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Un Estado confuso: Las lecciones de Ayotzinapa

“Fue el estado”: ese fue el grito que surgió en los días posteriores a la desaparición de 43 estudiantes en la ciudad de Iguala el 26 de septiembre de 2014. Ha permanecido como un pilar retórico de protesta y activismo, una acusación cargada de significado histórico y consecuencia política. Pero, ¿qué hizo exactamente el Estado? ¿A qué nos referimos cuando hablamos del Estado? Estas preguntas desafían muchos supuestos amplios sobre el crimen organizado, la violencia en México y la relación entre criminales y los actores del Estado. Iguala no era una aldea remota, con un aparato estatal fácilmente capturado por criminales armados: es la tercera ciudad más grande de Guerrero, con más de 100.000 habitantes. Es un lugar en el que podemos ver las complejidades de lo que llamamos “estado” con mayor nitidez.

Mientras reflexionamos al respecto de esta atrocidad seis años más tarde, no es suficiente intentar aclarar los acontecimientos. También tenemos que poner en primer plano los factores sistémicos que lo acompañan. Tres observaciones surgen de este enfoque:

En primer lugar, la violencia en este contexto estaba relacionada con las débiles articulaciones entre los diferentes niveles del Estado, más que con el producto de un conflicto entre criminales y actores estatales o una cuestión derivada de la ausencia del Estado.

En segundo lugar, en la desaparición vemos que los segmentos indiferentes del “Estado” no sólo se coordinan para cometer y encubrir actos delictivos, sino que también interactúan con una especie de ineficiencia inepta.

En tercer lugar, las actividades transversales de los actores del “Estado” significaban que había tanto delitos de comisión como de omisión, pero era con estos últimos donde el clamor que era el Estado resuena más profundamente.

Una crónica minuto a minuto de los acontecimientos, no es lo que se busca aclarar aquí. Otros, como la plataforma desarrollada por Forensic Architecture, han hecho un gran trabajo de reconstrucción de los eventos conocidos de aquella noche. Sin embargo, es importante recordar los acontecimientos.

Esa tarde, un grupo de estudiantes de la Escuela Normal Rural de maestros Raúl Isidro Burgos había llegado a Iguala con la esperanza de requisar autobuses. Esta no era una práctica nueva y había sido tolerada en su mayor parte por los funcionarios y las compañías de autobuses – para los estudiantes, en su mayoría pobres, de la drásticamente desfavorecida institución, era el único medio de transporte. Después de tomar cinco autobuses en la terminal de autobuses de Iguala, los estudiantes se dirigieron a Ayotzinapa. Dos autobuses se perdieron y se dirigieron a través de la ciudad, mientras que otros tres se dirigieron a la autopista. Los dos autobuses que atravesaban la ciudad fueron detenidos por la policía municipal de Iguala, que abrió fuego contra los autobuses en múltiples ocasiones y aparentemente secuestró a varios estudiantes de uno de los autobuses. Dos de los otros autobuses fueron detenidos en la autopista después de que la policía abriera fuego de nuevo, y los estudiantes que iban a bordo de ellos fueron llevados en camiones de la policía del municipio vecino de Huitzuco. La policía también detuvo el quinto autobús, sin embargo el asalto al mismo fue menos cruel y los estudiantes lograron huir.

Justo después de la medianoche, los estudiantes que no habían sido secuestrados se reunieron con los periodistas en el lugar del primer ataque en el centro de Iguala, junto con otros estudiantes que habían venido de Ayotzinapa cuando recibieron la noticia de los acontecimientos. Casi de inmediato, tres hombres con equipo táctico negro y armados con armas automáticas abrieron fuego contra la improvisada conferencia de prensa, matando a dos estudiantes y obligando a la reunión a dispersarse. En el caos, otro estudiante fue capturado y desaparecido. Tras el ataque, un grupo de estudiantes buscó atención médica para un compañero herido en una clínica privada cercana, donde más tarde se encontrarían con soldados de la base militar cercana, que los obligaron a abandonar la clínica sin atención médica y los acusaron de ser criminales.

Para la mañana siguiente, las dimensiones de la atrocidad habían hecho claras.

Cuarenta y tres estudiantes estaban desaparecidos, y el cuerpo torturado de uno de ellos había sido encontrado a las afueras de la ciudad. A medida que crecía la atención nacional e internacional, el gobierno federal estropeó la respuesta, descartando arrogantemente a las familias de las víctimas, manejando mal la investigación y negándose a cooperar con un equipo internacional de investigadores independientes. En el mejor de los casos, esto creó la impresión de un encubrimiento; en el peor, fue uno.

