Una casa nueva. Un coche mejor. Viajes tres veces al año. Dejar de aguantarte al jefe. Hay aspiraciones vitales que solo el dinero paga. Y las criptomonedas llevan años convertidas para muchos en el pasaporte más veloz hacia esos sueños. Un salvoconducto que promete riqueza sin jornadas de nueve a cinco ni largos atascos rumbo a la oficina. Solo comprando y vendiendo en el momento adecuado. Por eso, la crisis de 2022, plagada de quiebras, desplomes y malas noticias que se han llevado por delante a TerraLuna, Three Arrows Capital, Celsius, Voyager o FTX entre otras, y han dejado la cotización del bitcoin tiritando, ha sido un fogonazo de doloroso realismo tras el rentable 2021. Un abrupto despertar del año donde todo parecía posible.
La especulación no se ha inventado con las criptomonedas. Hace mucho que pueden comprarse yenes japoneses, liras turcas, trigo, hierro o acero en los mercados sin tocar un billete físico ni saber demasiado sobre agricultura o metalurgia. Únicamente esperando su próxima revalorización a lomos de la tendencia correcta.
Tampoco son las únicas con una volatilidad de vértigo. Grandes compañías como Facebook o Tesla han sufrido derrumbes similares al del bitcoin. Pero la inversión en divisas digitales ha llevado a una nueva dimensión el arriesgado arte de jugarse los cuartos en busca de cuantiosas rentabilidades. El dinero no va a una empresa con beneficios y dividendos, ni a una vivienda que se pueda alquilar, tampoco a mercancías tangibles cuyos precios oscilen con la oferta y la demanda siguiendo los ciclos expansivos y contractivos de la economía. Son activos digitales que sobreviven gracias a un acto de fe. Porque algún día, no se sabe cuándo, todo se pagará con ellos. O porque su número limitado lo convertirá en una reserva de valor tan fiable como el oro. Supuestamente.
Para comprender el delicado momento por el que atraviesan vale la pena retroceder al 10 de noviembre de 2021. Ese día, el bitcoin se cambiaba por casi 69.000 dólares, un máximo histórico al que no ha regresado. El ambiente era de euforia. Los gurús más atrevidos pronosticaban nuevas fronteras más allá de los 100.000 dólares. Los inversores institucionales, antes reticentes, mostraban un interés creciente por subirse a la ola. Las políticas de estímulo de bancos centrales y gobiernos —cheques incluidos, en el caso de EE UU— inundaban de liquidez los mercados. Las criptos recibían el apoyo incondicional de multimillonarios como el fundador de Tesla, Elon Musk, que durante unos meses incluso permitió adquirir sus vehículos eléctricos con bitcoins en EE UU antes de arrepentirse y dar marcha atrás. En medio de ese frenesí, la plataforma Coinbase, que permite a sus usuarios comprar y vender criptomonedas a cambio de una comisión, se convertía en la primera del sector en empezar a cotizar en Wall Street.
En esos días de vino y rosas, pocos presagiaban que se avecinaba un seísmo que un año después llevaría al bitcoin a cambiarse por menos de 16.000 dólares. Y a todas las criptomonedas a ver rebajado su valor conjunto desde los tres billones de dólares hasta los 800.000 millones actuales, el equivalente a que se esfumara la capitalización de Apple, la firma más valiosa del mundo.
Los primeros síntomas de debilidad se apreciaron cuando la Reserva Federal empezó a subir los tipos de interés agresivamente para combatir la inflación. La era del dinero barato tocaba a su fin, y con ella, la percepción hacia los activos de riesgo cambiaba bruscamente. Las tecnológicas, más innovadoras pero con unas proyecciones de beneficios más inciertas, eran las más golpeadas en Bolsa. Y las criptomonedas, consideradas por algunos una suerte de start ups, caían en una espiral a la que pronto pondrían nombre: el criptoinvierno.
