La responsabilidad que cargarán las espaldas de Claudia Sheinbaum es descomunal. Tomará posesión el 1 de octubre como presidenta de México con 62 años de edad, un doctorado en Física, 15 años de experiencia en la alta administración pública, una vida asociada a las causas progresistas y una confianza absoluta en la ética, el trabajo, la razón y la ciencia como las claves para afrontar los problemas del país.
Necesitará de eso y mucho más. En más de un sentido, ningún presidente de la historia moderna de México ha recibido la banda presidencial con tantos desafíos. A estas alturas, el hecho de ser la primera presidenta mujer parecería la menor de las dificultades, y no es poca cosa en un país de tan arraigada misoginia como el nuestro. Los votantes están convencidos de que México necesita una “alternancia de género” y lo demuestra el hecho de que dos mujeres terminaron disputando la presidencia. Pero habrá que ver si los poderes fácticos, esencialmente encabezados por hombres, coinciden con los ciudadanos. Los generales, los líderes sindicales, las dirigencias de los partidos, los gerentes de las cámaras empresariales, los dueños del dinero, los barones de la prensa, la mayor parte de la clase política y las élites en general no solo son varones, operan culturalmente con códigos patriarcales.
Pero el principal desafío de Sheinbaum no reside en ser la primera mujer que presida Palacio Nacional, sino ser el relevo de un presidente como Andrés Manuel López Obrador. Primero, porque su liderazgo fue tan dominante, en el caso de las filas de Morena incluso asfixiante, que la mayor parte de los actores políticos contemplan el cambio como una posibilidad de recuperar o ampliar sus márgenes de maniobra. Todos ellos pondrán a prueba a la nueva presidenta, incluso los gobernadores de su propio partido urgidos de retomar su autonomía, ya no digamos los generales desacostumbrados a la subordinación a la que fueron sometidos en el sexenio. Pero igual habría sido si el relevo se hubiese llamado Claudio, Pedro o Miguel.
Segundo, por la dificultad que entraña ser heredera de una fuerza política construida en torno a un liderazgo personal. Claudia Sheinbaum será presidenta gracias a la fuerza y apoyo popular que goza el obradorismo. El bastón de mando ha sido entregado en sus manos, pero no así el carisma ni la popularidad, obviamente intransferibles. López Obrador es un fenómeno político y mediático singular en la historia del país. Consiguió amalgamar a las tribus y fuerzas más disímbolas de la izquierda y a exmiembros del antiguo régimen, pero sobre todo generó una relación personal, emocional y directa con los sectores populares de manera masiva. Sostener la legitimidad y el control sobre ese activo político será un reto mayúsculo.
Y tercero, no es cualquier sexenio. México se encuentra en la encrucijada de dos proyectos de país: uno impulsado por la mayoría de los votantes y los sectores populares y representado por el Poder Ejecutivo, ahora en manos de Sheinbaum, pero el otro, sostenido por buena parte del status quo, es ajeno u opuesto a muchos de los cambios que tal movimiento pretende. López Obrador introdujo cambios sustanciales con una peculiar mezcla de convencimiento y habilidad política, pero también de empellones y mordiscos. Entrar al relevo en medio de esa contienda no será fácil.
A todos estos desafíos —y hay otros, uno de los cuales, la perspectiva de un regreso de Donald Trump, no es el menor—, Claudia Sheinbaum opondrá la fuerza del movimiento (a condición de mantenerlo vivo), el peso del presidencialismo y una personalidad que muchos de los mexicanos están por descubrir.
¿Quién es ella?
Quienes asumen que Claudia Sheinbaum es un personaje de papel y potencial títere de López Obrador simplemente no la conocen. Sin duda es el delfín del líder y discípula en muchos sentidos, pero por trayectoria y manera de estar frente al mundo no podían ser más diferentes.