Las familias de los estudiantes desaparecidos no tendrán justicia hasta que la verdad de lo que pasó esa noche salga a la luz y tengan su día en el Tribunal. Sin embargo, incluso sin todos los hechos, todavía es posible entender el significado de los acontecimientos. Los factores sistémicos y la dinámica que crearon las condiciones para la desaparición esa noche son lo que nos preocupa, porque están presentes en todo México, en lugares donde las desapariciones son trágicamente comunes. Según los datos más recientes publicados por la Comisión Nacional de Búsqueda, desde 2006 han desaparecido 75.629 personas en México.

La desaparición en muchos sentidos se convirtió en un sustituto de los relatos de violencia en todo México. El caso de Ayotzinapa desafió con éxito tanto la retórica oficial como las creencias populares de que la mayor parte de la violencia es producto de enfrentamientos entre criminales o entre criminales y el Estado. Al gritar “fue el estado” desde las protestas en redes sociales hasta deletrearlo con velas en el Zócalo de la Ciudad de México, los sucesos y sus secuelas fisuraron para siempre la explicación simplista de la “narco” violencia que había prevalecido desde 2007.

La historia de la desaparición no es la de un incidente aislado en una sola noche. En Guerrero, “el Estado” había sido durante mucho tiempo participante y árbitro de la violencia; defendía el imperio de la ley sólo en la medida en que la “ley” se refería a códigos informales más que a la jurisprudencia. Esto era tan cierto en 2014 como lo había sido en los años ’70, cuando la represión militar de las comunidades rurales se mezcló con gobernadores de los estados que exigían violentamente el pago de sobornos por parte de los narcotraficantes. La corrupción y la brutalidad tampoco eran los únicos indicios de que el edificio del Estado en cuestión era una construcción irregular. Los repertorios de protesta y supervivencia, como la confiscación de cabinas de peaje para recaudar fondos o la requisa de autobuses para obtener un transporte asequible, se permitían no porque el Estado no pudiera detenerlos, sino porque el sistema informal ofrecía un medio de gobierno más eficaz.

Así, cuando entraron en Iguala en la noche del 26 de septiembre, aunque los estudiantes no tenían idea de la violencia que iban a experimentar, estaban íntimamente familiarizados con las complejidades del estado. En Guerrero, al igual que en otras partes de México, los actores locales con frecuencia operaban de manera violenta con la aprobación tácita de las autoridades estatales o federales y, en ocasiones, las autoridades incluso aprobaban o alentaban los conflictos entre esos actores. Así como los estudiantes no tenían garantías de que “el Estado” los protegiera, la policía municipal de Iguala no podía tener la seguridad de que la Policía Estatal o las fuerzas armadas los apoyaran necesariamente. Ayotzinapa subraya cómo la violencia en este contexto estaba relacionada con los débiles vínculos entre los diferentes segmentos del Estado y no con la ausencia del Estado.

Si bien en la desaparición y su encubrimiento estuvieron involucrados diferentes niveles del estado mexicano, desde la policía municipal hasta el ejército y los investigadores federales, no debe sorprender que la articulación entre estos niveles fuera geográfica y no legal. La policía municipal de dos localidades y las autoridades militares de una base local cooperaron o se confabularon con actores criminales esa noche para cometer la desaparición, acosar a los supervivientes y a los periodistas y ocultar la verdad. Si bien las autoridades federales pueden haber sabido de los acontecimientos casi en tiempo real, debido a los sistemas de comunicaciones de seguridad del país, no fueron capaces -ni quisieron- de detener la atrocidad, y fueron totalmente incapaces de disfrazar el papel de los actores estatales.

Fue en este ineficaz encubrimiento y posterior obstrucción de la justicia que la desaparición de Iguala se asemeja más a las decenas de miles de otras desapariciones. Incluso cuando investigadores independientes proporcionaron pruebas forenses para refutarlo, la administración del entonces presidente Enrique Peña Nieto nunca negó lo que llamó “la verdad histórica”, una narración del destino de los estudiantes que había sido presentada por la Fiscalía poco después de la desaparición. Con ello, y al negarse a permitir que la comisión internacional independiente de expertos llevara a cabo una investigación completa, el Estado no sólo erosionó su propia credibilidad y autoridad, sino que inició un proceso de revictimización continua de las familias.

Esa experiencia es típica de aquellos cuyos seres queridos han desaparecido. Los archivos de los casos se pierden o se abandonan, las investigaciones son superficiales, se pierden las pruebas y la indiferencia oficial es desenfrenada. Es en estas omisiones, en esta “violencia burocrática” que sigue a un crimen material, donde podemos decir verdaderamente, que fue el Estado.