Ahora nuestro modelo de pareja es una simulación del noviazgo tradicional: estamos en la era de las situationships

Es un ejercicio de estilo: hablar de parejas ahora implica hacer análisis propios de psicólogos y sociólogos. Incluyen reflexiones sobre la vida en pareja y sus transformaciones a lo largo de los años, muchas veces arremetidas del conservador de turno que quiere explicarnos por qué ya no se tienen hijos —y ¿por qué no? aprovechar para echarle la culpa a la independencia de las mujeres o al temido fantasma del género.

Son discursos trillados, pero, me doy cuenta del aumento entre las generaciones Y y Z de lo que, por ahora y por simplicidad, llamaremos no-parejas. Se ven, se frecuentan, tienen relaciones, quizá sienten algo, pero eso no se transforma nunca en algo más concreto. Si la crisis de las generaciones por debajo de los cuarenta ha puesto el acento en una serie de preguntas existenciales —“¿Hacia dónde voy?”, “¿Quién soy?”— probablemente sea fisiológico que a la precariedad emocional del “yo” le haga eco la de la primera persona del plural. El “yo” se vuelve “nosotros” y entonces: “¿Hacia dónde vamos?”, “¿Quiénes somos nosotros?”. Y, sobre todo, “¿Para qué estamos juntos? ¿Por qué estar juntos?”.

Así nace la era del descompromiso, marcada por el temor —y quizá por la simple falta de ganas— de oficializar una relación que implique responsabilidades, proyectos y constancia.

En un artículo publicado en Cosmopolitan en 2017, la periodista Carina Hsieh acuñó el término situationship. “¡Uy, otra etiqueta más!”, pero en un periodo en el que estamos desorientados, darnos cuenta de que no somos los únicos “desajustados” y, en cambio, formar parte de una comunidad amplia puede ser un consuelo. Hsieh delineó los rasgos de la situationship como un médico que busca llegar a un diagnóstico por eliminación: no es una relación tradicional, no es una amistad con beneficios, no es la aventura de una noche. Ésa es su particularidad: empíricamente sabemos con certeza lo que no es, aunque lo que sí es aún se nos escapa.

Técnicamente se habla de situationship cuando dos personas se ven sin un proyecto a largo plazo y no se identifican como pareja. Al desmenuzar las características de este fenómeno, las diferencias que emergen respecto a otras relaciones pintan un cuadro cada vez más común de lo que sucede hoy.

Si la situationship no es una “amigovia” —porque no parte de una amistad propiamente dicha—, ni una “cosa de una noche” —porque no se basa exclusivamente en el sexo y quienes participan no buscan una experiencia puntual—, hay que reconocer que todo nace como en una relación clásica. Sólo que los sentimientos y las intenciones que nos proyectan no son lo bastante sólidos como para llegar a formar una pareja más estructurada. La cuestión no está en juzgar a priori si la situationship está bien o mal, porque cada historia tiene sus pros y sus contras. Más bien, la pregunta es por qué este tipo de relación está proliferando en estos años.

A menudo la causa es la inestabilidad emocional que pueden propiciar estas situationships, con todas sus consecuencias. En medio de la crisis de soledad mundial, hemos encontrado consuelo en la simple compañía porque no podemos, o no queremos, estar realmente solos. Al mismo tiempo, las presiones sociales que vivimos nos llevan a no querer añadir una responsabilidad más al ya confuso conjunto de nuestras emociones. Las prioridades como pagar la renta, mantener un trabajo precario y poco satisfactorio, la crisis económica, la climática, la humanitaria y las guerras que nos rodean son espadas de Damocles que ya condicionan la vida de jóvenes y adultos. El pensamiento que surge es: “Si todo ya está mal y estoy en apnea, no puedo garantizarle a otra persona compromiso y constancia”.

Además entran en juego otros factores. Comprometerse oficialmente con alguien puede provocar en algunas personas el miedo a perder otras oportunidades. Es una especie de FOMO sentimental y sexual; el deseo de no perder la posibilidad de conocer nuevas personas. A menudo el no querer “conformarse” es un horror vacui de las relaciones, una manera de llenar la propia soledad acumulando relaciones sobre relaciones. Y si bien la situationship puede contemplar la opción de la monogamia, psicológicamente es un vínculo menos enjaulante, como si se dejara una puerta abierta a otra cosa. Es algo indefinido que interiorizamos como libertad, aunque muchas veces sea más bien una excusa para huir de cualquier forma de compromiso.

En algunos casos, el motivo por optar por una situationship es la distancia geográfica o la imposibilidad. O es la falta de voluntad, de esforzarse por encontrarse. Se trata también de una forma de preservar los propios espacios y tiempos, de mantener intactos los equilibrios sin trastocarlos por la entrada de otra persona. Se hablan y se ven cuando les da la gana; no existe el afecto de la amistad con su consiguiente riesgo de desgaste. Todo parece más cómodo y sencillo. Al menos por el momento, porque la situationship, pese a ser un producto potencialmente duradero, tiene fecha de caducidad.

