En el número 72 de la calle Jacobo Watt, muy al sur de Ciudad de México, los vecinos apenas se están despertando cuando Juan Cruz Ubaldo grita: “¡Basura!”. Cruz, de 44 años, es uno de los 10.000 recolectores “voluntarios” que cada mañana limpian las calles de la ciudad más grande de Latinoamérica. Lo hace bajo unas condiciones precarias que los defensores de derechos humanos no han visto en ninguna otra gran ciudad del continente: los “voluntarios” reciben órdenes de la administración, pero no están contratados y, por tanto, no tienen seguro social, ni prestaciones, ni algo que se parezca a unos días de descanso predeterminados o un salario fijo.
“¡Basura!”, grita de nuevo. Una señora, todavía en pijama, le contesta desde la ventana de su departamento, en el quinto piso: “Juan, ¿puedes subir? Tengo aquí la basura”. Y él sube diligentemente, uno a uno, los escalones hasta el piso de la señora, que le da diez pesos de propina. Cada mañana, Cruz sale a la calle vestido con el traje de los trabajadores de la limpieza de Iztapalapa, la alcaldía para la que trabaja. ¿Te lo dieron ellos? “No, me lo compré yo mismo, para que la gente vea que somos trabajadores, y que nos respeten”, dice. ¿Y el carro? “Tampoco, me lo tengo que comprar yo todo”.
Los guantes le estorban, así que con las manos desnudas selecciona y divide la basura que traen los vecinos. En su búsqueda se encuentra de todo: cebollas, bolsas de papas, tortillas caducadas, cáscaras de huevo, una mata de pelo que parece recién salida de la tubería de la ducha, papel higiénico, pañales. Y las más peligrosas, una jeringuilla, que por suerte tenía el protector puesto, y una pequeña bolsa llena de cristales rotos, que le hace recordar una anécdota. “Fue hace unos años, cuando estaba trabajando con mi hermano”, dice mientras se remanga el uniforme y muestra una cicatriz de cinco centímetros en su antebrazo izquierdo. “Estábamos tirando la basura al camión al final del día cuando me corté, por lanzar una bolsa que tenía cristales. Tuvimos que gastar todo el dinero que ganamos ese día en el hospital. Salió mucha sangre”.
La precariedad del empleo es absoluta: maneja los residuos con las manos y no tiene días de descanso ni nadie a quien pedir ayuda si se pone enfermo o sufre algún accidente durante su horario laboral. Por eso, a través de la plataforma Wiego y el grupo Rifadxs por la basura, están exigiendo que ya no se invisibilice su labor. Tania Espinosa, coordinadora de Wiego para Latinoamérica, asegura que son al menos 10.000 los trabajadores, entre recicladores, barrenderos, recolectores, cartoneros… que trabajan como “voluntarios” para la ciudad. Los otros 14.000 puestos están repartidos entre trabajadores contratados como base del personal de limpia, con un sueldo por encima del salario mínimo, prestaciones sociales y un sindicato que les respalda, y los llamados “nómina 8″, que están dentro de la administración pero cuyos contratos son anuales, no tienen derecho a pensión y no están sindicalizados.
“¡Basura!”, grita Cruz al llegar al siguiente bloque de edificios. Ya son las ocho de la mañana y la gente empieza a salir a la escuela y al trabajo. Él les saluda a todos por su nombre. Mientras, con unas manos cada vez más negras, bebe una horchata que ha comprado a un vendedor que pasaba montado en su bicicleta. El olor de la basura que maneja sin pudor se vuelve casi insoportable, pero él, después de 17 años abriendo y separando los residuos, casi ni se inmuta. “Te vas acostumbrando a los aromas”, dice al ver las muecas de sus invitados. Luego sentencia, entre serio y parsimonioso: “Uno se acostumbra a todo, menos a no comer”.
Con este trabajo, Cruz gana entre 4.000 y 5.000 pesos mensuales, muy por debajo del salario mínimo estipulado por el gobierno. El dinero lo reparte entre la renta de su departamento, sus propios gastos en comida, la pensión alimenticia que le pasa a su exmujer y los gastos que supone cuidar del hijo de los dos, un chico de 22 años con una discapacidad mental. “En realidad es como si tuviera seis años”, dice cariñoso. Nació pocos meses después de que Cruz consiguiese entrar en la Marina. “Y como estaba ahí metido, no le veía casi nunca, así que me salí y empecé a trabajar en mil cosas”, cuenta este padre orgulloso. Al final acabó haciendo trabajos de cableado de departamentos, obras, instalación de tuberías… hasta que encontró esto. “Me metió mi hermano, que ya tenía años aquí”, explica.
Ahora ya lleva 17 años barriendo calles y recogiendo la basura, los mismos que lleva esperando un contrato, con su seguro social y su derecho a jubilación, que nunca llega. Claudia Sheinbaum, la jefa de Gobierno de la Ciudad de México, anunció la semana pasada un aumento del salario para los 25.869 trabajadores “nómina 8″ y “nómina 469″ hasta alcanzar el salario mínimo, que ahora está en 6.311 pesos. Antes estaban cobrando la irrisoria suma de 3.431 pesos al mes. Sin embargo, los trabajadores voluntarios se han quedado fuera de estas subidas, pese a las recomendaciones de la Comisión de Derechos Humanos de la Ciudad de México, que ya pidió, en 2016 y otra vez en 2019, realizar un censo de estas personas, “con el fin de formalizar sus empleos y que gocen de todos sus derechos laborales”. La administración no ha respondido a los intentos de este periódico de establecer contacto.
Pese a todo, a Cruz le gusta su trabajo. El silencio de las primeras horas de la mañana, la estabilidad de recorrer siempre los mismos bloques de pisos, barrer siempre las mismas calles, y una soledad que parece encajar con su carácter. “Te acostumbras a los malos olores y a rebuscar entre la basura, y poco a poco empiezas a amar tu trabajo, porque eres libre”, dice, “nadie te está vigilando, no tienes a ningún jefe detrás de la oreja, solo tienes que hacer bien tu trabajo y listo”. Ya son las diez de la mañana, está a punto de terminar su jornada. Ahora tiene que esperar al camión de la basura, pagarle parte del montón de monedas que ha conseguido y volver a su casa, no muy lejos de aquí, a ver su hijo. “Sí, cuando salgo pronto de chambear me voy a ver a mi hijo y me paso la tarde con él y vamos a jugar y así”, explica Cruz con la parsimonia y la sonrisa que le acompaña con cada empujoncito que da a su carro.