Ese retroceso tenía entonces la excusa del desencadenante externo: la política monetaria. Se abría paso entre sus defensores la nueva consigna de que habría que hibernar en la etapa de vacas flacas, aprovechando, quien pudiera, para acumular más con las rebajas de precios. Esa filosofía saltaría por los aires en tres días de mayo. Los que tardó la criptodivisa Luna, creada por el surcoreano Do Kwon, en pasar de valer 100 dólares a un centavo. Ya no se podía culpar del problema a los de fuera. La mecha se encendía en el corazón mismo del sistema cripto.
Para decenas de miles de inversores, el colapso de Luna supuso la desaparición de sus ahorros. Los foros de Reddit y los grupos de Telegram se llenaron de historias de terror. Unos se quedaron sin fondos para seguir pagando su hipoteca, otros aseguraban haber perdido las ganas de vivir. Tal vez por consolarse de no ser los únicos golpeados, tal vez por desahogarse, muchos compartieron las cifras que se evaporaron de sus cuentas: 20.000 dólares, 60.000, 200.000. Herencias, años de guardar una parte del salario, dinero de la familia. Todo perdido.
El golpe fue una cura de humildad para una industria donde la autocrítica y la duda son cuerpos extraños. En la que el éxito de las criptomonedas se da como un hecho tan inevitable como la salida del Sol. Y desde la que se ningunea o ataca a los expertos, premios Nobel incluidos, que muestran escepticismo sobre su futuro.
De repente, una sensación de vulnerabilidad lo cubrió todo. ¿Cuántos más se despeñarían por la grieta abierta por TerraLuna? ¿Se trataba de un hecho aislado o se estaba larvando un contagio masivo? La respuesta no tardaría en llegar. En julio, la plataforma Voyager Digital se declaraba en bancarrota, y unos días más tarde Celsius Network la imitaba tras paralizar antes la retirada de fondos de sus clientes. Siguiendo el efecto dominó, el fondo Three Arrows Capital, con sede en Singapur, muy damnificado por el colapso de TerraLuna, también cayó ese verano.
Mientras la lista de agraviados crecía sin parar, y la cotización del bitcoin reculaba con la misma disciplina, un californiano de 30 años llamado Sam Bankman-Fried parecía nadar contracorriente. Su firma, FTX, resistía a la creciente desconfianza, y el joven a los mandos se erigía como ejemplo de gestión y salvador de la industria. Hijo de dos profesores de la Universidad de Stanford y graduado en Física por el MIT, fundó la plataforma de compra y venta de criptomonedas FTX en 2019. Y fue haciendo que ganara tamaño hasta convertirla en una de las mayores del mundo.
Su ascenso se forjó desde las Bahamas, donde fijó la sede de la compañía, y donde vivía en un lujoso ático con una decena de directivos de su negocio. Su perfil público despuntó. A su precoz aterrizaje en los rankings de los más ricos del planeta, gracias a una fortuna estimada de 26.500 millones de dólares en su momento de mayor apogeo, se unió su vertiente política como uno de los mayores donantes de la campaña de Joe Biden a la Casa Blanca.
Los elogios volaban. La revista Fortune lo comparó con el mítico inversor Warren Buffett en su número de agosto-septiembre. Otros medios lo veían como un nuevo J. P. Morgan por su empeño en rescatar firmas cripto al borde de la bancarrota, como hiciera el reputado banquero estadounidense a comienzos del siglo pasado con entidades financieras en problemas. Sin embargo, en solo unos meses, mimetizado con una industria capaz de subir a los cielos y descender a los infiernos a toda velocidad, el nombre de Sam Bankman-Fried bajaría de la cumbre para unirse al elenco de villanos de Wall Street, cuyo presidente honorífico Bernard Madoff, el financiero que dirigió la mayor trama piramidal de la historia, murió en prisión.
En esa transición ocurrieron muchas cosas. Dudas sobre el colateral en que se asentaban los cimientos de FTX desveladas por la publicación CoinDesk —luego confirmadas al saberse que su principal activo eran las criptomonedas que ellos mismos emitían, llamadas FTT—. Binance, su gran rival pero también socio, vende sus participaciones al enterarse. Salida masiva de fondos de clientes. Amago de rescate por parte de Binance. Y finalmente, al comprobar esta el alcance del fraude y el descontrol de sus libros, el desmoronamiento de FTX cuando nadie le lanza un salvavidas y no puede cumplir con los reintegros que le piden sus clientes.
