La respuesta a la pregunta que titula esta carta es rápida y sencilla: no. O no más ni menos que los norteamericanos, los chinos o los mexicanos.
Pero es una pregunta vigente en Francia desde que la diputada ecologista Sandrine Rousseau reivindicó hace unos meses el derecho a la pereza. Rousseau citaba un clásico del género: ‘El derecho a la pereza’, panfleto publicado en 1880 por Paul Lafargue, pionero del socialismo y yerno de Karl Marx. Lafargue soñaba con el día en que trabajásemos “un máximo de tres horas al día” y en que “el trabajo no sería más que un condimento placentero de la pereza”.
El libro ha vuelto a la actualidad por la reforma de las pensiones. El presidente francés, Emmanuel Macron, ha impuesto por decreto que los franceses se jubilen a los 64 años, en vez de los 62 como ahora. Los franceses se niegan y protestan en las mayores manifestaciones que se han visto en décadas. La discusión entre los partidarios de la reforma (el Gobierno y una parte de la derecha moderada) y los detractores (el resto del espectro político y los sindicatos) previa a la decisión de Macron era muy técnica. Pero puede resumirse en si los franceses deben trabajar más para poder sufragar el sistema público de pensiones. O si, por el contrario, no es necesario forzarles a prolongar la vida laboral (prolongación que, en el caso de algunos oficios, puede resultar dañina para la salud e injusta), porque lo urgente es replantear nuestra obsesión con el trabajo.
Aquí entramos de lleno en Lafargue. Vale la pena citar entero el arranque de El derecho a la pereza. “Una extraña locura posee a las clases obreras de las naciones en las que reina la civilización capitalista. Esta locura provoca miserias individuales y sociales que, desde hace dos siglos, torturan a la triste humanidad. Esta locura es el amor por el trabajo, la pasión moribunda por el trabajo llevada hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su progenitura. En vez de reaccionar contra tal aberración mental, los sacerdotes, los economistas, los moralistas han sacro-santificado el trabajo”.
El filósofo decimonónico atacaba un valor fundamental no solo de esta civilización y del capitalismo, sino del movimiento obrero. Pero hay otra lectura. Porque de lo que trata panfleto no es tanto de la abolición del trabajo, sino del lugar que ocupa en nuestras vidas.
Quizá lo que hizo Lafargue, y lo que están haciendo quienes se oponen a la reforma, es esbozar una reinvención del trabajo: su duración, sus condiciones, su calidad.
Es un debate muy francés. Podríamos remontarnos a las 40 horas semanales y la generalización de las vacaciones pagadas con el Frente Popular en 1936. O las 35 horas semanales en el año 2000 con el primer ministro socialista Lionel Jospin.
Era desconcertante, en la manifestación de París el martes, ver a estudiantes que apenas salían de la adolescencia desgañitándose en contra de la obligación de trabajar dos años más cuando tengan 62. Es fácil caer en la condescendencia al ver un país movilizado casi en bloque en contra de una medida que los países vecinos adoptaron hace años.
Estos franceses… ¿Vagos? Volvamos a los clásicos. Lo que Lafargue lamentaba era lo contrario: la adicción de sus compatriotas al trabajo. Su modelo, o el objeto de sus chanzas, era un país que, a su juicio, todavía no había domesticado su instinto por la vida ociosa: España. Sentenciaba el panfletista: “Para el español, en quien el animal primitivo no se ha atrofiado, el trabajo es la peor de las esclavitudes”. El vago siempre es otro