Que Frida Kahlo haya tenido un repunte de popularidad en los últimos años, convirtiéndose cada vez más en un elemento decorativo, un artilugio y un disfraz de carnaval que se improvisa con un chal, un lápiz negro y flores en el pelo es bastante evidente.
Esto es consecuencia del gran éxito de Frida, el biopic de 2002 protagonizado por Salma Hayek, pero también del redescubrimiento de un personaje femenino del siglo pasado, que vivió entre 1907 y 1954, y que tiene tantas características que encajan bien con las referencias culturales actuales que inevitablemente asume el papel de icono.
Aparte de la facilidad con que sus rasgos singulares y su estilo se prestan a ser reproducidos en objetos de todo tipo, la pintora mexicana tuvo en realidad una vida tan disparatada como fascinante, inseparable de la de su marido y sus desventuras y que dio lugar a una producción artística muy autobiográfica, y no es difícil adivinar por qué.
Lo más sorprendente de la historia de esta mujer es su determinación para sublimar el enorme sufrimiento físico al que se vio sometida en la creación de obras de arte tan bellas como conmovedoras.
Si durante siglos la narración de grandes biografías de personajes que han permanecido en la historia ha ido acompañada del insoportable subtítulo “detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer”, en el caso de Frida Kahlo -además del indiscutible y consagrado valor de su producción artística- esta frase no sólo no es cierta, sino que queda desmentida.
Fuera de dinámicas estereotipadas y reaccionarias, la vida de esta pintora se entrelazó con la de un hombre ciertamente más experimentado que ella y más inserto en el medio artístico de los años, Diego Rivera, y que hizo que todo su potencial pudiera tomar forma, pero no en términos de banal y grosero favoritismo patriarcal donde el varón también cede parte de su “espacio” a la mujer.
Diego Rivera y Frida Kahlo, de hecho, son los protagonistas de una historia de amor y arte que se alimentó mutuamente, que nunca cayó en la subalternidad, sino que nos sigue dando pruebas de lo fructífera que puede ser la sinergia de una pareja para la creatividad de un artista, sea hombre o mujer. Como si dijéramos: “Junto a un gran hombre, suele haber una gran mujer, y viceversa”.
Frida Kahlo escribió en sus diarios que tuvo dos grandes accidentes a lo largo de su vida: el primero fue el que sufrió en 1925, a bordo de un autobús, a consecuencia del cual se rompió la columna vertebral, las costillas y el fémur y fue sometida a treinta y dos operaciones. Este episodio comprometerá su vida en los años siguientes debido a los atroces dolores que dejará en su cuerpo. El segundo ocurrió en el encuentro con Diego Rivera.
La historia de amor entre estos dos artistas mexicanos no estuvo en absoluto marcada por los elementos que solemos asociar a lo que llamaríamos una relación romántica canónica. Desde luego, no se trata de una relación lineal, sencilla y sin sobresaltos, tanto por los acontecimientos biográficos de ambos, como por la forma en que se desarrolla el vínculo de más de 20 años. En primer lugar, hay varios años de diferencia entre Frida y Diego, característica que también parece manifestarse a través de sus rasgos físicos.
De hecho, se les llamó “el elefante y la paloma” por su aspecto diametralmente opuesto: ella es esbelta, menuda y debilitada por las numerosas dolencias que padece tras aquel decisivo accidente; él es un coloso, un hombre alto, robusto y de rasgos nada amables.
Su primer contacto tuvo lugar a finales de la década de 1920, cuando Frida decidió hacer del arte su profesión y presentó algunas obras a la ya conocida artista. Aunque estar postrada en cama durante mucho tiempo debido a innumerables fracturas dejó una huella indeleble en la pintora, esta obligación le abrió las puertas a dos mundos que se convirtieron en el centro de su carrera: la política y la pintura.
Diego Rivera se ha convirtió en un artista consagrado y aclamado tanto en Sudamérica como en Europa, un referente del panorama artístico mexicano, pero también en un intelectual y activista, amigo de grandes pintores como Picasso y Modigliani. Lo que Frida necesitaba era una plataforma de lanzamiento que la liberara de su asfixiante habitación llena de medicinas y artilugios ortopédicos, mientras que lo que Diego necesitaba era el estímulo de una mente tan fresca y brillante como la de su futura esposa.
Su matrimonio en 1929 consagró un compañerismo intelectual y artístico de desenfreno y anarquía sentimental, dado el estilo de vida de ambos, no poco proclive al adulterio: entre los amantes abiertamente bisexuales de Frida figuraban figuras como Trotski, Breton y Tina Modotti; Diego, por su parte, no dejó de entretenerse con otras mujeres, incluida su cuñada.
Esta forma libertina de vivir su relación da pie a una mutua aportación, como si el espíritu peligrosamente poco convencional de su matrimonio generara savia vital para ambos. Una energía intermitente y esquizofrénica, ya que Frida no tolera la relación de Diego con su hermana y decide divorciarse de él en 1939, para volver a casarse con él en 1940 en San Francisco y permanecer juntos hasta su muerte.
