Aquí hay cinco, pero en realidad son muchos más. Cinco mandamientos sociales, políticos y religiosos con los que se somete a las mujeres y contra los que se rebelan multitud de ellas en el mundo. Han desobedecido y desaprendido lo que les enseñaron sus familias y las sociedades en las que les tocó nacer y han sido capaces de cuestionar lo que se esperaba de ellas.
Una mujer migrante violada a la que no creyeron, pero no paró de protestar hasta que la escucharon. Una joven que dirige una escuela para niñas en la clandestinidad bajo el yugo talibán. Una activista africana empeñada en hablar alto y claro sobre sexo y sobre todo del disfrute. Una chica que huyó de su padrastro en Bombay para no acabar casada a la fuerza y no verse obligada a dejar de estudiar. Una comercial chilena a la que su jefe le recomendó ponerse ropa ajustada y declaró la guerra a la violencia estética. Son voces de mujeres de países lejanos, pero su lucha es mucho más universal de lo que parece. ¿Quién no se siente interpelada?
No protestarás
“Si hablas de esto, pensarán que eres una puta’, me dijo mi agresor”, Ana, Guatemala.
“No había sido tan vulnerable ni había estado tan indefensa como en aquellos días, y él lo sabía”. Ana, que prefiere no revelar si este es su nombre verdadero, se dibujó como una muñeca en el cómic en el que narra con imágenes lo que no podía expresar con palabras: las violaciones a las que asegura que la sometió su antiguo profesor S. M. desde que se vio obligada a huir a Madrid. Había sido testigo en Ciudad de Guatemala de “un asesinato de alto impacto”, el del artista activista Víctor Leiva, un crimen que removió todos los cimientos de una vida que transcurría entre la Facultad de Arquitectura, la escuela de danza y la lectura de libros con los que “quería cambiar el mundo”.
Aquel asesinato desencadenó todas las violencias que ha sufrido Ana desde entonces: la de quienes quisieron matarla y la obligaron a abandonar su país, la de quien la acogió en España y la violó repetidamente, la de las instituciones que no creyeron en su testimonio y la del feminismo hegemónico que le robó su relato. Pero ni el crimen ni todas las violencias que vinieron después lograron callar a Ana: es la primera mujer en España que puso sobre la mesa el concepto de la credibilidad de la víctima en una violación, con la campaña #YoTeCreo, en 2016, dos años antes de la primera sentencia que condenó a los miembros de La Manada por la violación de los Sanfermines.
“Era el 2 de febrero de 2011. Iba a un centro de arte urbano, Trasciende, y había conocido a este chico, que estaba siendo perseguido, pero yo no lo sabía”, cuenta Ana, en la primera entrevista que concede a un medio de comunicación. La organización a la que pertenecía Leiva, Caja Lúdica, trabajaba con chicos que habían salido de las maras y, por eso, “estaba en la mira de los escuadrones de la muerte en Guatemala”, explica Adilia de las Mercedes, jurista e investigadora del feminicidio y violencia sexual y directora de la Asociación de Mujeres de Guatemala (AMG), que ha acompañado a Ana desde que decidió no callarse ante el hombre “que había decidido romperla emocional y físicamente”.
Ana conocía bien a su agresor porque había sido su profesor de teatro en la universidad. Era, además, la persona en quien más confiaba cuando llegó a España, apenas un mes después, precisamente un 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer. “Nunca supimos por qué nadie, ni en Guatemala ni en España, lo investigó, pero él apareció en la escena del crimen, matan a Víctor y aparece él”, apunta Adilia de las Mercedes. S. M., con nacionalidad guatemalteca y española, llegó a España antes que Ana, —“dijo que por si le relacionaba con el crimen”—, y la recibió en el aeropuerto. Ella tenía entonces 23 años.
