Hay un sentimiento que agrupa todos los momentos en los que me obligo a abrir los libros que tengo apilados en casa sin haberlos leído nunca. O las tardes en las que atasco mi agenda para asegurarme de que podré ver absolutamente esa película recomendada por El New York Times que tengo en mi lista desde hace meses, ni siquiera, aunque tuviera de plazo hasta el día siguiente. Es una especie de aversión inexplicable a algunas de mis actividades favoritas que siempre he sentido en sintonía con mis inclinaciones personales. La mayoría de las veces, se deriva de una norma ilusoria a la que me obligo a atenerme, para confirmar que soy suficientemente “aficionado a los libros” o “adicto al cine”, agotando casi por completo el placer asociado a lo que estoy haciendo.
Hoy, de hecho, asistimos a una crisis de los parámetros que siempre han orientado nuestros discursos sobre nosotros mismos, convenciéndonos de que sólo somos nuestro trabajo, con consecuencias decisivas que afectan a la dimensión económica, pero sobre todo a la existencial, y nos llevan a buscar en otra parte la definición de lo que somos.
Durante décadas hemos estado sometidos a un modelo de identificación que ve la profesión como un factor de identidad que lo abarca todo. Esta convicción nos ha llevado a revisar por completo el papel -no sólo operativo, sino también humano- que desempeñamos en el trabajo para ajustarnos a la imagen que ofrece la cultura de las pruebas de aptitud y las guías para llegar a ser “colegas perfectos” en diez movimientos, que pretendería aplanar nuestra identidad a una cualificación de agente de seguros, abogado de divorcios o director de marketing.
Sin embargo, la identidad profesional por sí sola ya no basta para definirnos, porque la precariedad del presente ha marcado nuestra realidad, haciéndola incompatible con los valores sociales y los mecanismos de reconocimiento de las generaciones anteriores. Pero aunque percibimos una fuerte necesidad de pensar los componentes de nuestra personalidad de formas más flexibles y polifacéticas, para no sentirnos asfixiados como ocurría con el binomio identidad-profesión, muchos de los intentos que hacemos para liberarnos no hacen sino replicarlos.
Nos enfrentamos a una paradoja: por un lado, ya no reconocemos a la cualificación profesional el papel de posicionamiento social e individual que tenía en el pasado; por otro, sin embargo, seguimos comportándonos como si fuera una etiqueta única que nos define, para tener un punto de referencia sólido al que aferrarnos, igual que hacíamos con nuestro título laboral.
La crisis laboral ha abierto un vacío identitario sin precedentes, que nos ha llevado a proyectar nuestra necesidad de reconocimiento en nuevas definiciones, buscando respuestas en casillas diferentes pero igualmente simples y reductoras. Así que forzamos las peculiaridades e intereses que cultivamos -cuando encontramos tiempo para hacerlo en nuestras rutinas saturadas de trabajo y compromisos- en expresiones como “viajero loco”, “mamá fitness” o “foodaholic” escritas en nuestras biografías de Instagram, pretendiendo que sean verdaderas.
Esta tendencia a encapsular los componentes de nuestra identidad en definiciones breves, inmediatas y no contradictorias es una de las obsesiones de nuestra sociedad, que pretende hacernos lo más eficaces posible por la forma en que nos encuadra en su sistema. Las etiquetas nos someten al imperativo del funcionamiento porque tienden a definir quiénes somos a partir de una característica que tiene que ver directamente con que demostremos ser productivos, interesantes y estar a la altura del rendimiento exigido. Lo que queda de nosotros mismos, en este escenario, se reduce a los aspectos “útiles”.
Sin embargo, el componente que queda completamente anulado es el del placer por sí mismo. Para adaptarnos a los mecanismos que se nos imponen, hemos convertido incluso nuestros intereses y lo que nos gusta en una obligación, para confirmar lo que sentimos que somos y validarnos a los ojos de los demás.
No podemos negar que somos víctimas de un yo cada vez más alérgico a la diferencia, que parece sentirse seguro sólo cuando está protegido por una etiqueta estable con la que reconocerse, no importa si ésta corresponde a una identidad laboral que es siempre la misma; o a gustos y pasiones que hay que exhibir regularmente en los puestos para recordarnos a nosotros mismos y a los demás quiénes somos -con una constancia que para algunos sirve precisamente para demostrar una perfecta adhesión a ese tipo de persona que adora a Gaspar Noé o se mata a sentadillas en el gimnasio seis veces por semana.
