El cuadro parece pintado en un taller de técnicas de óleo para jubilados, pero lo importante aquí no es su valor artístico, sino su significado. En él aparece un Nicolás Maduro bigotudo y con una camisa azul que sujeta con las dos manos el timón de un barco en el que puede leerse: “República Bolivariana de Venezuela”.
Detrás, un Jesucristo de grandes proporciones con un corazón expuesto sobre una túnica violeta posa su mano izquierda en el hombro de Maduro y agarra un extremo del volante con la derecha. La imagen recuerda vagamente a la escena de Kate Winslet y Leonardo Di Caprio en la proa del Titanic. El sentido de la pintura no deja mucho espacio para la interpretación: Maduro dirige el país con ayuda divina.
El presidente ha compartido el retrato con orgullo en sus redes sociales. A sus 61 años, el sucesor que Hugo Chávez designó a dedo cuando la vida se le escapaba entre las manos se encuentra más asentado en el poder que nunca. En su fuero interno podrá creer que hay algo celestial y milagroso en ello, pero la verdad es mucho más terrenal: el que fuera conductor de bus del sistema de transportes de Caracas se ha valido de la estructura vertical chavista, la destrucción de la institucionalidad, el apoyo militar y los servicios de inteligencia para atornillarse en el butacón presidencial. Ahí lleva 11 años y lo más seguro es que sean otros seis más después de las elecciones que se celebran este 28 de julio sin la participación de su principal rival, María Corina Machado, a la que el entramado jurídico chavista ha inhabilitado para asfaltarle a él el camino.
Maduro en público se muestra confiado en la movilización de la base chavista, la que según su relato revolucionario lleva 20 años ganando elecciones en Venezuela. Sin embargo, como le sobra astucia e intuición, no se ciega y se lanza a un cara a cara con Machado en el que llevaría todas las de perder. Ella le aventaja en las encuestas.
Maduro, en persona, intimida con sus 190 centímetros de altura y su campechanía, por contradictorio que parezca esto. Le toca en el hombro a sus interlocutores, les bromea, tiene ocurrencias de las que se ríen por compromiso. Se muestra cariñoso en público con su esposa, Cilia Flores, a quien llama compañera y camarada. Dice despreciar a la prensa, sobre todo la internacional, pero se entera de todo lo que se publica sobre él. También en redes, de las que su hijo, Nicolás Maduro Guerra, le da buena cuenta.
En privado, según los que lo han tratado, puede ser despótico. Más de un embajador se ha llevado sus reprimendas sin que estos puedan apenas articular palabra. A antiguos presidentes que tratan a veces de mediar entre el chavismo y la comunidad internacional los tiene horas y días esperando para recibirlos. Su obsesión es que lo asesinen, así que ha denunciado más de 20 complots en su contra. El fiscal general, Tarek William Saab, le ha dado a esto rango oficial deteniendo a opositores y activistas de los derechos humanos bajo la vaga acusación de terrorismo.
Cuando Hugo Chávez falleció, en 2013, y asumió funciones Maduro como presidente encargado, muchos pensaron seriamente que al movimiento bolivariano le quedaba poco tiempo más al mando en el país. No le veían con el carisma ni la autoridad suficiente para reemplazar a uno de los dirigentes latinoamericanos que verdaderamente va a dejar huella en la historia. A su lado, Maduro parecía un personaje menor. Era un sustituto titubeante, que claramente no estaba listo para aquella encomienda, con menos atributos que su predecesor y maestro, y al tiempo tenía ahora que enfrentar a un movimiento opositor crecido, camino a arrebatarle al chavismo su dorada circunstancia como mayoría nacional.
Once años y casi tres elecciones presidenciales después, surcando una tormenta económica y social de autoría propia, empeñado en imponer el modelo socialista a todo evento, todavía sancionado por parte de la comunidad internacional, Maduro ha visto cómo el chavismo iba perdiendo masa social, pero, como hombre fuerte en una estructura hecha a medida, disfruta de un cómodo control del poder. El PSUV, el partido oficialista, lo ha escogido como candidato para las elecciones de este 2024, sin que esto haya sido ninguna sorpresa. Hace un año se hablaba de corrientes chavistas críticas con su gestión, pero cuestionar su poder puede salir caro. O salirse del guion.
Cualquiera puede ser purgado, nadie es intocable. Hace exactamente un año acabó con uno de sus hombres de confianza, Tareck El Aissami,vicepresidente del área económica y ministro de Energía y Petróleo, lo que supone eso para un país petrolero. En PDVSA, la empresa estatal, se descubrió un agujero que algunas fuentes cifran en 3.000 millones de dólares, un caso gigantesco de corrupción. Un año después de aquello, sin que se sepa la situación judicial que enfrente por la opacidad de la Fiscalía, no se sabe nada de El Aissami. Pareciera que se lo ha tragado la tierra.