“Dije que no. Siempre dije que no: lo expresé con palabras, con forcejeos, con llantos. Pero él no paró. Así que, en algún momento, simplemente, mi ánimo se quebró y mi voz se ahogó. Para él fue una victoria y ya no hubo límites”, narra Ana en un relato que escribió años después de su violación y primera “experiencia sexual”. “Me obligó a llamarle ‘amo’ y a repetir que yo era ‘su puta’. No cumplir sus órdenes conllevaba un castigo. Me hizo ver porno para aprender a practicarle felaciones. Ató un cinturón alrededor de mi cuello, me hizo andar a cuatro patas, desnuda, y mirarme al espejo para reconocerme como ‘su perra”.
La aisló. “Custodiaba su dinero y controlaba” con quién se relacionaba. Y quiso obligarla a callar: “Si hablas de esto, de mí ya saben que soy un libertino, pero de ti todo el mundo pensará que eres eso, una puta”, le dijo. Y durante tres años sintió “tanta vergüenza” de sí misma que calló. Hasta que su silencio fue incontenible. “Lo que no fui capaz de expresar con palabras, lo dibujé”, cuenta Ana.
La Asociación de Mujeres de Guatemala había estado colaborando desde la diáspora en un caso de esclavitud sexual cometido durante la guerra civil guatemalteca (1960-1996), el de las violaciones contra mujeres mayas en un destacamento militar de Sepur Zarco, entre 1982 y 1983. “Trabajamos en un peritaje sobre estándares internacionales de credibilidad de las víctimas de violencia”, explica Adilia de las Mercedes. Coincidió con el momento en el que Ana se decidió a denunciar a su agresor, con el apoyo de AMG, en 2016, tres años después de que terminaran las violaciones. Su credibilidad era crucial para ganar su caso, pero las forenses interpretaron la gestualidad de Ana, que a veces no puede ocultar una risa nerviosa, como una prueba de falta de credibilidad.
“No tienen en cuenta a las víctimas de otros orígenes nacionales y las forenses quisieron encajarla en el marco de un desarrollo psicosocial en España”, protesta la abogada, que critica que se enfocaran únicamente en la violencia sexual sin entender que su primera condición era de refugiada, lo que la colocaba en una situación de “extrema vulnerabilidad”. “Ana no coincidió con el estereotipo conocidísimo de la víctima ideal, una mujer devastada, llorando de la mañana a la noche”, ni con el de mujer sin estudios y menor de edad. “Lo primero que hay que entender de las víctimas de violencia sexual es que la memoria se fragmenta para que puedan seguir viviendo”, algo que los estándares internacionales consideran como un signo de credibilidad, explica la jurista en alusión a la forma que encontró Ana de representar su agresión, mediante escenas inconexas dibujadas en cuadernos.
El caso fue archivado y Ana no tuvo “fuerzas” para recurrir. “Nuestra intención fue muy humilde al inicio, la de reafirmar que nosotras la creemos y la arropamos”, cuenta Adilia de las Mercedes, que ideó junto con sus compañeras de la asociación la exitosa campaña #YoTeCreo, con un portal web en el que publicaron el cómic de Ana y desde donde pidieron a los ciudadanos que mandaran fotos con el hashtag. La campaña tuvo un gran impacto en la prensa española y, cuando el 26 de abril de 2018 se conoció la sentencia de la Audiencia Provincial de Navarra sobre los violadores de La Manada, “todo estaba ya sembrado” en los círculos feministas: en las pancartas de las primeras manifestaciones comenzó a aparecer el lema de la campaña de Ana, #YoTeCreo, que mutó en “hermana, yo te creo”.
“El feminismo blanco es una pesada losa que borró completamente la historia y el legado de Ana”, protesta la abogada, que lamenta “que Ana no ha sido nunca hermana porque hermana para las españolas es la víctima española”, olvidando cómo las mujeres migrantes contribuyen a construir el país. Ni las instituciones, ni los medios ni la opinión pública recuerdan a Ana.
