La reforma electoral de Andrés Manuel López Obrador acapara todas las miradas en México. No hay otro asunto que sea más divisivo ni polémico. El paquete de cambios promovido por el presidente, que entró en vigor esta semana, acota las facultades y recorta buena parte de la estructura operativa del Instituto Nacional Electoral (INE), el ente encargado de organizar las votaciones. Los seguidores del mandatario sostienen que es un avance lapidario para enterrar una “burocracia dorada” e iniciar una “democracia real”, después de décadas de simulación. Los sectores críticos al poder afirman que las nuevas medidas son un retroceso y que ponen en riesgo la frágil democracia del país latinoamericano. Incluso, hay quienes acusan la llegada de una “dictadura”, mientras el otro bando los acusa de “traidores” y “corruptos”. Ambos lados han salido a las calles para mostrar músculo en las últimas semanas y han abarrotado el Zócalo de Ciudad de México, la plaza más emblemática. En liza están las reglas del juego de las votaciones presidenciales de 2024, pero también las fuerzas que compiten para convertirse en el próximo Gobierno. Todo, en un ambiente de creciente polarización. Sin medias tintas ni espacio para el diálogo.
Los ejes de la polarización
El rechazo a la reforma electoral detonó el pasado fin de semana la mayor movilización opositora en los cinco años que López Obrador ha estado en el poder. La manifestación convocó a un mosaico heterogéneo. Estaban los ciudadanos preocupados por la salud democrática del país, las figuras históricas que pelearon por la alternancia política y los académicos moderados que exigen contrapesos a la hegemonía presidencial. Pero también se dieron cita los críticos recalcitrantes que temen “convertirse en Venezuela o Cuba”, algunos viejos caciques que de pronto se erigieron como defensores de la democracia y muchos líderes de una oposición en crisis, que vieron una oportunidad única para capitalizar el descontento y ganar apoyos en la carrera por la presidencia.
López Obrador metió a todos en la misma bolsa y desacreditó las protestas como un intento desesperado de sus rivales para deslegitimarlo. “No les importa la democracia”, zanjó esta semana en una de sus conferencias de prensa matutinas. Reacio a las críticas, el presidente se lanzó contra quienes convocaron la manifestación tildándolos de hipócritas, neoliberales y narcotraficantes. “Farsante”, “delincuente de cuello blanco”, “cínico” dijo el lunes, tras hacer un pase de lista de los participantes más conocidos de la manifestación y proyectar sus fotografías en pantallas. El martes, López Obrador se quejó de la cobertura mediática a “la marcha de los corruptos” de medios internacionales y “otros mercenarios de los medios de comunicación”. “Es un timbre de orgullo para nosotros enfrentar a esta gente con esa mentalidad retrógrada, autoritaria y facha”, comentó el miércoles. “Tenemos las elecciones más caras del mundo”, aseguró el jueves. “Son, de veras, muy cretinos”, zanjó el viernes sobre sus adversarios.
Como en España y tantos otros países, las coordenadas del debate político actual giran alrededor de grandes cajas negras como el populismo, las campañas de desinformación y el empuje de temas como la igualdad de género y la defensa de los derechos de las minorías. La particularidad de México es que la oposición está descabezada. No tiene liderazgos claros que puedan competir con Morena, el movimiento y partido político en el poder. Enfrente está un presidente omnipresente en todos los asuntos públicos y con amplio respaldo popular, sobre todo entre bases que se han sentido permanente marginadas por los poderosos, los artífices del “viejo régimen”. La aprobación de López Obrador supera el 60% en las encuestas.
Por eso, López Obrador es muchas veces el primero en dividir el tablero entre buenos y malos, héroes y traidores. Durante su mandato, el Ejecutivo se ha afianzado como el único que marca el ritmo y el tono de las discusiones políticas en el país: todos los debates son sobre él y se discuten bajo sus términos. “En esta polarización, el presidente tiene todas las de ganar porque tiene recursos que nadie más posee”, señala Salvador Camarena, columnista de este periódico. Camarena afirma que López Obrador echa mano de recursos del Estado, como la televisión pública, para amplificar su mensaje y lanzar ataques desmedidos, personalizados y sin sustento, en vez de responder con argumentos a los cuestionamientos. “El presidente avasalla y así reduce la posibilidad de que se escuchen voces plurales, ya no digamos críticas, con otras opiniones sobre los grandes temas en México”, agrega.
Pero se necesitan dos para bailar. Enrique Gutiérrez, académico de la Universidad Nacional Autónoma de México, apunta que, entre todos los reclamos válidos, la desinformación y la manipulación también se dieron cita en la marcha del pasado domingo, alentadas por personajes que buscaban sacar tajada del descontento y las preocupaciones genuinas. “Por momentos, parecía más una marcha contra el presidente que a favor del INE”, afirma el politólogo. “Muchos de estos actores han renunciado a ser una oposición seria y responsable, con un proyecto político alternativo, y han preferido vincularse a ese discurso contra el presidente”, agrega.