Sheinbaum es nieta, por los cuatro costados, de judíos europeos llegados a México hace algunas décadas, aunque su familia nunca ha sido practicante. Creció en un hogar de clase media intelectual del sur de la Ciudad de México, madre bióloga y profesora universitaria, padre químico y pequeño empresario. Sin ser militantes, ambos comulgaron con causas progresistas de diversa índole. La joven se desenvolvió entre clases de ballet, escuelas de educación activa, música de protesta, peñas universitarias y lecturas del bum latinoamericano. Su madre participó, como profesora, en las marchas estudiantiles del 68 y la niña recuerda haberla acompañado a llevar comida a la cárcel a maestros detenidos. Al salir de la adolescencia tenía claro que lo suyo eran las matemáticas y la física y se integró al mundo que gravita en torno a la UNAM, del cual en cierta forma nunca ha salido.
La rápida secuencia de licenciatura, maestría y doctorado en física parecía destinarla a una vida enclaustrada en la ciencia y en la investigación en temas de medioambiente. Y lo fue: la mayor parte de su actividad profesional ha transcurrido en la vida académica, casi dos décadas. Y tampoco es que remita a un pasado lejano. Tras su desempeño como secretaria de Medio Ambiente en el Gobierno de López Obrador de la Ciudad de México (2000-2006), durante los siguientes nueve años ella regresó a la investigación y la consultoría internacional en materia de medición y previsión de la contaminación urbana y formó parte de un equipo que obtuvo el premio Nobel. Con casi cuatro años en California y estudios en Berkeley, su inglés es más fluido que el de los últimos cuatro presidentes.
Contra lo que se piensa, Sheinbaum nunca ha pertenecido a las tribus de la izquierda orgánica, al activismo político o la militancia radical. La política siempre ha formado parte de su vida, pero a diferencia de López Obrador no fue el motor de su biografía. Sin embargo, una y otra vez ha tocado a su puerta. Durante las protestas estudiantiles en contra del proyecto de reformas conservadoras del rector Carpizo en los ochenta, fue elegida representante de su escuela. Aunque muy joven y menuda era una estudiante nerd y de posiciones firmes. Fue su primera incursión protagónica en asambleas, movilizaciones y debates. Ahí conoció a Carlos Ímaz, joven profesor de Ciencias Políticas y uno de los dirigentes de ese movimiento. Poco después contrajeron matrimonio, tendrían una hija además del hijo previo de Carlos, a quien Claudia asumiría como propio. Con el tiempo, Carlos se convertiría en una de las cabezas del PRD capitalino (se divorciaron casi 20 años más tarde). Sin embargo, este contacto cotidiano con la política no distrae a Claudia de su leitmotiv, la creación y puesta en marcha de modelos para medir y prevenir la contaminación.
Fue esta la razón por la cual entró en la administración pública. En 2000, cuando López Obrador organizaba su gabinete para gobernar en la capital, alguien le recomendó a la joven, entonces de 38 años, para la cartera de temas ambientales. Al entonces Peje le bastaron 15 minutos de entrevista; además de ser una autoridad en la materia, sus credenciales políticas eran impecables. Con todo, constituía una recién llegada al equipo obradorista, buena parte de sus integrantes acompañaban al tabasqueño desde años antes. López Obrador percibió muy pronto que su colaboradora tenía aversión a “la grilla”, cumplía a cabalidad con toda responsabilidad asumida y hablaba solamente de lo que sabía. El Jefe se acostumbró a pedir su opinión sobre otros temas y a confiarle cargos adicionales con la confianza de que era alguien que resolvía lo que prometía. Un rasgo que podría definirla en términos profesionales: resuelve. Cuando López Obrador decidió construir los segundos pisos del periférico asignó su tarea a la todavía joven funcionaria.
Durante el “exilio interno”, tras la derrota en 2006, primer intento para conquistar la presidencia por parte de López Obrador, ella se mantuvo vinculada al prolongado proceso de formación de Morena, aunque de manera indirecta, pues como se ha dicho se reintegró a su vida profesional. Retornó a la función pública en 2015 como delegada de la alcaldía de Tlalpan, donde ha vivido durante décadas, y en 2018 fue la opción apoyada por López Obrador para contender por la capital y en contra de los precandidatos procedentes de la izquierda tradicional.