Sin embargo, aunque no la recuerden, sin su caso no se hubiera producido la revolución que ha situado el consentimiento en el centro del debate de la libertad sexual. Ana ya no se dibuja como “una muñeca”. Es otra persona. La mujer que quería cambiar el mundo ha cambiado y también “lo cambió todo”.
No existirás
“Nos cerraron las puertas de las aulas, pero nunca podrán impedir que sigamos estudiando”, Marzia A., Afganistán.
Marzia A. tiene 22 años, vive en Kabul, era alumna de Medicina y trabaja como comadrona a tiempo parcial en un hospital. Para la mayoría de gente que la rodea, esta es su vida. Lo que no saben es que su existencia cobra sentido cuando sale de la clínica y se dirige a una casa de la capital afgana donde ella misma creó hace meses una escuela clandestina para decenas de niñas privadas de educación por los talibanes.
“Todo empezó porque mi hermana pequeña tuvo que dejar de ir a clase por orden del Gobierno, mientras que mi hermano sí podía seguir estudiando. Comenzamos a darle clases en casa. Ella llamó a varias amigas y vecinas, rápidamente eran decenas de niñas y decidimos alquilar un lugar”, explica. Marzia sonríe al recordarlo, al otro lado de la pantalla. Su rostro aniñado choca a menudo con su tono firme y su discurso impregnado de zozobra. Son las siete de la tarde en Kabul y ya ha caído la noche. En su casa, donde vive con su madre y varios de sus 10 hermanos y hermanas, no hay electricidad y una pequeña lámpara solar ilumina su rostro y las paredes desnudas y descascaradas.
Afganistán es el único país del mundo donde un Gobierno veta la educación a todas las mujeres de más de 12 años. En zonas especialmente conservadoras, donde ni siquiera existen escuelas femeninas de primaria, en la práctica se prohíbe a todas las niñas ir al colegio, independientemente de su edad. Según la Unesco, “actualmente, el 80% (2,5 millones de personas) de las niñas y jóvenes en edad escolar” no pueden acudir a los centros de enseñanza secundaria y ni a la universidad. En los últimos 20 años, las afganas sí habían podido acceder, con restricciones, a la educación y al mundo laboral. Esta ventana al mundo se cerró con el retorno de los talibanes al poder en agosto de 2021. Ante la inacción de la comunidad internacional, hay personas dentro del país que batallan por seguir educando a las niñas de manera clandestina, con todos los peligros que eso implica.
“No escribas que es una escuela ilegal, es secreta. Nos cerraron las puertas de las aulas, pero nunca podrán impedir que sigamos estudiando. Aprender nunca podrá ser ilegal, es nuestro derecho y nuestra resistencia. No salimos a la calle a protestar, pero seguimos en pie y no hemos desaparecido”, insiste Marzia.
Su escuela funciona 10 horas al día de sábado a jueves gracias a una docena de profesoras voluntarias. Desde fuera, parece una vivienda más, pero en sus tres pequeñas habitaciones las niñas se sientan cada día en el suelo, muy pegadas unas de otras, y escuchan. No hay mesas, ni pizarras ni libros de texto. La familia de Marzia es conocida en el barrio y los vecinos han decidido callar y no denunciar lo que pasa dentro de la casa. “Nos ayudan y nos avisan si hay talibanes cerca”, explica la joven.
Y si los talibanes llaman a la puerta, como ya ha sucedido, una mujer adulta sale a explicar que es un centro de oración o de estudio del Corán para niñas. Por ahora han creído su historia y no han puesto un pie dentro de la casa, pero un miedo difícil de imaginar a miles de kilómetros de distancia las acecha cada día. “Las normas son que las alumnas no pueden traer ni libros ni cuadernos y no pueden hablar con nadie de lo que están haciendo aquí”, enumera Marzia. La casa tiene también una sala subterránea, con una entrada que pasa desapercibida, en la que esta joven profesora desea poder ofrecer pronto clases online para universitarias, gracias a acuerdos con facultades extranjeras. Lo que empezó como un plan improvisado y pasajero se ha afianzado y la escuela ya tiene nombre: GLORY, acrónimo del Genious Learning Organization for Remarkable Youths (Organización de aprendizaje ingenioso para jóvenes extraordinarias).