De nuevo, los fantasmas de TerraLuna aparecían. Más mensajes de lamento en redes sociales. Más preguntas desesperadas sobre cómo recuperar lo perdido. Una auditoría demoledora que saca a la luz las malas prácticas de gestión y contabilidad, y el colofón de la detención de Bankman-Fried en su paraíso bahameño, acusado de fraude a inversores y prestamistas, conspiración para blanquear dinero, fraude en los mercados de valores y financiación ilícita de campaña, entre otros cargos.
El agujero que deja puede rondar los 10.000 millones de dólares si se suman los 1.800 millones estafados a inversores que entraron en el capital de FTX y los más de 8.000 millones en que se cifra el desfalco a los clientes. El joven jefe de FTX, detenido y extraditado a EE UU, donde ahora se encuentra en libertad bajo fianza, afronta por ello y por otros cargos una posible pena de cárcel de hasta 115 años. El chico bueno de las criptos había llevado, en realidad, una vida de excesos, drogas y poliamor con los fondos de los clientes de FTX.
Destrucción creativa
Desmotivados y alerta tras tantos varapalos que no vieron venir, divididos en redes sociales, donde los directivos de plataformas rivales se lanzan los trastos a la cabeza y se culpan de lo sucedido, los supervivientes de la industria cripto más optimistas hablan de una destrucción creativa que servirá para limpiar el sector de proyectos mal gestionados.
Raúl Marcos, CEO de la plataforma carbono.com, respalda esa tesis. “Es un ecosistema muy innovador, en el que se prueban cientos de ideas y modelos de negocio, y muchas de esas empresas fallan y cierran. Esto no afecta al futuro del mundo cripto: bitcoin y ethereum siguen funcionando sin problemas, y el ritmo de innovación sigue siendo altísimo gracias a los miles de desarrolladores y emprendedores que continúan creyendo”, defiende.
En Bitpanda, uno de los competidores de FTX, reconocen que el sector está tocado tras su caída, pero no lo ven como un fenómeno exclusivo del mundo cripto. “Va a causar muchos problemas de confianza, tanto entre los inversores minoristas como entre los institucionales. Es importante admitir que algo está sucediendo, pero también ha ocurrido en la industria financiera tradicional, donde tenías a Bernard Madoff, o casos como el de Wirecard. No es la primera vez ni la última que pasará en el mundo cripto o en el de las finanzas”, argumenta un portavoz de la compañía.
Alicia Pertusa, responsable de Estrategia y Blockchain de BBVA, separa el lado innovador del especulador. “La tecnología blockchain [en la que se basan las criptomonedas] ha demostrado tener usos relevantes para hacer más eficientes los procesos y dar transparencia a las transacciones. Algunos proyectos han desarrollado su actividad sin el suficiente nivel de control de riesgos o sin la suficiente transparencia con los consumidores, pero a medida que la regulación sea más concreta y completa, irán desapareciendo los proyectos menos robustos”, augura.
La interconexión es una de sus mayores debilidades, por su potencial para engendrar contagios. Igual que sucediera con la ristra de víctimas de TerraLuna, el fin de FTX propició unos días después la bancarrota de BlockFi. Y otros nombres como Genesis y Gemini, esta última gestionada por los hermanos Tyler y Cameron Winklevoss, célebres por su pulso con Mark Zuckerberg por la idea original de Facebook, están teniendo problemas.
La pieza de caza mayor es Binance, la plataforma más grande del mundo, liderada por el canadiense Changpeng Zhao. Su hipotética caída sería un golpe casi definitivo. En estos días de incertidumbre y rumores, Zhao se multiplica en redes sociales para desmentir que sufran una crisis, y reparte acusaciones de propagar FUD —siglas de fear, uncertainty and doubt: miedo incertidumbre y duda, en español— para empujarles al abismo con noticias falsas.
