No siempre aciertan las reseñas previas de la prensa especializada a lo que se ve en el cine, pero aquél fue uno de aquellos raros casos en que las expectativas coincidieron totalmente con la realidad. En 2013 se estrenó Her, de Spike Jonze, una película a la que se le otorgó el aura de “culto”.
Han pasado 12 años desde entonces, y esa historia de amor entre el escritor Theodore Twombly (interpretado por Joaquin Phoenix) y un sistema operativo inteligente llamado Samantha (con la voz de Scarlett Johansson) no sólo alcanzó el éxito en taquilla que se auguraba, sino que sigue considerándose una lectura sorprendentemente lúcida de nuestro presente. De hecho, la trama está ambientada en 2025.
Por eso seguimos hablando de ella desde muchos ángulos distintos, como profecía sobre nuestra relación con la inteligencia artificial, que ya usamos como confidente, como psicóloga o incluso como médico de cabecera.
Sin embargo, cuando hablamos del poder profético de la película, se da por sentado que en apenas una década nos hemos convertido en Theodore: enamorados de dispositivos inteligentes que, probablemente, no querríamos verdaderamente, pero de los que esperamos que “nos correspondan” emocionalmente.
La realidad es que hace tiempo que no concebimos el progreso tecnológico como algo que amamos sin reservas.
Según datos recientes, el 95% de los jóvenes en Mexico está convencido de que el uso de dispositivos tecnológicos debe limitarse para preservar el propio bienestar mental.
Esa toma de conciencia se explica por múltiples razones, como muestra la investigación de YouGov, realizada sobre una muestra de mexicanos de entre 16 y 35 años. Empezando por la falta de sueño que el 57 % de los encuestados atribuye a usar el smartphone hasta altas horas de la noche. Pasando por la reducción del rendimiento escolar y laboral que denuncia el 30%. Y llegando a la disminución de las relaciones cara a cara, ahora mucho menos frecuentes que las virtuales para el 40% de los jóvenes.
Este último dato justifica el sentimiento de nostalgia que está floreciendo entre las nuevas generaciones hacia las relaciones reales, no mediadas digitalmente. Y la nostalgia que también se siente por el contacto humano como experiencia insustituible, ahora que las pantallas que llevamos siempre se han convertido en intermediarias de nuestros vínculos con el mundo.
Para combatir ese malestar, parece que últimamente está resurgiendo el interés por la socialidad offline.
Surgen bares y clubes donde se pide dejar el teléfono a la entrada o cubrir la cámara con un adhesivo, para disfrutar plenamente de fiestas y conciertos. Proliferan eventos para solteros cansados de las apps de ligue. Reaparecen grupos de lectura, cine‑foros y encuentros culturales que vuelven a su forma presencial más fuertes que nunca.
Lo que hoy delegamos en la tecnología digital es, de hecho, una parte sustancial de nuestra experiencia emocional y relacional. Lo hemos hecho durante tanto tiempo sin cuestionarlo, buscando modos cada vez más penetrantes y totalitarios para conseguirlo. Registrando nuestras relaciones a lo largo del tiempo en chats, disfrutando de las descargas de dopamina con los “me gusta”, llevando con nosotros un smartphone inseparable, casi como un talismán, una memoria externa que alberga gigabytes de nuestro yo.
Estos factores han forjado un vínculo intenso, a medio camino entre la dependencia y la mutación antropológica, difícil de explicar a quien no ha crecido con ello. Por tanto, no está habituado a considerar como normal la presencia de una “prótesis tecnológica” para nuestra dimensión afectiva.
Por un lado, ese hábito de filtrar nuestras experiencias relacionales a través de las pantallas nos ha permitido sentirnos protegidos, resguardados, amparados detrás de un escudo que evita algunos de los aspectos más impredecibles —y potencialmente incómodos— de las relaciones cara a cara. Es nuestra manera de evitar o guardar distancia con la vergüenza de los primeros encuentros, el choque directo con el otro, la posibilidad de no caerle bien a quien nos interesa una vez nos conozca en persona, sin curaduría digital.
Pero, por otro lado, esa sensación de seguridad y confort nos ha vuelto cada vez más dependientes de dispositivos que nos engañan haciéndonos creer que nos protegen de supuestos “inconvenientes” de la relación offline. Además sufrimos los síntomas de abstinencia como la ansiedad por no poder responder mensajes si se agota la batería, o la frustración de no compartir de inmediato una instantánea con nuestra red, al faltar la conexión wifi.
Como si, para no enfrentarnos a la parte de la realidad que escapa a nuestro control, nos estuviéramos acostumbrando a renunciar a la propia capacidad de sentir, percibir y encontrarnos con el otro sin la mediación de una interfaz digital.
La omnipresencia de esta barrera es, para mí, un hecho desde que tenía quince años, cuando conocí en un chat a la primera persona con la que luego saldría. Casi no recuerdo las conversaciones, pero aún retengo el sonido de las notificaciones, la bandeja de entrada en blanco y el marco azul de Facebook.