Marzia y el resto de las maestras, con la ayuda de algunas familias, pagan con sus salarios el alquiler de la casa y el poco material escolar que necesitan. Cuando esta primera escuela clandestina se quedó pequeña, decidieron abrir otra en un barrio más alejado, que comenzó a recibir niñas en diciembre de 2022, justo cuando los talibanes prohibieron a las mujeres ir a la universidad. “En total, unas 1.000 alumnas. Una gota en el mar comparado con el número de niñas que no pueden estudiar”, asegura esta joven, que pertenece a la minoría chií hazara, muy perseguida desde hace décadas en el país.
Inglés, arte, dibujo, pastún… Las jornadas en esta escuela tan particular están organizadas como en un colegio normal, hay exámenes y hasta se entregan diplomas para motivar a las alumnas, aunque no tengan ninguna validez.
“Hace tres noches que no duermo, estoy pasando miedo”, confiesa Marzia, temblorosa. “En la zona de nuestra nueva escuela en Kabul han aumentado los controles, hay vecinos que no nos quieren allá y parece que han hablado con los talibanes. Si vienen, nos van a detener a todas. Y eso es peor que la muerte: nos van a torturar, a violar…”, teme.
La joven maestra ya recibe ataques diarios por su defensa de los derechos humanos en las redes sociales. Sufre amenazas por internet, la llaman por teléfono por la noche para decirle que la van a encontrar y matar, y hace poco un hombre la intentó apuñalar en la calle, aunque logró huir. Pese a todo, Marzia sigue estudiando online por las noches y, aunque ha recibido propuestas para seguir formándose en el extranjero, no quiere abandonar Afganistán, de donde no ha salido desde que nació. “Me juego la vida cada día, pero no voy a parar. Esta escuela es un mensaje de esperanza. Si las niñas reciben una educación cuando sean madres no dejarán que sus hijos se radicalicen y tampoco estarán sometidas a sus maridos. Los talibanes tienen miedo de las mujeres formadas porque nuestro impacto en la sociedad puede ser enorme”.
No gozarás
“Hay hombres en internet diciendo cosas como que el orgasmo o la eyaculación femeninas no existen”, Tiffany Kagure Mugo, Sudáfrica
La ghanesa Nana Darkoa Sekyiamah (45 años) no recuerda cuándo experimentó su primer orgasmo, pero sí cuándo mantuvo su primera conversación sin tapujos sobre sexo. Fue el día que celebraba su 30 cumpleaños. La combinación de vacaciones en la playa, la compañía adecuada y unos cócteles hizo su magia. “Personas sin prejuicios estábamos compartiendo nuestros deseos, experiencias y fantasías. Pensé ¿cómo es que no he tenido este tipo de charla antes?”. No se sintió juzgada. Fue liberador.
En aquel viaje, se quitó el peso de los prejuicios y las burlas. Ni mojigata porque en sus 20 no mantenía relaciones con hombre alguno, ni viciosa por experimentar con otras niñas en el colegio. Ni el sexo es sinónimo de “riesgo”, como siempre le habían dicho —a quedarse embarazada, de contraer enfermedades—, ni está reservado a las mujeres casadas y heterosexuales.
