El asalto policial perpetrado la noche del viernes pasado contra la Embajada de México en Quito golpea seriamente la credibilidad internacional de Ecuador y de su presidente, Daniel Noboa. La irrupción de los agentes, enmascarados y en carros blindados, en la legación diplomática para capturar al exvicepresidente ecuatoriano Jorge Glas, refugiado en su interior, vulnera flagrantemente la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas de 1961 que consagra la inviolabilidad de las embajadas.
El hecho de que contra Glas, que ocupó la vicepresidencia con Rafael Correa y Lenín Moreno, pese una orden de encarcelamiento y haya recibido dos condenas por corrupción —de las que ha cumplido cinco años— en nada altera el respeto a esta norma.
La misma Convención de Viena establece que ningún Estado podrá invocar normas de derecho interno para incumplir el tratado. Un principio básico y universalmente respetado que Noboa, en una decisión que ha recibido la condena internacional, hizo saltar por los aires a sabiendas de que México rompería relaciones.
Es de desear que, tras el daño causado, la crisis no vaya a más. El propio presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, ha hecho un llamamiento a la calma y ha pedido evitar caer en ninguna provocación. Pero la historia de este despropósito, por desgracia, demuestra que cada mal paso puede conducir a otro peor.
Desde que el pasado 17 de diciembre Jorge Glas se refugió en la embajada alegando ser objeto de persecución judicial (el correísmo le considera una víctima política), ambos países entraron en rumbo de colisión. Una tensión que se aceleró esta semana después de que, en unas polémicas declaraciones, López Obrador diera a entender que el asesinato del candidato ecuatoriano Fernando Villavicencio había facilitado el triunfo de Noboa en las elecciones presidenciales de octubre pasado.
El Gobierno de Quito respondió declarando persona non grata a la embajadora mexicana. Acto seguido, México concedió estatus de asilado político a Glas. Pero el Ejecutivo de Noboa se negó a dejarle salir bajo el argumento de que ese asilo era ilegal, dado que el antiguo vicepresidente aún debía responder ante la justicia ecuatoriana por delitos comunes.
Hasta aquí un conflicto agrio que Daniel Noboa se encargó de elevar hasta límites insostenibles al asaltar violentamente la embajada, pisotear el derecho de asilo y capturar a Glas. Una actuación que sitúa al presidente ecuatoriano, ávido de popularidad, en la esfera de mandatarios como el salvadoreño Nayib Bukele, caracterizado por las constantes violaciones de los derechos humanos en su lucha contra el crimen.
Que el presidente de Ecuador se vuelva un émulo de su homólogo de El Salvador e incluso lo supere, evidencia la peligrosa expansión de las pulsiones autoritarias en toda América. Ante esas actitudes urge defender las normas básicas de convivencia internacional. Su violación solo genera escenarios aún más sombríos. Noboa no debe olvidar que el mal causado a su país es mucho mayor que el supuesto beneficio político que le haya podido brindar su decisión. Ese debe ser el punto de partida para una necesaria y deseable vuelta a la normalidad.