Su gestión como responsable de la Ciudad de México ofrece claras muestras de lo que podemos esperar de su presidencia. Una laboriosidad calvinista, rigor científico en la aproximación a los problemas, seguimiento puntilloso de los programas, proceso de prueba y ajuste incesante. En alguna ocasión alguien de su equipo mencionó algo que se ha cuidado de repetir, pero la describe: la mayor diferencia con López Obrador es que ella toma las decisiones a partir de datos. La ideología constituye el punto de partida y de llegada, primero los pobres y el desarrollo, pero el camino está sujeto a las reglas de la lógica y la posibilidad. Durante su administración dio claras muestras de su disciplina partidaria y su lealtad al líder moral y político, salvo en aquellos aspectos que le parecieron intransitables o que estaban reñidos con la razón: la estrategia contra la pandemia y la política de seguridad pública. Respecto a la primera, adoptó el tapabocas y la aplicación de pruebas a contrapelo de la posición de Palacio Nacional; respecto a la segunda, se inclinó por la vía criminalista y policiaca, en lugar de la opción militar.
En suma, Sheinbaum es un cuadro profesional de la administración pública y lejos de pertenecer a una corriente radical, podría ser definida como un miembro de los sectores progresistas urbanos asociados a agendas de la izquierda moderna. No creció en la oposición, como López Obrador. Cuando ella entró a la política activa su partido ya era gobierno en la Ciudad de México.
Es y no es parte del círculo inmediato del presidente. Lo es en términos de confianza y lealtad, pero no de cercanía física, entre otras razones por sus responsabilidades en paralelo a las del líder. López Obrador se inclinó por alguien con mas sentido de responsabilidad que ego personal o ambición económica o política. Sheinbaum no parece ser una persona que goza el poder en sí mismo, como la mayoría de sus colegas, sino como la herramienta necesaria para “poder hacer las cosas”, sacar adelante la tarea.
Cuatro Claudias
La transición de la candidatura a la presidencia pasa por cuatro etapas; cuatro Claudias, por así decirlo. Durante la larga campaña ella se ha ceñido a un perfil que la define como la candidata de la continuidad, con pocos guiños a lo que podría ser su impronta personal. Pero hay señales: un equipo mucho más plural que el actual y una estrategia distinta en materia de energía y medio ambiente.
En los próximos meses veremos más a una segunda Claudia, en su calidad de presidenta electa. Más precisiones de los ajustes y acomodos que requiere el llamado segundo piso de la 4T. Lo vimos claramente en su discurso de cierre de campaña con su exhorto a restañar heridas y gobernar para todos. Pero solo cuando asuma el poder, haga su planteamiento inicial y presente su gabinete sabremos la intensidad y velocidad que imprima a las políticas de ajuste. Seguramente todavía será un gabinete de transición y políticas públicas que no sean leídas como un desacato a la herencia recibida. La cuarta Claudia entrará en funciones 18 o 24 meses después, cuando se sienta en control de todos los botones del tablero del mando presidencial.
López Obrador ha anticipado que su relevo se correrá hacia el centro y que será menos beligerante. Eligió a la persona que puede hacerlo sin poner en riesgo las banderas del movimiento (una cualidad que probablemente no le atribuía a Marcelo Ebrard). No se necesita un diagnóstico para saber que el país no crecerá si no se resuelve la tensión con los sectores medios y acomodados. Sin crecimiento sostenido, no hay posibilidad de reducir la pobreza, que hoy todavía victimiza al 38% de los mexicanos. La derrama social continuará, pero imposible seguirlo haciendo con un modelo que es irrepetible: el Gobierno “se comió a sí mismo”. Esos recursos, grasa y “guardaditos”, se han agotado.
¿Cómo mantener el apoyo de los sectores populares sin recurrir al discurso beligerante? ¿Cómo correrse hacia el centro sin que sectores radicales, obradoristas autodenominados guardianes de la fe acusen de traición al movimiento? ¿Es posible mantener la fuerza del obradorismo sin López Obrador? ¿Con cuánta rapidez necesita entregar resultados para legitimarse por la vía de los hechos, que no del discurso? La buena noticia es que Claudia no es López Obrador. La mala noticia es que no es López Obrador. Es Claudia Sheinbaum y está convencida de que tiene una respuesta a esas preguntas. Veremos.
@jorgezepedap