Después de aquella revelación, Nana no quería dejar de hablar de sexo “en positivo” nunca más y planeaba escribir un blog. Ambos propósitos confluyeron y dieron origen, en 2009, a Adventures from the Bedrooms of African Women (Aventuras desde las habitaciones de mujeres africanas), que creó junto a su amiga Malaka Grant para que otras también compartieran sus historias más íntimas sin reservas. Una liberación colectiva de ataduras sociales. El espacio se ha convertido en uno de los más brillantes y galardonados proyectos en el continente africano, contracorriente del discurso dominante: el sexo es malo, dañino, exclusivamente heterosexual, para gozo y alivio del varón.
“Las mujeres somos educadas para pensar en negativo sobre el sexo. Se nos dice que es para el placer del hombre”. Un relato además plagado de advertencias y mitos que excluye la satisfacción femenina y que ella todavía está en proceso de desaprender. “Esto es, en realidad, en gran medida una construcción colonial. Parte de la investigación para mi próximo libro está buscando formas precoloniales de transmisión de conocimientos en torno a la sexualidad. Y está muy claro que eran más abiertos”. Nana ya prepara su segundo título, después de haber publicado La vida sexual de las mujeres africanas en Reino Unido (Dialogue books) y Estados Unidos (Astra House), lo que ha dado proyección internacional a su mensaje.
Su vida sexual ha mejorado “absolutamente” desde que inició su propia exploración. “Creo que los hombres también necesitan preocuparse más por el placer de las mujeres. Como sabemos, un montón de mujeres experimentan orgasmos principalmente a través de su clítoris, y si solo se concentran en relaciones de penes y vaginas, muchas no experimentarán ese placer nunca”.
“El placer sexual sigue ligado al tabú y la vergüenza, y permanece estigmatizado y silenciado dentro de los discursos públicos y las discusiones privadas”, confirma Kylia Marais en su investigación Calls for Pleasure: how African feminists are challenging and unsilencing women’s sexualities (Llamada al placer: cómo las feministas africanas cuestionan y hablan de la sexualidad de las mujeres). Aunque la sexualidad femenina “se ha estudiado ampliamente en el Norte Global, el placer sexual sigue sin estudiarse lo suficiente, especialmente en contextos africanos donde las sexualidades femeninas siguen estando mal representadas a través de lentes coloniales”, opina la experta sudafricana.
La bloguera y escritora ghanesa no se arroga el mérito. Su reivindicación del placer femenino no es nueva, otras la precedieron, otras comparten hoy su propósito, pero en realidad han sido sus aventuras las que han prendido la mecha en los círculos de la élite feminista del continente hasta encender los dormitorios de las africanas. Y allí, Nana no está sola. Mujeres como las sudafricanas Tlaleng Mofokeng, autora de Una guía de salud sexual y placer, o Tiffany Kagure Mugo, fundadora de HOLAAfrica, un portal sobre sexualidad inclusiva, son algunas de las impulsoras de esa nueva ola feminista que ha convertido la búsqueda de la satisfacción en una fuente de la que emana una emancipación femenina completa.
“Las mujeres africanas somos socializadas en torno a la idea de cómo nuestros cuerpos pueden ser usados. Nos preparan para ser buenas amas de casa, madres y esposas. No hay espacio para hablar sobre el placer”, razona Kagure. Hasta las reuniones tupper sex en Zambia se han convertido en una lección de técnicas para complacer a los maridos, lamenta. “Incluso en los espacios feministas del continente, se dice que las mujeres africanas tienen cosas más importantes en las que pensar”.
Frente a ese activismo feminista segmentado, muchas veces liderado por organizaciones internacionales, enfocado en las grandes luchas como frenar la mutilación genital femenina, el VIH o los embarazos adolescentes, Kagure quiere hablar de placer como un aglutinador de todas las batallas. “El sexo y el placer no se pueden separar de la idea de la autonomía corporal de las mujeres, que tiene que ver con el consentimiento más básico. No es una conversación distinta. No es sólo la conversación sexy que tenemos con unas copas de vino”. Un buen ejemplo lo encuentra en la ablación. “Es salvaje. Se basa en la idea de que, si no se corta el clítoris, la mujer se pasará el día jugando consigo misma y se distraerá de ser buena madre y esposa, por lo que hay arrebatarle el placer de su cuerpo para asegurarse”.
