A los grupos empresariales organizados les gusta decir que lo único que quieren del gobierno es que haya “Estado de Derecho” esto es, que se aplique la ley a todos y por igual.
La verdad es que lo que quieren es más bien lo opuesto. Quieren que exista una ventanilla donde el Gobierno los atienda antes que a nadie, les solucione problemas de forma expresa y hasta les apoye con recursos indirectos si el empresariado así lo considera necesario.
Por lo anterior, al inicio de cada sexenio, la ansiedad de los grupos empresariales llega a tope al preguntarse quién y dónde se abrirá esa ventanilla. Cada presidente ha tenido sus ventanilleros, los encargados de atender. Con Fox fue Lino Corrodi. Con Zedillo fue Claudio X. González y Antonio Argüelles. Con Calderón fue Gerardo Ruiz Mateos y Bruno Ferrari. Con Peña Nieto fue Idelfonso Guajardo y con AMLO fue Alfonso Romo y Julio Scherer.
Sheinbaum no será la excepción. Hasta el momento ha abierto dos ventanillas: Altagracia Gómez, desde el Consejo Empresarial y Marcelo Ebrard, desde la Secretaría de Economía. Ambos han sido recibidos con gusto por los grupos empresariales, pero por razones distintas.
Altagracia les gusta por la razón más extraña: es heredera. Parte del club. Sin ironía hablan de “su herencia empresarial” lo que básicamente significa que conocen a su familia y creen poder, desde ahí, influenciarla. Cuando hablan de Gómez, además de llamarle “niña” o “jovencita,” de inmediato se refieren a su padre, el magnate Raymundo Gómez. De él hablan maravillas aunque, la verdad, hasta hace poco no lo consideraban tanto.
En el fondo, a los grupos empresariales le encantan los herederos porque la mayoría de ellos también lo son. Las confederaciones empresariales mexicanas casi no tienen emprendedores. Sus integrantes son, en su abismal mayoría, herederos o ejecutivos de empresa que son enviados a las reuniones porque los dueños no desean asistir.
Los herederos se identifican con otros herederos por obvias razones. Todos se sienten llenos de mérito propio por mantener el negocio de sus padres, mantenerlo a flote, hacerlo crecer, o en algunos ocasiones, solo por ser mejores que algún primo.
Los ejecutivos de empresa son un caso más triste. Algunos venidos de abajo, en su mayoría terminan adorando a las familias del poder económico más que a su dignidad propia. No es poco común encontrar casos de ejecutivos que defienden a los ricos a capa y espada, cual hijos leales y abyectos de una familia a la que nunca pertenecerán.
Ebrard es un caso distinto. Marcelo le gusta a los grupos empresariales porque lo consideran uno de los suyos. Alguien que conoce el mundo empresarial, comparte su ideología, y gusta de dar y recibir favores. Es fino en su trato, cordial en sus modos y abierto a negociar. Le gusta el dinero y sabe hacer negocios “a la mexicana”.
Pero si algo les fascina de Ebrard es que piensan que él podrá tomar decisiones sin el visto bueno de Sheinbaum. Se imaginan un Ebrard convenciendo a Sheinbaum u operando tras bambalinas para implementar políticas económicas que los favorezcan sobremedida sin que ella se dé cuenta.
A los grupos empresariales los ventanilleros de Sheinbaum les parecen encantadores porque en el fondo creen que pueden manipularlos o convencerlos de ver el mundo a su modo. Ebrard les parece perfecto por su ideología y Gómez por su linaje.
En el fondo, me parece que se equivocan. Ebrard no juega más que en su cancha y para meter sus goles. Y Gómez es el arroz negro de los herederos. Una mujer que pudo haber dedicado su vida a las mieles del dinero, pero en vez de ello desarrolló un sentido social. Gómez es mucho menos ortodoxa de lo que se le da crédito y a diferencia de Ebrard, no tiene ambiciones propias más allá del reconocimiento y apoyar a Sheinbaum. Marcelo las tiene, pero al final del día no es parte del equipo de Sheinbaum.
No tengo duda de que la interlocución entre el empresariado organizado y Sheinbaum será mejor este sexenio de lo que lo es actualmente con López Obrador. Pero eso no significa que el empresario vaya a tomar decisiones como solía hacerlo en sexenios pasados. Esos tiempos ya se acabaron.