Es como si, para no dejarnos abrumar por el flujo de acontecimientos, cada vez más acuciante, sintiéramos la necesidad de fijarnos en una estructura definida e inmutable. Esta sensación se ve ciertamente exacerbada por el enfoque imperante, que sigue situando el trabajo en el centro de nuestras vidas y no deja espacio suficiente para ejercitarse e intentar poner en práctica una alternativa menos rígida, que nos dé la libertad de ser lo que queramos y no sólo una versión concreta de nosotros mismos a la vez.
características, por tanto sobre el contenido, como si éste fuera siempre el elemento inadecuado, tenemos la oportunidad de deshacernos de los contenedores que ya no nos sirven, cuando incluso éstos sólo nos piden que funcionemos y que lo hagamos siempre, impidiéndonos manifestar nuestra personalidad como lo que es: algo que cambia constantemente en su equilibrio y su forma. Para no doblegarnos a una perspectiva idéntica, deberíamos dejar a un lado el hábito de identificarnos en una o dos palabras, por muy seguros que nos haga sentir, y tal vez aceptar que no somos sólo alguien que ve películas iraníes de cuatro horas en lengua original. Con la certeza de que las muchas cosas -útiles o inútiles- que nos determinan no serán siempre las mismas e incluso pueden hacernos sentir contradictorios.
Uno de los refranes más vacíos de la cultura motivacional, a saber, “convierte tu pasión en un trabajo y no pasarás apuros ni un solo día de tu vida”, se está haciendo realidad en una clave inesperada: “convierte tu personalidad en un trabajo para trabajar todo el tiempo”. El hecho de que hayamos empezado a vivir todo lo que nos gusta y que consideremos un rasgo distintivo de nuestra personalidad como un deber es una de las consecuencias de la idea del “yo integral”, por utilizar la definición dada en un artículo de The Economist, que afecta a los fundamentos de nuestra estructura social. En un sistema basado en el mito de la independencia y en el afán de rendir siempre al máximo, es necesario poner todo de nosotros mismos en todo lo que hacemos, para demostrar que somos mejores que los demás y lograr una pálida apariencia de reconocimiento, y no sólo en lo que respecta a los objetivos profesionales, sino también en otros ámbitos que deberían resistir estas imposiciones, como las relaciones sexuales y afectivas.
Esta concepción de la identidad, vendida como la mejor estrategia para valorizarnos, en realidad no hace más que reducir incluso nuestras cualidades más íntimas, las opciones y preferencias que nos caracterizan a un modelo único, en el que cada elemento debe convertirse en un medio para alcanzar alguna forma de éxito o garantizar necesariamente su utilidad. Poner todo el ser en algo ya no es una invitación a concentrar la mente y el cuerpo en una actividad, sino a lanzarse a lo que se hace, anulando por completo todo lo demás, para obtener un beneficio. En este horizonte social en el que “todo funciona”, por citar una entrevista concedida en 1966 por el filósofo alemán Martin Heidegger al semanario Der Spiegel, ya no hay nada más allá del “mero” funcionamiento. Sobre todo, nos falta espacio para dedicarnos a lo que nos gusta.
Hace poco leí una interesante sugerencia sobre cómo intentar devolver peso a lo que nos define a nivel identitario precisamente porque nos gusta: que le den al trabajo. Lo cual no significa trabajar menos o nada, sino abandonar todo el sistema en el que nos enjaulamos a través de casillas preestablecidas. En esta fase de transición, no se trata de encontrar el nuevo centro de un esquema igualmente constrictivo al que nos adherimos. La idea de señalar una sola característica o actividad nuestra -qué papel desempeñamos en la oficina, cuánto nos gusta la música tecno, lo gimnastas que somos- para reconducir todo lo que somos a ella, de hecho, por muy limitadora y perjudicial que sea, ya ni siquiera nos da la certeza de haber encontrado un lugar en el mundo.
En lugar de actuar sobre nuestras características, por tanto sobre el contenido, como si éste fuera siempre el elemento inadecuado, tenemos la oportunidad de deshacernos de los contenedores que ya no nos sirven, cuando incluso éstos sólo nos piden que funcionemos y que lo hagamos siempre, impidiéndonos manifestar nuestra personalidad como lo que es: algo que cambia constantemente en su equilibrio y su forma. Para no doblegarnos a una perspectiva idéntica, deberíamos dejar a un lado el hábito de identificarnos en una o dos palabras, por muy seguros que nos haga sentir, y tal vez aceptar que no somos sólo alguien que ve películas iraníes de cuatro horas en lengua original. Con la certeza de que las muchas cosas -útiles o inútiles- que nos determinan no serán siempre las mismas e incluso pueden hacernos sentir contradictorios.