Leif Ferreira, fundador y CEO de Bit2Me, la mayor plataforma española, desconfía de algunos de los actores más importantes del sector, que ubican sus sedes en paraísos fiscales. “Nadie sabe dónde se encuentra realmente Binance. Se sabe que la filial principal está en las Islas Caimán. Y nadie sabe si quien está detrás es el Gobierno chino, ni sus fuentes de financiación, ni sus socios, ni su estructura societaria, ni qué uso hace de las criptomonedas. Como ocurre con Crypto.com, OKX o Kucoin, son plataformas opacas, con sedes en jurisdicciones que dejan desprotegido al cliente. La CNMV las está aceptando en su registro y no les prohíbe prestar servicios”, lamenta. Sobre la crisis, vaticina que el universo cripto se repondrá. “Llevamos 10 años en la industria, hemos pasado ya por tres criptoinviernos, y tras ellos se ha crecido sin descanso”.
Resulta complicado medir el impacto de un eventual colapso total. Fabio Panetta, miembro del poderoso comité ejecutivo del Banco Central Europeo, señalaba esta semana aliviado que los bancos no están muy expuestos a sus riesgos, por lo que el peso de un cataclismo así recaería sobre todo en los particulares, a los que instaba a proteger. Según el JPMorgan Chase Institute, el 13% de los estadounidenses ha comprado criptomonedas. En España no hay datos fiables de cuántos son, pero muchos de ellos se dejaron ver el pasado agosto en el acto organizado en el WiZink Center de Madrid por MundoCrypto —una entidad que ofrece cursos de formación sobre criptomonedas—, que reunió a 7.000 personas.
José Antonio Bravo, responsable de fiscalidad de criptomonedas en Àgora, cree que eventos así no les hacen ningún favor, pues les convierten en una caricatura. “Aparecen personas a las que solo les interesa hacerse ricos con el menor esfuerzo posible. El propósito del bitcoin en su creación no fue el de convertir a quienes lo adquiriesen en millonarios de casino, sino crear un activo digital que pudiera ser utilizado como dinero sin necesidad de que fuese emitido por una autoridad central”.
Fuera o no la intención de sus impulsores, desde el momento en que dieron a luz nuevos millonarios y destruyeron fortunas, las criptomonedas no se entienden sin su lado más especulativo. Un mercado abierto 24 horas al día de lunes a domingo que se mueve al son de las noticias positivas o negativas sobre su adopción.
Para Patricia Suárez, de Asufin, “se trata de un mundo que llama poderosamente la atención de un usuario muy joven, con escasa aversión al riesgo y, con frecuencia, poco o mal formado”. Las dificultades para exigir responsabilidades cuando hay un fiasco son habituales. “La mayoría de las plataformas tienen su sede social fuera de España, se comunican en inglés y no queda claro dónde, cómo y ante qué organismo se deben iniciar las reclamaciones”.
Pocas veces un activo había despertado visiones tan contrapuestas. Carl Runefelt, uno de los inversores en criptomonedas más conocidos, predice que el bitcoin dejará a los bancos tan obsoletos como el e-mail al correo tradicional. Pero sus detractores le despojan de ese aura vanguardista. Y son tan tajantes en la crítica como sus partidarios en la defensa. El inversor Charles Munger, mano derecha de Warren Buffett, cree que las criptomonedas “son como una enfermedad venérea” y deberían prohibirse. El fundador de Microsoft, Bill Gates, sostiene que se basan en la teoría financiera del “tonto mayor”. Es decir, solo se gana si se encuentra a alguien lo suficientemente estúpido como para comprar a un precio más alto.
Sus defensores suelen citar entre sus virtudes la capacidad de proveer libertad financiera, la descentralización y su condición de refugio contra la inflación. Pero la realidad, de momento, no acompaña a las palabras: buena parte de sus usuarios son hoy esclavos de las pérdidas; utilizan plataformas centralizadas como Binance o Coinbase para comprar y vender (todas ellas susceptibles de quebrar sin posibilidad de rescate), y la inversión en criptomonedas no solo no les ha ayudado a mantener su poder adquisitivo en este periodo de repunte de los precios, sino que ha agrandado el agujero en sus cuentas corrientes.