En 2025 cualquiera es, o debería ser, libre de elegir el tipo de relación que se ajuste a sus necesidades, sin el condicionamiento del juicio ajeno. Por eso, así como dos personas que dan lugar a una amistad con beneficios o a una historia de una noche no son superficiales hijos de la amoralidad, también la situationship merece respeto sin prejuicios. Los dos integrantes de la situationship pueden quererse, pero no amarse, y, sin embargo, ese hilo que los une es lo suficientemente significativo como para no relegar la relación a un simple ejercicio sexual, pese a que el sexo sea un componente importante. En primer lugar se debe a una cuestión química: la actividad sexual está estrechamente vinculada a la producción de oxitocina, una neurohormona que nos “engancha” a la otra persona.

La no-pareja podría perfectamente compartir meses o años sin exigir más, sincronizados y con consensos claros. Pero cuando uno de los dos pide más y el otro no puede o no quiere concederlo, o cuando ambos se dan cuenta de que van en un tren sin destino, se entra en una fase frustrante de la relación. Para las historias centradas en el sexo la salida es más simple y no suele causar grandes traumas emocionales. 

En la situationship se instala la costumbre: la presencia del otro es más tangible y pueden surgir culpas. No-pareja cuanto quieras, pero los mecanismos de separación a menudo provocan las mismas fracturas de relaciones “reales”, incluida la dependencia emocional. Por eso existe un error de fondo al hablar de situationships: frecuentemente se las asocia al auge de las apps de citas o a otros métodos de encuentro.

El medio, sin embargo, no determina necesariamente la relación que surgirá. Hay parejas que se conocieron en Tinder y terminaron en matrimonio. Una situationship puede nacer también siguiendo los cánones de las “conocidas tradicionales”. Hoy no tiene sentido evaluar el futuro de una relación —de cualquier tipo— basándose en si nació en una cita, en una cena o por DM de Instagram. Lo que importa es su evolución.

Lo que personalmente me inquieta de las situationships no es la ruptura de los esquemas de la pareja clásica, ni la incapacidad de dar una etiqueta precisa a lo que se vive, sino la alta probabilidad de acabar en un desenlace frustrante y con la sensación de algo incompleto. La situationship suele no ser nada transgresora. Al contrario, se convierte en un “estacionamiento” donde se aplaza todo sin llegar al fondo. Se pospone un sentimiento, aunque se quiera mantener a alguien cerca y se repitan algunas costumbres de las parejas estables, sin tener proyección o concreción.

En su famoso artículo-manifiesto, Carina Hsieh escribió: “Estar en una situationship puede ser lo peor que te hagas a ti mismo”. Puede serlo —no es un absolutismo, es verdad—, pero por naturaleza una situationship no dura eternamente, dado que las prioridades y los objetivos de las personas cambian y “lo que no es” siempre pertenecerá al campo de lo indefinido. Frente al pesimismo de Hsieh, resumible en su frase “Hay pocas cosas en la vida que te pueden hacer sentir tan tonto como llorar por un chico que ni siquiera podrías llamar tu novio”, puede plantearse otra perspectiva, menos drástica.

En la era de la precariedad, de hecho, pueden ocurrirnos experiencias de este tipo y debemos aprender a contextualizarlas: a veces están bien para el momento exacto en que se viven. Se vuelven dañinas cuando se pierde la unidad de intención, a veces incluso alienantes. Esto vale para cualquier relación, incluida la que tenemos con nosotros mismos. Incluso elegir estar solo y apartarse de toda forma de amor no nos inmuniza contra el sufrimiento.

 La situationship es, por tanto, el reflejo de generaciones con miedo al largo plazo. Hsieh habla de “una imitación de las relaciones tradicionales”, pero ésta es, de por sí, la era de la emulación. Tratamos de trabajar como la generación de nuestros padres pero con empleos temporales y mal pagados. Reconstruimos nuestro Mayo del 68, pero el ruido de las plazas no se escucha tras los muros. Tenemos nuestros Vietnam y nuestros Watergate, pero la indignación no atraviesa la pantalla. Como consecuencia, nuestro modelo de pareja se está transformando en la simulación del propio noviazgo. 

No somos una generación menos valiente; simplemente, una sociedad líquida produce relaciones líquidas. Así, ese “We live in a society” trasciende su uso memético y se convierte en la explicación de nuestros miedos, individuales y de pareja. Aceptarlos puede ser el primer paso para vivir la vida, o una relación, en lugar de imitarla.