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El capitalismo aprovechó la dopamina para hacernos adictos a prácticamente todo

El sistema de recompensa en el cerebro animal, que solía ser funcional para la supervivencia de la especie, se está convirtiendo en un obstáculo para el curso saludable de nuestras vidas. O mejor dicho, se convirtió en uno cuando las empresas empezaron a explotarlo para mantenernos comprando ropa y pequeños electrodomésticos para vencer el aburrimiento, comiendo comida basura o jugando a las máquinas tragamonedas y a los juegos de azar, hasta que nos volvimos adictos a ellos.

Lo consiguen explotando las características de la dopamina, el neurotransmisor del bienestar, una recompensa química que nuestro cerebro libera cuando realizamos actividades placenteras como comer o tener sexo; las actividades, es decir, que han asegurado la supervivencia de la especie y que el cerebro nos hace percibir como fuentes de bienestar para animarnos a repetirlas.

La dopamina, de hecho, es esencial y su deficiencia genera ansiedad, insomnio y falta de motivación. Incluso un exceso estimulado artificialmente puede alterar su delicado equilibrio, conduciendo a la adicción.

Para experimentar esto, uno no tiene que ser adicto a las drogas: cualquiera puede ser adicto, en mayor o menor grado, a alguna sustancia de uso generalizado como la cafeína o la nicotina, pero también a las redes sociales. Otro ejemplo fácil de experimentar es el de la comida: comer provoca la liberación de dopamina, responsable del llamado refuerzo positivo, la recompensa que el cerebro asocia a determinadas actividades.

Esta conexión se establece más fácilmente con los alimentos grasos o muy sabrosos, como los ricos en azúcar o sal, es decir, los que fueron evolutivamente más útiles para mantener vivos a los primeros humanos durante los periodos de escasez; para el sujeto adicto a altas dosis de azúcar y grasa -y por tanto a los altos niveles de dopamina que producen-, buscar esa sensación es un impulso incontrolable, porque el cerebro, para mantener el equilibrio ante el exceso de dopamina, “desconecta” ciertos receptores. Interrumpir este ciclo volviendo al equilibrio natural de la dopamina lleva tiempo.

Es cierto, que la predisposición a la obesidad se debe a varios factores, entre ellos, en parte, la genética, pero todos tenemos el mecanismo de recompensa en el cerebro, por lo que estamos potencialmente expuestos a ese círculo vicioso, que no es, por tanto, un síntoma de pereza ni de falta de fuerza de voluntad.

Del mismo modo, los que no pueden separarse de sus teléfonos inteligentes no tienen la culpa. Precisamente a través del teléfono, de hecho, los estímulos que recibimos son continuos, porque hay quienes se benefician de estimular en nosotros las sensaciones de recompensa asociadas a determinadas acciones.

Los logotipos, los colores y los jingles son trucos que utilizan las empresas para conseguir que los repitamos: a veces se puede partir de lo más básico, como hacer que sus productos sean muy sabrosos -no es un misterio que las patatas fritas estén inundadas de sal para inducirnos a seguir comiéndolas- y asociarlos con muñecos que atraigan a los niños.

Otras veces, tras el marketing se esconden minuciosos estudios psicológicos, como los realizados durante décadas por las multinacionales del tabaco que, mediante el product placement y la exhibición de sus logotipos en eventos deportivos y musicales, han ganado millones de clientes.

La publicidad es lo que permite a las empresas imponerse al público en general y luego explotar estos mecanismos para inducirlo a realizar compras compulsivas, tal vez no necesarias realmente, salvo para satisfacer un deseo efímero mediante una liberación temporal de dopamina.

Por ejemplo, a través de la anticipación, una estrategia muy utilizada en el marketing, que funciona bien sobre todo en los anuncios de vídeo que anticipan el lanzamiento de un producto o el inicio de un periodo de descuentos, dejando las suficientes pistas para crear expectación. Esto es suficiente para que se active el ciclo de la dopamina. Por eso, las empresas pretenden hoy personalizar los anuncios, ofreciendo a los consumidores lo que no sabían que querían, después de haberlos perfilado con una precisión cada vez mayor gracias a la recogida de datos que permite “adivinar” sus gustos, estilos de vida y necesidades.

