La contaminación de los sistemas terrestres y acuáticos por los plásticos que consumimos los humanos y cuyos desechos no gestionamos bien, es uno de esos problemas medioambientales que ya en estos momentos medimos en millones de toneladas: cada año, más de 20 millones de toneladas de plástico (el equivalente a 1.770 camiones repletos cada día) son arrojados a la naturaleza. Los escenarios que se plantean para las próximas décadas apuntan a un incremento considerable de esos vertidos al medio ambiente si no se soluciona el problema. Y para abordarlo, cada vez más expertos solo contemplan una solución: frenar la producción de plástico, un derivado del petróleo que es también uno de los combustibles fósiles responsables de la crisis climática.
No es suficiente que un país actúe por su cuenta e imponga vetos, se necesita una acción coordinada ante un asunto que, como ocurre con la mayoría de los problemas medioambientales, trasciende las fronteras. Porque al igual que los residuos viajan de una nación a otra (normalmente, de una rica a una pobre) para ser supuestamente gestionados y acaban arrojados a la naturaleza, el plástico viaja por los ríos hasta contaminar los océanos —e, incluso, el aire— atravesando países y continentes.
El cambio climático cuenta desde 1992 con una convención marco creada en el seno de la ONU para abordar la gran crisis global que supone el calentamiento del planeta. De ella surgió en 2015 el Acuerdo de París, que rige todos los esfuerzos para erradicar las emisiones de gases de efecto invernadero que han llevado a la Tierra a la situación actual de excepcionalidad.
En ese sentido, 2024 debería ser el equivalente a aquel 2015, pero centrado en la contaminación por plásticos. Los países con representación en la ONU decidieron que para finales del año que se inicia el mundo debería contar con el primer tratado para frenar esta contaminación.
El complejo proceso para elaborar ese acuerdo internacional arrancó en 2022 y hasta finales de 2023 ha seguido a buen ritmo. Pero la última reunión celebrada en Nairobi el pasado noviembre despertó a muchos del sueño de alcanzar un rápido acuerdo. Porque, como explican fuentes diplomáticas que monitorizan el proceso, las naciones más reacias a abordar de lleno el problema y con más intereses creados (comandados por los productores de petróleo) están ralentizando las negociaciones. En ese sentido, ahora se ve más complicado que para fines del año 2024 se pueda tener aprobado el tratado. Además, crecen los temores de que se repitan algunos de los errores cometidos con el Acuerdo de París, en 2015.
Regresemos a los datos. La contaminación por plástico se mide ya en cientos de millones de toneladas, pero para encontrar los orígenes no hay que retroceder miles de años, solo un puñado de décadas. En 1950, la producción mundial de plástico apenas era de dos millones de toneladas. Tres décadas después, en 1980, se había multiplicado casi por 40, hasta alcanzar los 75 millones de toneladas. En estos momentos se producen ya más de 460 millones cada año. Y en su inmensa mayoría —alrededor del 95%— es plástico primario, es decir, solo un 5% procede del reciclado. Esto se debe a lo fácil y barato que resulta fabricarlo, entre otras cosas, porque no están bien trasladados a su precio los costes que su producción y eliminación provocan a la sociedad. En definitiva, vivimos en la generación del plástico de usar y tirar.
Todos estos datos proceden de distintos informes elaborados por la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos), cuyos expertos advierten de un escenario negativo de evolución del problema si no cambian las políticas: en 2040 la producción de plásticos mundial alcanzará los 765 millones de toneladas, de los que solo el 9,5% será reciclado. En 2060 se llegará a los 1.230 millones de toneladas, y únicamente el 11,6% procederá del reciclado secundario.
Para comprender mejor el asunto es bueno conocer para qué usamos el plástico. Su primer destino es (hasta un 30%) los envases y embalajes. Es decir, productos con una vida muy corta. Le siguen a distancia la construcción, los vehículos y la vestimenta. La segunda clave pasa por conocer dónde acaban estos plásticos tras su utilización: según los últimos datos de la OCDE, de los 360 millones de toneladas de residuos plásticos generados en 2020, solo el 9,4% fue reciclado. El 18,6% se incineró y el 50% acabó en vertederos. El 22,5%, es decir, 81 millones de toneladas, no fue bien gestionado y terminó contaminando el medio ambiente.
Se calcula que se vierten descontroladamente cada año más de 20 millones de toneladas de plásticos. El 30% acaba en los ríos y mares y el 70% restante en la tierra. Para 2040, el horizonte que se maneja para los objetivos y compromisos del tratado de plásticos, según los expertos de la OCDE, es que los vertidos crecerán un 50%, hasta rozar los 30 millones de toneladas anuales. El problema vuelve a ser el mismo: la ausencia de reutilización. Para ese mismo año 2040, la OCDE calcula que, si no cambian las políticas actuales, solo se reciclará el 14,2% de los residuos plásticos, poco más que el 9,4% actual. No estamos aprendiendo la lección.
Por eso, muchos países —entre los que están la Unión Europea, un buen número de naciones latinoamericanas y africanas— inciden en que el futuro tratado que se negocia en la ONU debe abarcar realmente todo el ciclo de vida de los plásticos, lo que llevaría a establecer límites a la producción del producto virgen. Pero otra serie de naciones intentan ahora que ese pacto solo plantee medidas referidas a la contaminación, es decir, a una vez producido el problema y no a su reconducción desde el origen. En ese grupo están, según fuentes diplomáticas, naciones como Arabia Saudí, China, Rusia, Irán y Egipto.
En cierta medida es algo similar a lo que ocurre con el Acuerdo de París, cuyos objetivos se refieren a los gases de efecto invernadero, pero que no aborda directamente la reducción de la producción del petróleo, el gas y el carbón, es decir, los combustibles fósiles, que son los principales responsables de esas emisiones.
El Acuerdo de París, además, establece un objetivo común y luego los países presentan planes climáticos en los que cada uno decide su propia meta de reducción de emisiones. Ese modelo es el que los Estados menos ambiciosos (y EE UU) contemplan también para ese hipotético pacto del plástico. Las naciones más comprometidas, sin embargo, instan a que en el tratado se planteen medidas concretas, contra determinados plásticos y productos químicos, que obliguen a todos sus firmantes.
Una de las mayores dificultades reside en las reglas de procedimiento, es decir, en cómo se dirimen este tipo de disputas entre los negociadores. En un principio se había planteado que este tratado del plástico se abriera a la posibilidad de que para romper las situaciones de bloqueo se votara y que con dos tercios de los países pudiera salir adelante una propuesta. Pero los Estados menos ambiciosos quieren ahora la misma fórmula de París: todas las decisiones se deben tomar por consenso, lo que puede llevar a que una minoría bloquee cualquier avance y la ambición global de un pacto que debería poner coto a la contaminación por plástico este 2024.