Pese a las resistencias, Kagure empieza a ver cambios. “No voy a mentir, la marea contra la que estamos empujando es enorme”. Ríe al mencionar que Facebook ha cancelado su cuenta 15 días por los contenidos que difunde, pero se toma muy en serio su batalla contra la desinformación. “Hay hombres en internet diciendo cosas como que el orgasmo o la eyaculación femeninas no existen. Que el placer y el clítoris son inventos del feminismo. Y no estamos en 1964, sino en 2023″. Sus armas son su página web, sus podcasts, sus libros, sus conferencias. “Me encantan las historias y creo en su poder. Por eso creé HOLAAfrica, para que la gente pudiera contar las suyas. Pero contenían muchas incorrecciones, así que empecé a publicar material didáctico: desde cómo actuar en una primera cita a como realizar una felación”. Dos charlas Ted, la nutrida audiencia de sus programas y la publicación de dos títulos son su prueba de que está transformando el continente. “Aunque suene engreída como un hombre blanco por decirlo”.
Quiere para todas, el cambio que ha experimentado en carne propia. “Mi vida ha mejorado. Y no solo en habilidades sexuales, sino en cuanto a la comprensión de dónde me encuentro”. Tal es su autoconocimiento que ha aprendido a escuchar su cuerpo, que le ha dicho que pare: “Si no quiero tener sexo, aunque esté en una relación larga, es mi prerrogativa. Y me he tomado un año sabático de trabajo. Te lo recomiendo”.
No decidirás
“De haberme casado, ya sería madre de por lo menos tres hijos, mi esposo me habría golpeado a mí y a ellos, y luego me habría dejado”, Aaradhya, India.
“Él cree que las niñas no deben estudiar, y que es mejor que vivan en casa de su esposo”. Así describe Aaradhya (nombre ficticio), que tiene 20 años y vive en Bombay, India, a su padrastro, que está empeñado en casarla desde que cumplió los 14. “Pero yo tengo otros planes. Quiero completar mis estudios universitarios, hacer un máster y convertirme en una trabajadora social fuerte e independiente”, sostiene, vigorosa, la joven, que hace unos meses se mudó a una casa de acogida. Lleva años huyendo, entre otras cosas, del matrimonio infantil, una de las injusticias más dramáticas de las sociedades en las que se priva a las mujeres de decidir.
“Desde que terminé décimo curso [14-15 años], mi padrastro lleva a potenciales novios a casa siempre que puede”, expone Aaradhya. “No podía soportar más la situación, también porque no hay día que mi padrastro no golpee, maltrate o amenace a mi madre, y el año pasado los dejé, a ellos y a mis dos hermanas y hermano pequeños, e ingresé en el centro Udaan. Un lugar seguro para mí donde puedo vivir una vida independiente”, dice, claramente agradecida. Con su familia, vivía en el Barrio de las Luces Rojas, conocido por la prostitución, pues su madre es víctima de la trata.
Aaradhya es muy consciente de su “suerte” al haber podido decidir sobre su vida. Las cifras del matrimonio infantil dan escalofríos: 12 millones de niñas se casan cada año en el mundo. Es decir, 23 cada minuto, según Girls Not Brides, la Asociación Mundial para Acabar con el Matrimonio Infantil. “En nuestra cultura, una niña debe casarse a los 12, 13 o 14 años. Debe casarse, tener hijos y cuidar de la familia”, lamenta la joven. El Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA, por sus siglas en inglés) calcula que una de cada cinco niñas está casada o en pareja antes de cumplir los 18 años. En los países menos desarrollados, esta cifra se duplica, con el 36% de las niñas enlazadas antes de la mayoría de edad y el 10% emparejadas antes de cumplir los 15.
