Por sorpresa. Acompañado por las sirenas de alarma. En días trascendentales, altamente simbólicos, primer aniversario de la invasión rusa y noveno de la matanza de los mártires del Euromaidán, el centenar largo de manifestantes acribillados por los provocadores y los policías especiales de Victor Yanukóvich, el presidente putinista entonces expulsado, justo cuando empezaron subrepticiamente la invasión rusa de Donbás y la anexión de Crimea. Con las imágenes altamente significativas transmitidas por las televisiones de todo el mundo del paseo de ambos presidentes por el centro monumental de la capital, los impresionantes bulbos dorados de la catedral de San Miguel, y el muro del Maidán donde se rinde culto a la Centena Celestial, los caídos en 2014, denominados según el tipo de unidad guerrera cosaca y convertidos en motivo de la máxima condecoración al coraje civil que otorga el Gobierno a quienes combaten por la libertad, la democracia y los derechos humanos.
Ha sido una visita insólita, histórica como pocas. No hay mensaje de mayor contundencia política ni trascendencia, incluso militar. Putin quiere obliterar con la guerra la nación ucraniana y el presidente de Estados Unidos, el comandante en jefe del ejército más poderoso del mundo, se desplaza a su capital para asegurarle personalmente a su presidente, Volodímir Zelenski, que no permitirá que el dictador ruso se haga con la suya ni aseste, con el revés que significaría la derrota de Ucrania, una derrota a la democracia y al orden mundial civilizado, regido por las reglas.
No era obvio el viaje de Biden a Kiev por tren desde Polonia, sin posibilidad de utilizar los aparatosos y blindados medios aéreos del ejército estadounidense. Estaba lleno de riesgos y constituía un desafío por parte de un presidente de 80 años a un dictador diez años más joven que vive recluido y aislado en el Kremlin y solo muy ocasionalmente se ha arriesgado a penetrar con enormes cautelas y durante escaso tiempo en la Crimea ocupada por su ejército.
Biden ha llegado a Kiev en un momento especial, en el que todas las partes abaten sus cartas sobre la mesa de juego. Las militares de una extensa ofensiva rusa que se anuncia sobre todo en el frente entre Donbás y Crimea para la salida de la primavera, quizás el próximo viernes, coincidiendo con el exacto aniversario de la invasión, aunque muchas fuentes militares, escépticas respecto a las capacidades rusas, consideran que la operación ya ha empezado y está consiguiendo resultados muy mediocres. También las diplomáticas, tras el despliegue de posiciones observado este pasado fin de semana en la Conferencia de Seguridad de Múnich, en la que ha creado una enorme expectativa y no pocas susceptibilidades el anuncio por parte de Pekín de un plan de paz, coincidiendo con los temores expresados por Washington a la llegada de suministros militares chinos a Moscú.
La identificación de Biden con las posiciones del Gobierno de Zelenski, expresada con extrema claridad en Múnich en el debate entre el secretario de Estado, Antony Blinken, y el ministro de Exteriores ucraniano, Dmitro Kuleba, constituye el marco en el que habrá que situar las propuestas de paz que lleguen desde Pekín, difícilmente aceptables si se limitan a un frágil alto el fuego que sirva para reaprovisionar a las tropas rusas o si no contemplan la restauración de la integridad territorial y la soberanía nacional de Ucrania garantizadas por todos los tratados y pactos internacionales, incluida la Carta de Naciones Unidas, a los que Rusia está obligada. Se resumen en unas palabras de Biden de resonancias épicas y comprometedoras: “Un año después Kiev resiste, Ucrania resiste, la democracia resiste”.