El rechazo de la monogamia no fue el único elemento de tensión en su relación: el cuerpo torturado de Frida no le permitió quedarse embarazada, lo que la pintora vivió como un castigo y que puso aún más a prueba la ya compleja relación entre los dos artistas. También en este caso, como en el de su enfermedad y malestar, el arte actúa como “convertidor” de sentimientos, sublimando el mal en una representación surrealista y fascinante de lo que sucede en la vida de la pareja. No faltan cuadros que representan abortos “Henry Ford Hospital” (1932), por ejemplo-, como tampoco faltan cuadros en los que Frida da voz al sufrimiento causado por Diego de forma explícita y sangrienta, como en “Unos cuantos piquetitos” (1935).
Y es viendo estas obras cuando se nos ocurre una pregunta fundamental: ¿es mejor vivir una relación tranquila y lineal, sin excesos ni picos de felicidad pero manejable y controlada, o encontrarse en medio de una tormenta emocional diaria con una relación que resulta nociva para ambos, pero también capaz de generar cosas como maravillosas obras de arte, destinadas a la inmortalidad?
En el caso de la pareja Kahlo-Rivera, es claro que la locura de su relación, por muy perjudicial que fuera en algunos aspectos, fue también una bendición para ambos y para sus carreras como artistas.
En su forma de retratarse, de hecho, hay toda la belleza de un sentimiento complejo y arraigado: hay rabia y frustración, pero también la mirada atenta e insustituible de quien se ha observado tan meticulosamente a sí mismo que es capaz de retratar a su amada en una representación a caballo entre los elementos visibles de un rostro y los ocultos y privados.
Sin ningún tipo de subordinación intelectual o artística, Diego y Frida fueron un motor que se alimentó mutuamente a través de la estima recíproca y de una lucha interior entre el amor y el odio. Diego retrata a Frida en la belleza de su figura sencilla, enjuta pero decidida, como dibujada en negro sobre blanco: en “Desnudos sentados con brazos levantados” (1930), pintado durante su primer año de matrimonio, el pintor muralista mexicano ofrece una imagen de su esposa que consigue ser a la vez muy dulce y delicada, y fuerte y escultural.
En “Retrato de Frida Kahlo” (1939), el rostro de Frida penetra en el espectador con su mirada, gracias a la intensidad con la que Rivera supo retratar sus ojos, casi como si fuera una divinidad precolombina, un icono sagrado que te mira fijamente, te juzga pero al mismo tiempo te protege. Una especie de Mona Lisa mexicana, una concentración de fuerza expresiva y carga emocional encerrada en un pequeño lienzo que Rivera conservó consigo hasta su muerte en 1957.
Mientras Diego representa el rostro de su mujer entre llamas y arterias como una especie de icono esotérico, Frida ofrece una imagen muy distinta tanto de su relación como de la forma en que ella la percibe. En “Frida y Diego Rivera” (1931), los detalles y la forma en que la pareja está colocada comunican mucho sobre su relación: Frida tiene una mano apoyada en el regazo, probablemente en referencia a su incapacidad para llevar a término un embarazo, mientras que Diego parece dibujado a otra escala, como un elefante junto a una paloma, con la mirada fugaz y distraída de alguien que está en ese lugar pero también en otro. En “Diego en mi mente” (1943), el simbolismo se hace mucho más explícito y Frida decide retratar su propio rostro colocado como en un bloque de mármol, inmóvil y paralizado, pero de alguna manera guiado por el retrato de Diego que le mira fijamente a la frente, como un tercer ojo.
Esta interpenetración de miradas y mentes es un tema recurrente en su pintura, que también encontramos en obras como “Diego y yo” (1949), donde el rostro de su marido aparece de nuevo sobre esas famosas cejas espesas. Esta vez, sin embargo, Frida llora, de sus ojos brotan lágrimas hinchadas y copiosas, y Diego también parece tener un tercer ojo. Un discurso metasimbólico en el que la pareja se convierte en una matrioska de miradas, tanto metafóricas como físicas, en la que cada uno es el filtro para interpretar la realidad del otro.
No se puede negar que Frida Kahlo fue una mujer con una existencia marcada por el sufrimiento, como tampoco se puede reducir su relación con Diego a una mera subordinación. Ambos fueron artistas importantes y decisivos en la historia de Mexico, ambos marcaron una época. Pero lo más interesante de esta historia de amor, más allá de los elementos más turbios, fue el hecho de que cada uno dio energía al otro para convertirse en lo que hoy reconocemos como un gran artista.
En las turbulencias de su relación, en sentimientos como los celos y la ira, tuvo lugar una colaboración densa, vital y extremadamente prolífica. No es fácil, en retrospectiva y con una mirada externa, identificar y comprender el sentimiento que une a dos personas, ni siquiera cuando su vida es una obra de arte hecha pública al mundo entero. Pero es imposible no darse cuenta cuando la unión de dos personas es capaz de generar algo más importante y más fuerte que el individuo. Y los dos matrimonios de Diego Rivera y Frida Kahlo transmiten precisamente este sentimiento.