Estas niñas, que se convierten en esposas —y madres— demasiado pronto, son más vulnerables a sufrir violencia sexual, a experimentar complicaciones en el embarazo y el parto (principal causa de mortalidad de las niñas de 15 a 18 años en los países en desarrollo), y a contraer VIH, según Girls Not Brides. Además, cuando una niña se casa, a menudo se espera que abandone la escuela para ocuparse del hogar, los hijos y la familia. “De haberme casado, ya sería madre de por lo menos tres hijos, mi esposo me habría golpeado a mí y a ellos, y luego me habría dejado. Y como no tendría ni dinero ni educación, terminaría en el mismo barrio que mi madre, siendo víctima de la trata”, sintetiza Aaradhya, estremecida solo de imaginarse la que podría haber sido su vida de no haberse topado con la ONG Sonrisas de Bombay. A su madre, cuenta, la casaron con siete años con su padre, que la golpeaba y la torturaba. Después la dejó, y ella se trasladó de Calcuta a Bombay, donde no le quedó más remedio que recurrir a la prostitución. Allí conoció a su padrastro, al que no deja, aunque también la maltrata, por la seguridad de sus hijos.
El matrimonio infantil, aclaran desde Equality Now, ONG que aboga por la protección y promoción de los derechos humanos de las mujeres y las niñas, tiene su origen en una arraigada desigualdad de género y el bajo valor dado a las niñas, una situación que se ve agravada por la pobreza, la falta de educación y la inseguridad. “Las chicas tenemos el mismo derecho a tener sueños al igual que todas las demás personas del mundo. No pueden matar nuestros sueños como si nada”, objeta Aaradhya, que ahora está realizando sus estudios superiores en el Colegio Wilson, una de las universidades más antiguas de la India.
“¿Qué cuáles son mis ambiciones? Quiero cambiar mi futuro y el de mi familia, y estoy dispuesta a trabajar duro para ello. Quiero completar mi educación para ser una buena trabajadora social. Quiero ayudar a otras chicas como yo, que están desamparadas y quieren estudiar. Quiero mostrarle a mi familia que las niñas pueden hacer cualquier cosa, que no hay nada que una chica no pueda hacer”.
No desagradarás
“Es muy injusto que mi jefe vincule mi belleza con mi valor en el trabajo”, Tamara, Chile.
Hace solo un par de meses, Tamara (Santiago de Chile, 28 años) tuvo que enfrentarse a uno de los momentos más incómodos de su vida: su jefe le “recomendó” usar ropa ajustada para ir a cerrar negocios con los clientes. “Me dijo que ya no estaba tan guapa como antes y que lo mejor era empezar a usar ropa apretada”, recuerda. Ella es jefa del área comercial de una empresa de importaciones de textil desde hace cinco años y tiene bajo su cargo a todo un grupo de mujeres que son su apoyo para hacerle frente a este acoso que vive en el trabajo. ONU Mujeres, junto con la Organización Internacional del Trabajo, alertan de que la “hipersexualización de las mujeres alimenta la idea de que no son sujetos de derechos sino objetos para el consumo masculino” y aclara que esto refuerza los mandatos sociales sobre sus cuerpos.
“Ese día llegué a mi casa y me puse a llorar. Me sentí violentada, invadida, yo no le pedí su opinión y es muy injusto que mi jefe vincule mi belleza con mi valor en el trabajo”, cuenta. Coincide con ella la psicopedagoga Gabriela Galleguillos (Santiago de Chile, 37 años), quien ha tenido que lidiar con comentarios que iban desde las groserías, como “los gordos me dan asco”, hasta los políticamente correctos sobre que su peso era “un peligro” para su salud, concreta. Y aclara que, de cualquier manera, estos mensajes le comunicaban que “su cuerpo no era correcto”.