Todo esto se da a poco más de un año de las elecciones, mientras Morena y sus aliados controlan 22 de los 32 Estados. Además de la Presidencia, en 2024 están en disputa nueve gubernaturas, el Senado y la Cámara de Diputados. El Partido Revolucionario Institucional (PRI) llega hundido en la peor crisis de su historia y herido de muerte por varios escándalos de corrupción. El Partido de la Revolución Democrática (PRD) pelea por conservar su registro. El Partido Acción Nacional (PAN), la principal fuerza opositora, aún digiere el golpe de la condena contra Genaro García Luna, secretario de Seguridad en el Gobierno de Felipe Calderón (2006-2012), por narcotráfico y delincuencia organizada en Estados Unidos. “Es una oposición huérfana, sin proyectos y sin figuras”, sentencia Gutiérrez.
Plan B
El “plan B” es el nombre corto de la reforma electoral. López Obrador empujó desde la segunda mitad del año pasado una reforma constitucional sobre el INE, que requería de una mayoría de dos tercios en ambas Cámaras. La oposición formó un bloque en el Congreso y tumbó el proyecto en diciembre pasado. Ante la falta de consenso, el presidente se resignó a seguir una ruta alternativa para cambiar solo leyes secundarias, para lo que solo requería de una mayoría simple, con la que contaba.
Anclada en la popularidad del presidente, la reforma tiene respaldo mayoritario. Dos de cada tres personas aprueban un cambio. Al margen de los tecnicismos y los debates, el argumento de muchos es simple: es una muestra de que el Gobierno “está haciendo su trabajo” y “de que se está haciendo algo para mejorar lo que hay”, explicó Heidi Osuna, la directora de la encuestadora.
Las motivaciones pasan por razones políticas y personales. La animadversión de López Obrador hacia el árbitro electoral se remonta a casi dos décadas. El presidente culpó al INE de su derrota en las elecciones de 2006 contra Calderón por un supuesto “fraude electoral” y afirmó que ha sido perjudicado por las resoluciones del Instituto. Desde que llegó al poder en diciembre de 2018, López Obrador impuso un discurso de austeridad, pese a las críticas de que se comprometía el funcionamiento de varias áreas de la Administración Pública. En el caso del árbitro electoral, el Ejecutivo ordenó recortes presupuestales cada año y puso en la diana al presidente del órgano, Lorenzo Córdova, que está por concluir su mandato en abril próximo. “No tengo nada qué decirle al presidente”, dijo Córdova esta semana a los medios y rechazó entrar en una confrontación de “dimes y diretes”.
Los recortes de la nueva reforma suponen un ahorro de 5.000 millones de pesos (unos 260 millones de euros) en 2023, según el cálculo del Ejecutivo. Pero sus detractores dicen que lo barato saldrá caro. “Es un retroceso porque debilita estructuralmente al INE con el pretexto de que se va a ahorrar dinero, lo que, por cierto, no está claro”, afirma María Marván, exconsejera del organismo. “Es una ley profundamente destructiva”, agrega.
La prueba de fuego
El debate sobre la reforma electoral pasa por el pasado y el futuro de la democracia en el país. El garante de las elecciones en México es producto de décadas de lucha política y social. Antes, el propio Gobierno se encargaba de organizar los comicios, lo que hizo posible que el PRI, el partido de Estado en el siglo XX, gobernara de forma ininterrumpida durante más de 70 años. Marván advierte de un riesgo de volver a abrir la puerta al Ejecutivo para la celebración de votaciones. La Secretaría de Relaciones Exteriores, por ejemplo, sería la encargada de llevar el padrón de los mexicanos residentes en el extranjero, pero también de contar los votos, dice la exconsejera sobre los cambios en la reforma.
“La democracia fue una conquista, no estábamos acostumbrados a ella y por eso mismo se atesora”, afirma Marván. En muchos sectores han revivido los temores por los fantasmas del pasado. La idea de un árbitro debilitado es traumática para muchos ciudadanos, que han abanderado la consigna de “el INE no se toca”.
En realidad, el INE se ha tocado muchas veces. Casi todos los presidentes de la “era democrática” han buscado cambios en la forma sobre cómo se eligen los cargos públicos. La última reforma electoral fue una enmienda constitucional en 2014, parte del consenso formado por el PRI, el PRD y el PAN en el llamado Pacto por México. Entonces, Morena no existía como partido político y es un argumento de muchos de que se necesita un arreglo que sea vigente.
Marván, sin embargo, asegura que esta vez es diferente. Porque no se buscó el consenso entre las fuerzas políticas. Porque nunca un presidente había adoptado el tono de López Obrador contra el órgano ni contra el Poder Judicial, que será el encargado de resolver varios puntos que pueden ser anticonstitucionales. Porque la tendencia histórica es que la oposición busque reglas más equitativas de competencia, no que el bloque mayoritario se imponga para cerrar la puerta a sus rivales. “La última reforma electoral que se hizo para beneficiar a quien estaba en el poder fue en 1946, de ese tamaño es el retroceso”, afirma la socióloga.
La crispación alrededor del “plan B”, que opaca discusiones sobre ajustes impostergables en el sistema político, se da en medio de la carrera por la sucesión más larga en la historia reciente de México: desde dos años antes de la cita a las urnas se sabe que cuatro políticos de alto perfil de Morena quieren la silla presidencial. Algunos políticos de la oposición, mucho más atrás en las encuestas, también han levantado la mano. En el fondo, la prueba de fuego sobre el impacto de la reforma, si sobrevive el examen del Poder Judicial, serán las elecciones de 2024. Será el primer recuento de los daños, de todo lo que México perdió o ganó en las urnas.