El subidón de bienestar está garantizado desde el momento en que se empieza a pensar y desear el objeto; una segunda oleada de dopamina se libera, a continuación, en el momento de desenvolver el producto, cuando el deseo se hace realidad. El efecto de la llamada terapia de compras es real, pero muy efímero: adictos a la recompensa, pronto se necesita otra dosis. Y así es como los descuentos, las ofertas y los consejos de compra -más aún si están cuidadosamente dirigidos a nuestra edad, segmento social, intereses- aumentan el efecto al hacernos especialmente receptivos al estímulo de compra.

De la misma manera que funcionan las adicciones a las compras, también lo hacen las adicciones a la pornografía, a los videojuegos, a las redes sociales, en las que el principal medio es ahora Internet; lo que, por un lado, es una forma eficaz de adquirir la mayor cantidad de datos posibles sobre los usuarios, su edad, sus intereses y sus preferencias, con el fin de dirigirles eficazmente la publicidad de productos adecuados.

Por otro lado, la propia web proporciona continuos estímulos y microlanzamientos de dopamina, desde la curiosidad que despiertan las páginas de Wikipedia que remiten a otras páginas a través de enlaces en un bucle inagotable, hasta las redes sociales por las que hay que desplazarse prácticamente sin parar para obtener continuas y pequeñas recompensas mentales que nos distraen y nos roban el tiempo. Por último, pero no menos importante, nos inducen a realizar compras superfluas, alimentando nuestra adicción y, con ella, el mercado de las multinacionales y el comercio electrónico.

Que las redes sociales son maestras en mantenernos pegados a la pantalla no es solo una impresión: en 2019, Sean Parker, el cofundador de Facebook, admitió que la plataforma fue diseñada esencialmente para distraernos explotando una debilidad congénita de la psicología humana, a saber, la necesidad de dopamina, de la que recibimos un pellizco cada vez que a alguien le gusta una de nuestras fotos o comenta una de nuestras publicaciones.

Como seres sociales, las estructuras sociales de las que formamos parte implican “sólo” 150 contactos de media; el smartphone, en cambio, a través de los contactos sociales, de correo electrónico y de otro tipo, nos expone a unos 2.000 millones de conexiones potenciales: para nuestros cerebros, una cantidad de dopamina enormemente superior. Así que este neurotransmisor es el ingrediente perfecto para que una app sea rentable para sus inventores: cuanto más consiga mantener a su audiencia pegada a través de continuos estímulos, más probabilidades tendrá de hacerles comprar algo y más invertirán las empresas en anuncios en esas plataformas.

Como Instagram, que pretende que pasemos el mayor tiempo posible en la app para recopilar información sobre nosotros a través de los likes, los perfiles seguidos y las fotos publicadas, y así poder presentar los anuncios más adecuados al perfil de cada usuario. Cuanto más adicto seas al contenido, más probable es que quieras más de él y estés dispuesto a pagar por más: es lo que hace Tinder, que empuja a los usuarios a la versión de pago a fuerza de deslizar el dedo, después de que sus cerebros hayan asociado ese mismo gesto -más que las fotos de posibles parejas- con la liberación de dopamina.

Tanto Instagram como Tinder, pues, alternan días con pocas notificaciones y pocos matches con días en los que nos inundan: otra forma de maximizar nuestra adicción. No se trata de nada nuevo, sino de una estrategia basada en los estudios realizados en los años 30 por el psicólogo conductista Burrhus Frederic Skinner sobre las recompensas aleatorias; las máquinas tragaperras la han explotado durante mucho tiempo, concediendo al jugador ganancias a intervalos irregulares y aleatorios, para inducirle a seguir jugando: de lo contrario, si los resultados negativos se acumularan sin intercalarse con las ganancias, el colapso de la actividad dopaminérgica le llevaría a desistir de la actividad.

Como esta estratagema, explotar e inducir adicciones no es nada nuevo para las empresas: el propio capitalismo, por otra parte, se refuerza en hacernos desear algo que no tenemos (y, a menudo, no necesitamos) utilizando la publicidad, en una alianza más o menos explícita entre las productoras y los medios de comunicación social. Lo ha hecho explotando mecanismos innatos en el cerebro humano, por los que la adicción a la comida o a las compras a nivel neuronal funciona de la misma manera que la verdadera adicción a las drogas.

Por tanto, el objetivo principal son cada vez más los jóvenes, porque son más fáciles de moldear y porque cuanto antes se inicie la adicción, más tiempo serán consumidores rentables para las empresas. Por eso, ser conscientes de cómo funciona nuestro cerebro y de cómo puede ser utilizado en nuestra contra es crucial para que seamos consumidores más atentos y menos susceptibles a los trucos de venta de las empresas.