“Maduro comienza muy mal. No se veía a sí mismo en aquella responsabilidad. El resultado electoral de 2013 frente a Capriles, en el cual casi pierde las elecciones, lo retrataba. A pesar de eso, fue evidente el arraigo chavista en el Estado, en los poderes públicos y en el sector militar”, afirma Luis Salamanca, politólogo y doctor en Ciencias Sociales de la Universidad Central de Venezuela.
La llegada de Maduro agravó la corrupción en el Estado venezolano, que gracias al control cambiario adquirió un carácter sistémico. En lugar de ensayar una apertura económica, como muchos le propusieron, el sucesor de Chávez, dogmatizado y escéptico de la economía capitalista, decidió radicalizar, y endureció la política de nacionalizaciones y fiscalizaciones al comercio y la industria. Las medidas produjeron una grave escasez de bienes y servicios y la crecida de los precios. En 2014 carburó un enorme malestar social y la cólera popular se fue a las calles.
En una nación derrumbándose ante postulados económicos inviables, Maduro dio ante sus adversarios y seguidores demostraciones continuas de carácter y mando. “La fortaleza de Maduro es consecuencia de una estructura de poder concebida por Chávez. Comienza en el presidente y desciende en una línea jerárquica que imita en su letra las fórmulas democráticas, pero que transforma las estructuras del Estado de derecho constitucional. Maduro es el jefe de un Estado-poder”, afirma Salamanca. Ejerciendo la represión ―y actuando, en privado, de manera despótica entre sus colaboradores cuando ha sido necesario―, Nicolás Maduro, sin auctoritas ante el resto del país, se hizo muy rápidamente, y sin rivales, el nuevo mandamás del chavismo.
Con astucia para negociar y aptitud para trabajar con los organismos de inteligencia, Maduro dio continuidad a los encargos de Chávez, e invirtió mucho dinero en ampliar el pie de fuerza de la Policía Bolivariana, la Guardia Nacional, además de organismos paramilitares leales a la causa, profundizando el carácter artillado de la revolución. “Con Maduro conoce su continuidad la tendencia destructiva del aparato productivo iniciada por Chávez, especialmente el derrumbe de Petróleos de Venezuela”, afirma Diego Bautista Urbaneja, abogado y escritor, miembro de la Academia Nacional de la Historia.
“Los precios del petróleo caen, los programas sociales quiebran por la corrupción. Sin respaldo popular, y sin la misma cantidad de dinero, tiene que endurecer el aparato de poder revolucionario, un entramado de partido, Estado, Gobierno, fuerzas armadas, milicias, voluntarios y militantes. Comienza a ejercerse el poder de forma implacable y sin ningún tipo de barreras éticas, jurídicas o ideológicas,” afirma Urbaneja. La consolidación del poderío madurista es una realidad gracias a la gestión dos de sus alfiles fundamentales: el ministro de la Defensa, Vladimir Padrino López, un militar con arraigo en los cuarteles, que lleva años desarrollando el pensamiento militar revolucionario en la institución; y Jorge Rodríguez, actual presidente de la Asamblea Nacional, su operador político por excelencia. A esto habría que agregar el trabajo de Diosdado Cabello, el segundo hombre más poderoso del régimen, una autoridad en el partido y la seguridad del Estado, quien, al contrario de lo que se piensa, no es enemigo de la institucionalidad madurista, sino uno de sus garantes como vocero radical y defensor de la última línea.
“El uso irrestricto del aparato de poder, esa es la causa, en eso no hay mayor misterio”, afirma Urbaneja. “Las fuerzas democráticas tienen un complejo de inferioridad con el chavismo, le atribuyen virtudes políticas sobrenaturales. Hay una disposición de poder perpetuo dentro del Estado, un cuerpo político que para seguir existiendo, si tiene que espiar, espía; si tiene que disparar, dispara; si tiene que acusar, acusa; si tiene que encarcelar, encarcela; si tiene que negociar, negocia. Puede ser el Tribunal Supremo de Justicia, la Guardia Nacional, el PSUV, el Sebin [servicio de inteligencia interior], las bolsas Clap [de comida], o los colectivos”, añade. A estos efectos, ha sido decisivo el apoyo internacional de algunos aliados como Rusia, Cuba, China e Irán, que han contribuido a fortalecer un infalible e inusualmente eficaz aparato de inteligencia.
En el último año, Maduro había insinuado a través de sus negociadores en la mesa de diálogo con la oposición, establecida en México, que tenía la voluntad de recorrer un camino democrático e iniciar una transición en el país. Eso se vislumbraba en los acuerdos de Barbados, donde se intuía que el chavismo estaba preparado para celebrar elecciones libres y justas. La Casa Blanca trató de animar a Venezuela levantándole las sanciones al petróleo y el oro, un respiro para su maltrecha economía.