Galleguillos era una niña de ocho años cuando empezó a subir de peso, un hecho que le hizo sentirse excluida. “Tenía que usar ropa para mujeres adultas… ropa fea, no podía elegir y yo quería verme como todas mis amigas, como una niña”. Después empezó el miedo al rechazo, el aislamiento y finalmente dejó de hacer actividades que le gustaban para evitar mostrar su cuerpo. Pero su vida dio un giro de tuerca, cuando a sus 35 años notó que su sobrina pequeña empezó a sentir inseguridades con su aspecto. “Entonces decidí que esto debía terminar”.
Tanto Galleguillos como Tamara reconocen que se han sentido criticadas y juzgadas por su apariencia física desde la infancia. “A mí no me gustaba mi color de piel, porque mis compañeros de clase me decían que parecía indígena. Empecé a utilizar maquillaje con un tono más claro al mío”, reflexiona Tamara.
Javiera Menchaca es voluntaria del área de estudios del colectivo la Rebelión del Cuerpo desde hace cuatro años, una organización de la que Galleguillos y Tamara también son parte, y que dedica su trabajo a sensibilizar y denunciar el impacto de los roles y estereotipos de género en la construcción de la identidad de las mujeres. “Esta es una sociedad que se lucra con nuestra inseguridad. Nos venden cremas y tratamientos para bajar de peso, para quitar la celulitis. Entonces nos dimos cuenta de que la inconformidad con nuestro cuerpo no es algo superficial ni banal, es un problema colectivo y político”, explica la socióloga.
Este bombardeo de estereotipos y cánones de belleza, que presionan a las mujeres a responder a ellos y las discrimina si no cumplen con esta expectativa, es lo que la socióloga Esther Pineda define como violencia estética. “Se caracteriza por ser sexista, racista, gordofóbica y gerontofóbica porque exige feminidad, blanquitud, delgadez y juventud”, zanja la investigadora, en entrevista con este diario. Y aclara que esta problemática se ha mantenido vigente en el tiempo, “porque ha sido tradicionalmente desestimada y abandonada”. Ella misma ha vivido rechazo por su identidad negra y latinoamericana. “Cuando comencé a interactuar en espacios comunitarios, escolares y en el espacio público se me repetía que era fea, porque era negra, porque tenía la nariz redonda, los labios grandes, por el cabello rizado. Pero me di cuenta de que esto mismo les sucedía a muchas más mujeres”, relata.
La violencia estética comienza en la infancia. “En la escuela unas niñas me decían que tenía una cara muy fea, que me maquillara. Les hice caso y me vestía como me recomendaban”, dice con tan solo 10 años Dominique de la Fuente. Julieta Rojas, de 11, asegura que ha sentido presión por parte de sus amigas. “Querían que me pintase las uñas o el pelo, y eso me hacía sentir muy mal”. Ambas son miembros de la Red Niñez Valiente, un espacio creado para fortalecer el encuentro y aprendizaje de niñas y jóvenes de Chile, entre 7 y 18 años. “Si supieran cómo nos sentimos las mujeres por dentro, cambiaría el trato que nos dan”, concluye De la Fuente. En 2021, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) advirtió de que, a escala mundial, el 15,3% de estudiantes que han sufrido acoso “refieren que son objeto de burlas por la apariencia de su cuerpo o su cara”, y que son las niñas las más propensas a sufrirlas.
“Nuestro as en la manga es el pensamiento crítico. Queremos que nuestras niñas sean lideresas, porque nuestro objetivo es hacerle frente a esos estereotipos que intentan alejarnos de los espacios públicos y de la toma de nuestro propio poder”, dice Carla Ljubetic, directora de la Fundación Niñas Valientes. Según concreta, “a los cuatro años de edad estos cánones de belleza ya se instalan en las mentes de las niñas”, en donde se les impone el uso de faldas, pendientes o trajes de princesa. “La educación tiene ese poder tansformador para impedir que esto se siga reproduciendo”, finaliza.