Dicen que al principio sonaba como un chillido de gato, a otros les parecía una carrera de motos, también que se sentía como un zumbido taponado. Era un rugido. Un silbido feroz. Otis llegó el miércoles a las 00.25 horas con vientos de más de 250 kilómetros por hora y tocó Acapulco como un huracán de categoría cinco. Lo arrasó. Una de las joyas turísticas de México lleva ahora tres días sin electricidad ni suministro de agua, no hay internet, tampoco gasolina. Ya escasea la comida. En uno de los paraísos costeros del país no sirve el dinero, no hay dónde comprar. Todos los supermercados y centros de abastecimiento han sido saqueados. Mientras la emergencia amenaza con hundir Acapulco, el Gobierno ha desplegado al Ejército para tratar de contener el caos.
Los ricos condominios de la Costera Miguel Alemán están pelados y los grandes hoteles parecen cascarón. El famoso destino de playa y sol ya no existe más. Esta vía, una de las principales de Acapulco, que discurre paralela al mar, es ahora el rastro de palmeras tiradas, vidrios reventados, edificios sin cristales ni paredes, es una ruta de escombros. Donde estuvieron las terrazas con música y los restaurantes de mariscos, hoy se alinean los logos de decenas de vehículos oficiales: la Comisión Federal de Electricidad (CFE), la Marina, el Ejército y la Guardia Nacional.
En total, el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha enviado a 13.500 miembros de seguridad y a más de 1.300 electricistas con el mandato de evitar el colapso. Pero es tarde y los trabajos apenas comienzan. Las cifras oficiales refieren 27 muertos y cuatro desaparecidos, un número que no se había actualizado desde el miércoles en la mañana, y que tapa los vacíos de información de la gobernadora de Guerrero, Evelyn Salgado, quien no ha aparecido desde la catástrofe. Las dudas sobre la exactitud de las cifras crecían conforme las patrullas marítimas encuentran cuerpos ahogados y por las 72 horas que muchas colonias y municipios llevan sin acceso ni asistencia. El presidente ha actualizado finalmente el saldo tras el paso del huracán a por lo menos 39 muertos y 10 desparecidos.
Ciudad de errantes
Camina esquivando los postes eléctricos y las señales derribadas de la Costera. Lleva dos garrafas vacías y una botella con agua a la mitad. Jaime Garzón está desesperado: ayer hizo una fila de 12 horas para tratar de conseguir algo de combustible que le permita regresar a Ciudad de México con sus padres, ya mayores. Fue imposible. “Ayer tampoco comimos”, dice casi resignado este cocinero de Pereira (Colombia) que había venido a pasar las vacaciones. Sobrevivieron al huracán en la zona de las escaleras del hotel Mar Azul, ahora devastado, como el 80% de los alojamientos de Acapulco. Mientras él busca cómo salir, dejó a sus padres acompañados de otra botella de agua. Y eso es todo.
El huracán ha convertido Acapulco en una ciudad de errantes. Cientos de personas caminan bajo el sol para buscar agua o algo de comer, para llegar a la terminal de autobuses o para comprobar si su familia sigue viva, porque no funcionan las llamadas. Tampoco hay transporte público y la mayoría de las calles siguen obstaculizadas. Así que en una ciudad de casi un millón de personas, del tamaño de Valencia, en España, o de Austin, en EE UU, la gente solo puede ir caminando. O pidiendo aventón.
Eloína Sevilla es maestra, ella y su esposo se abastecieron bien antes del huracán, pero lleva desde el martes en la noche sin saber de su hermana. Ha salido a las 6 de la mañana para buscarla y ya lleva dos horas con los zapatos embarrados. Le queda todavía la mitad del camino para llegar al otro lado de la bahía. Va a atravesar el parque Papagayo, un emblema natural de la ciudad, que parece que ha sido talado, pasará al lado de filas de dos horas para cargar el celular en los camiones satelitales de las televisoras, verá los trozos que sobresalen de las barcas hundidas en la Marina y a los yates destrozados, a los coches que tratan de escapar de Acapulco sin vidrios, con las ruedas ponchadas.
Este escenario de catástrofe ocurre en la zona de prioridad para el Gobierno. Lo que cuentan los que salen de otros puntos más humildes o de municipios aledaños, como Coyuca de Benítez, es la devastación total. Diane —nombre ficticio— durmió el martes abrazada a su madre en su vivienda con techo de lámina y suelo de madera en Pie de la Cuesta: “Pensábamos que ya nos íbamos a morir”. No pasó y ella sigue llegando a su trabajo, tras una caminata de tres horas, como guardia de la Secretaría de Seguridad Pública a vigilar los centros comerciales. No va armada porque forma parte de la llamada guardia blanca y no hay manera de frenar a las hordas de gente que están saqueando los establecimientos. Ni siquiera lo intenta. En cambio pregunta: “¿Si no hay luz, cómo me van a pagar mi quincena?”.
Los militares patrullan, quitan ramas y desechos, preparan una carpa para repartir mantas y víveres. Pero no hacen nada ante los robos. Tampoco la Guardia Nacional, que ve como salen del Liverpool con refrigerados nuevos al hombro. Mientras la desesperación crece, son otras las preguntas que apremian: ¿fueron cuatro horas suficientes para dar el aviso de desalojo en una ciudad de casi un millón de habitantes ante un huracán de categoría cinco? ¿Cuánto puede aguantar una urbe sin electricidad? ¿Y sin suministro corriente de agua? ¿Ha tomado el Estado el control de Acapulco? ¿Dónde está la gobernadora?
Cae la noche en Guerrero y como un telón la película empeora. La ciudad está colapsada entre los miles que buscan salir, la ayuda que trata de ingresar y los que regresan de Chilpancingo con gasolina y repuestos. Solo hay un camino para todos. Nadie promete seguridad. Se levanta el polvo entre los grandes camiones y el lodo arulla el éxodo. Resuena la frase de Carlos, apoyado en el marco de su casa, abajo el mar y los destrozos: “Hemos vivido el fin del mundo y todavía nos falta”.