Recuerdo, sobre todo, que, a pesar de tener todas las oportunidades de conocer a esa persona en carne y hueso, preferimos mantener el intercambio epistolar digitalizado durante mucho tiempo, porque encontrarnos en persona nos daba demasiada aprehensión. Puede parecer trivial, pero centenares de adolescentes pueden revivir hoy la misma experiencia, quizá incluso enamorándose sin haberse visto jamás más allá de un grupo de WhatsApp.
Visto desde fuera, lo que cultivamos en línea durante años se presenta casi como una nueva forma de sentir: por algún motivo, vivimos en nuestros cuerpos aún inmaduros el distanciamiento de los afectos analógicos, ahora dispersos en el gran prisma digital.
Y esta evolución, para colmo, nos ha parecido irresistible porque nos brinda toneladas de placer: la socialidad satisfactoria sin el completo compromiso de sus obligaciones. Por ejemplo, la responsabilidad de lo que escribimos parece menor cuando lo compartimos mediante un avatar, y siempre está al alcance desactivar notificaciones o archivar conversaciones si un interlocutor o tema nos desagrada.
Así, la separación entre nosotros y el mundo se ha ido engrosando, moldeando nuestra capacidad misma de “sentir” justo cuando estaba en pleno desarrollo.
El anhelo de la realidad offline se ha tornado en algo comparable a la nostalgia que Martin Heidegger definía, en su ensayo “¿Quién es el Zarathustra de Nietzsche?”, como “el dolor por la cercanía de lo distante”: un deseo tan fuerte de revivir una experiencia pasada que nos coloca en tensión con nuestro propio pasado.
Hoy ese deseo es el mismo, pero transformado en espacio: añoramos la relación directa con una realidad que está físicamente cerca, pero que se aleja a medida que la observamos a través de la pantalla, casi como si estuviera tras una vitrina.
Lo que no nos preguntamos con suficiente insistencia, mientras los dispositivos digitales se volvieron guardianes de nuestra vivencia afectiva, es si esta evolución corresponde a nuestros verdaderos deseos de humanidad futura. Es decir, si nos hace bien o si ya se está volviendo insostenible para muchos.
Tal vez no lo cuestionamos porque en un contexto que nos enseñó a preocuparnos sólo por nosotros como monadas aisladas, vivir relaciones a cierta distancia fue la opción más natural. Fue la que nos permitía no distraernos de las exigencias de nuestro ego. La tecnología simplemente nos dio las herramientas para llevarlo a la práctica.
Pero si gran parte de los jóvenes ya reconoce la nocividad de su vínculo con la tecnología digital, es porque percibe con claridad sus efectos en el ánimo, sobre todo en lo relacional.
Esta nostalgia señala que la realidad que tanto extrañamos sigue allí, intacta. Y que depende de nosotros acercarnos a ella de nuevo y recuperar el tipo de socialidad que ofrece.
Sobre todo, nos recuerda que, aunque la fusión casi total con la tecnología y la distancia que ha impuesto respecto al mundo offline define nuestro perfil emocional, psicológico y social, esta evolución no ha sido un paso inevitable. Al contrario, las herramientas tecnológicas sólo han acentuado las dinámicas de individualismo y egocentrismo que ya existían, ofreciéndonos lo que creíamos necesitar para “estar bien” solos o, a lo sumo, “conectados a medias”.
El renacer del deseo de socialidad real cobra relevancia porque va en la dirección opuesta. Demuestra cuánto la perspectiva de perder el contacto humano tangible con los demás es incompatible con nuestra felicidad, que siempre ha dependido de vivir plenamente los lazos con quienes nos importan.
La fuerza que impulsa lentamente el regreso de los encuentros cara a cara puede ser, entonces, un primer reconocimiento de las fisuras en nuestra relación con la tecnología. O bien, una invitación a reflexionar sobre cómo cualquier innovación no hace más que facilitar o reproducir dinámicas humanas preexistentes.
En este caso, fue el individualismo el que deshilachó y debilitó nuestros vínculos antes incluso de brindarnos las pantallas tras las cuales nos refugiamos. Desde el punto de vista tecnológico, uno de los grandes retos de hoy —y del futuro próximo— es replantear la relación entre humanos y tecnología. Es decir, decidir cuáles de nuestras dinámicas de convivencia pueden mejorar —o empeorar drásticamente, o incluso desaparecer— con ella.
No se trata de renunciar a todo lo que el progreso tecnológico ofrece, sino de retroceder cuando parece arrebatarnos algo esencial, especialmente aquello que necesitamos para cuidar nuestro bienestar. Poner este objetivo en el centro del desarrollo de nuevas tecnologías digitales es, quizás, la única forma de crear dispositivos capaces de correspondernos emocionalmente y contribuir, a su manera, a nuestra felicidad.