Una tarde de finales de febrero de 2011, el diseñador John Galliano se sentó bebido y drogado en la terraza del Café La Perle, en París, y lanzó una serie de improperios antisemitas a los ocupantes de una mesa contigua. El discurso fue grabado y corrió como la pólvora. Inmediatamente, el modista fue despedido de Dior y condenado al ostracismo. Parecía que su carrera estaba muerta para siempre, pero tres años más tarde fue contratado por la firma Martin Margiela y la revista Vogue le ofreció sus páginas para que pudiera recordarle al mundo lo mucho que se arrepentía de sus actos. Una década después de aquella fatídica tarde de febrero en la capital francesa, ya se editan de nuevo libros celebrando su talento y se escriben artículos que recuerdan que tal vez él fue el último diseñador libre. Esta semana, Kanye West (Atlanta, 45 años), uno de los más grandes artistas del hip hop del siglo XXI, ha entrado en una espiral de insensatez y antisemitismo que le ha costado, entre muchas cosas, su lucrativo acuerdo con Adidas. Inmediatamente después de que la firma alemana emitiera un comunicado anunciando el cese de su relación creativa y comercial con Yeezy, la firma del rapero, este dejaba de ser milmillonario. Su carrera como músico, como diseñador y como celebridad —ya no vale ni para Supervivientes— está acabada: La única duda es: ¿en 10 años hablaremos de Kanye del mismo modo que hablamos hoy de Galliano o deberemos esperar a que fallezca el rapero para poder volver a celebrar el talento de un artista que ha ganado 22 premios Grammy?
“Para mí, Kanye es el artista más grande de nuestra generación”, declaraba este jueves en Londres Nick Cave. “Pero sus comentarios son una desgracia. ¿De verdad necesita esta persona bajar desde las alturas hasta esta tediosa mierda que hemos escuchado ya tantas veces? Me decepciona mucho y, por un tiempo, me va a resultar muy complicado escuchar sus discos”. La diferencia entre el caso actual de Kanye West y el de otros artistas que se han visto involucrados en similares polémicas en los últimos años es que, de momento, solo Cave parece recordar el talento artístico del acusado. Y el músico, además, lo hace desde la absoluta sensatez, consciente de que haber grabado Late Registration o My Beautiful Dark Twisted Fantasy no te exime de poder hacer excentricidades, algo que aún hoy resulta complicado de entender para muchos seguidores de Louis C. K., Woody Allen o Picasso.
La certificada muerte artística esta semana de Kanye West lleva ya cinco años fraguándose. El inicio de esta espiral de despropósitos, salidas de tono y flirteos con todo tipo de desastres coincide con el lanzamiento de su primer mal disco. 2017 iba a ser una especie de año jacobeo para West. Se había comprado un rancho en Wyoming, era rematadamente feliz con su mujer, Kim Kardashian, y preparaba el lanzamiento de su nuevo disco Ye, al que iba a seguir Yandhi, su anunciadísima secuela de uno de sus largos más logrados, Yeezus. Además, iba a producir música para colegas como Pusha T o Kid Cudi que se publicaría en su sello, GOOD Music, lo que lo convertiría en la más moderna y exitosa referencia del hip hop del momento. El lanzamiento de Ye se retrasó una vez, y otra, y otra. Por el camino, West empezó a hacer un uso absolutamente delirante de su cuenta de Twitter (de donde fue expulsado y, recientemente, readmitido para satisfacción de Elon Musk, su nuevo dueño): hasta publicó que estaba preparando un libro de filosofía que ayudaría a todo el mundo a ser más feliz y, a los más aplicados, incluso a serlo tanto como él. Cuando finalmente se publicó el disco, el chasco fue monumental. Lo único bueno de aquel largo era la frase que podía leerse en la portada: “Odio ser bipolar, es maravilloso”. Yandhi jamás llegó a ver la luz.
Hasta aquel momento, la carrera musical del de Atlanta había sido prácticamente impecable. En 2000 colaboró en The Blueprint, el disco que revitalizó la carrera de Jay-Z. Escribió temas para Alicia Keys o Janet Jackson, pero, curiosamente, no logró un contrato discográfico para lanzar un álbum bajo su nombre porque los sellos no veían en él al tipo malote que el hip hop de la época demandaba. En 2004 finalmente publicó su primer disco en solitario, The College Dropout. Inmediatamente, se convirtió en uno de los grandes. Fue precisamente en 2011, mientras Galliano lanzaba improperios antisemitas, cuando él alcanzó el cielo artístico y comercial: el primero, con la memorable gira de presentación de su quinto largo, My Beautiful Dark Twisted Fantasy, para gran parte de la prensa, el mejor show de hip hop de la historia; el segundo, con el largo Watch the Throne, junto a su amigo y colaborador Jay-Z.
Desde el principio de su carrera en solitario, cuando al no ganar un premio en los American Music Awards se enfadó y abandonó estruendosamente la sala, quedó claro que la suya era una personalidad, cuando menos, peculiar. Pero en estos últimos cinco años la espiral se ha ido acelerando y ha ido destruyendo en paralelo y casi al mismo ritmo su vida personal y profesional. Se divorció de Kim Kardashian, se presentó a las elecciones a la presidencia de EE UU, lanzó su peor disco, Donda (2021), que llegó, claro, tras infinitos retrasos. Un año más tarde publicó la secuela de Donda y, por primera vez desde que debutó en 2004, a nadie le importó.
En 2020, Kim Kardashian, aún casada con el músico, lanzaba este mensaje en redes sociales: “Como muchos de ustedes saben, Kanye tiene trastorno bipolar. Cualquiera que lo tenga o que tenga un ser querido en su vida que lo padezca, sabe lo increíblemente complicado y doloroso que es de entender”. Las palabras fueron reproducidas por los medios de comunicación, incluida la BBC, quien en su pieza web acompañaba la historia con el testimonio de una joven bipolar: “He hecho cosas de las que me voy a arrepentir durante años”. Solo cabe esperar que, algún día, Kanye West pueda decir lo mismo. Mientras, a los fans de su música solo les queda sentir lo mismo que expresaba el artista en la portada de aquel lejano y olvidado Ye: “Odiamos a Kanye West, es maravilloso”.