallido de una nueva crisis económica tras la de 2006. La magnitud del problema puede adivinarse si se tiene en cuenta que, solo en 2018, los fenómenos meteorológicos extremos en Estados Unidos desplazaron a más de 1,2 millones de personas.
En 2017, cuando el huracán Harvey azotó Houston (Texas), una de cada seis familias vio su casa dañada o destruida. Cuando estas familias pudieron finalmente regresar, los precios de la vivienda habían subido exponencialmente.
Así ocurre que las únicas viviendas asequibles para los ciudadanos pobres, pero a menudo de clase media, son las expuestas al impacto devastador de tornados, inundaciones o incendios, mientras que el flujo de familias de altos ingresos se aleja de las propiedades costeras para evitar amenazas como la subida del nivel del mar y la erosión, conservándolas solo como posibles casas de vacaciones donde pasar una parte limitada de su tiempo.
El estudio «Disaster on the Horizon: The Price Effect of Sea Level Rise» (Desastre en el horizonte: el efecto sobre el precio del aumento del nivel del mar) descubrió que las casas más expuestas al alza del nivel del mar en el Golfo de México tienen un precio un 7% más alto que las menos expuestas, una brecha que se amplía a medida que se publican nuevas pruebas científicas sobre el alcance y el calendario de las inundaciones.
Esto, por supuesto, no significa que debamos dejar de publicar investigaciones sobre el clima, sino que los responsables políticos deben tomar medidas serias, tanto en la mitigación del cambio climático como en cuestiones sociales.
La reciente crisis del agua en la ciudad de Jackson, Mississippi, por ejemplo, fue un desastre precisamente en el plano socioeconómico, la apoteosis de una superposición entre la pobreza, la falta de infraestructuras, la discriminación racial y la crisis climática, donde los ciudadanos -más del 80% afrodescendientes- se encontraron sin agua potable en sus casas durante un verano hirviente.
Cada vez son más los afectados por el problema, ya que 10 de los 15 condados estadounidenses que registraron mayores llegadas de nuevos residentes en 2021 estaban en el suroeste del país, zonas más alejadas de la erosión costera y del impacto de los huracanes, pero que sufren escasez crónica de agua, incluidas zonas desérticas, donde las temperaturas medias alcanzan máximos históricos y que, por tanto, son zonas económicas al alcance de la clase trabajadora, a la que la gentrificación climática está obligando a deslocalizarse.
El fenómeno no se limita a Estados Unidos, sino que también se está produciendo en las regiones de Australia y Canadá más afectadas por los incendios -que cada año son mayores y más tempranos-, donde las zonas suburbanas, más vulnerables al impacto de los fuegos (tanto por su situación suburbana como por la falta de infraestructuras adecuadas), además de mal abastecidas, están cada vez más abarrotadas.
En la gestión de la crisis climática, no se pueden ignorar estos impactos socioeconómicos sobre los habitantes, que se ven afectados no sólo por los daños medioambientales y climáticos, sino también por las iniciativas de mitigación, que pueden ser en sí mismas factores de aburguesamiento; no es casualidad que se hable también de «aburguesamiento verde».
Las más expuestas son, ante todo, las ciudades del mundo con mayor riesgo por la subida del nivel del mar y los fenómenos meteorológicos extremos: además de Miami, figuran Nueva York, Tokio, Londres, Shangai y Hong Kong, metrópolis que crecieron gloriosamente precisamente por estar construidas sobre puertos marítimos o fluviales; una prueba más de que la adaptación climática debe incluir una replanificación urbana radical.
De los tejados verdes a los parques, de los jardines arbolados al mantenimiento de canales y bosques, son herramientas útiles para mejorar la gestión de las aguas pluviales y mitigar los riesgos de inundaciones e islas de calor, entre otras cosas, pero también traen consigo consecuencias económicas y sociales, ya que aumentan el valor de mercado de los barrios en los que se implantan y atraen inversiones y compradores adinerados.
Los perdedores, sin embargo, son los segmentos de población económica y socialmente vulnerables, que de hecho ya no pueden permitirse vivir allí una vez aseguradas. Los precios, ahora inasequibles para ellos, les empujan así hacia zonas más baratas, lo que, en un escenario de crisis climática, suele significar menos seguras, porque están más expuestas a corrimientos de tierra, inundaciones, incendios, calor extremo, falta de agua o erosión del suelo, pero también donde los edificios son más viejos, insalubres e inestables y, por tanto, vulnerables a daños en caso de terremotos y tifones.
Mientras los consultores especializados en reconstrucciones tras catástrofes se enriquecen -no siempre de forma honesta, como se vio tras el terremoto de Ciudad de México en 2018, cuando a la infravaloración del peligro se sumó la especulación en la reconstrucción-, los ciudadanos, al reubicarse, tienen que asumir el riesgo de daños y pérdidas, tanto en términos económicos como de seguridad.
En los países en desarrollo, son las ciudades en auge -como Ciudad Ho Chi Minh en Vietnam y Bombay en la India- las que sufren pérdidas aún mayores en proporción al PIB. Porque el aburguesamiento climático, al igual que los demás efectos de la propia crisis climática, hace aún más vulnerables y expuestos a los menos pudientes.
Si bien estos efectos son particularmente evidentes hoy en día en Estados Unidos, donde el capitalismo desenfrenado no ofrece ninguna protección social a los ciudadanos, también cabe esperar algo similar a escala en México, donde más del 18% de los municipios se encuentran en situación de alto riesgo hidrogeológico y el 46% de las playas está expuesto a la erosión. Además, considerando que ya enfrentamos problemas de vivienda y que los jóvenes mexicanos no pueden darse el lujo de mudarse de la casa de sus padres antes de los 30 años, y deben pasar por el aro para conseguir una hipoteca, el futuro de nuestros hogares no luce prometedor.