Portino parece mucho mayor de lo que es. Tiene las ojeras grandes como las velas de un barco y una mirada sosegada, madura, casi taciturna. Mientras echa cuentas en su cabeza intentando recordar la edad que tenía cuando empezó a vender en la calle, dice: “Pues ya llevaré como unos 10 años vendiendo. Ahora tengo 22 y empecé cuando tenía 12 años. Mi padre me enseñó cuando era bien pequeño”. La tasa de desempleo en México no supera el 3%, una gran cifra, sino fuera porque esconde una masa ingente de personas que trabajan en la informalidad (el 55% del total), sin seguro médico, derecho a pensión o algo parecido a un horario respetable. Entre esos millones de personas hay de todo: el que tiene su propio puesto de comida, el que vende cocos a las órdenes de un patrón o el que tiene dos trabajos, el formal y el informal, con el que saca un ingreso extra para poder llegar a fin de mes.
Portino es de los primeros. El carro de gomitas y frutos secos que tiene delante es suyo. Trabaja de siete de la mañana a siete de la tarde, mínimo. Lo dice como si nada. Casi siempre está en una esquina de la Roma, una colonia de clase media de Ciudad de México. Cuando llueve se refugia bajo el saliente del edificio que tiene enfrente, y vuelve a la misma esquina cuando deja de llover. Aunque empezó a trabajar a las siete de la mañana y ya son las dos de la tarde, su humor no flaquea. Está contento, silba apoyado sobre un poste mientras ve pasar a la gente y espera tranquilo a que los clientes lleguen hasta su puesto. “Hay que estar contento en esta chamba, si no no se vende”, dice con seguridad, justo cuando se acercan dos señoras. “Hola buenas tardes, ¿qué quieren que les ponga?”.
Aunque la tendencia es a la baja, el trabajo informal en México sigue estando entre los más altos de Latinoamérica. La región tiene 140 millones de personas en la informalidad, un 50% del total de empleados de la región, según la Organización Mundial del Trabajo (OIT). Este organismo ha estimado que estos trabajadores tienen entre 3 y 4 veces más probabilidades de caer en la pobreza que los trabajadores formales, y explican entre el 70% y el 90% de pobreza laboral total. México es el cuarto país con la mayor tasa de informalidad, después de Bolivia, Perú y Ecuador. Sin embargo, en México es la más numerosa, pues detrás del porcentaje se esconden 32 millones de personas que se buscan el salario en las calles y en empresas que no contratan a sus trabajadores.
Eso le pasa a Pablo, también de 22 años. Trabaja desde chiquito en las calles. Está encargado de un carro de cocos, que corta con destreza y cuyo líquido vende en una bolsa de plástico con popote. Empieza a las ocho de la mañana y su hora de salida depende mucho del día. Si llueve, como está haciendo este verano cada tarde a partir de las cuatro o cinco de la tarde, se complican las cosas. Su patrón, que le tiene sin contrato, no le deja marcharse. Señala un tarro de al menos cinco litros de horchata que tiene detrás, y dice: “El patrón quiere que venda toda la horchata antes de volver”. Son las tres de la tarde. La garrafa todavía está hasta arriba de horchata. “Soy de pueblo”, dice con la mirada cansada, “no me queda más que batallarle”.
El economista de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) Edgar Francisco Pérez-Medina cree que el problema “no tiene que ver tanto con la cultura, sino con una estructura económica y política determinada”. En el terreno puramente económico, destaca la insuficiente acumulación de capital en el sector formal, que impide absorber la fuerza laboral disponible. Eso aboca a la gente a la informalidad “como estrategia de supervivencia”, pero en ningún caso llega a proporcionar calidad de vida y un equilibrio entre el trabajo y el resto de actividades. A nivel político, “las deficiencias institucionales y la falta de capacidad estatal para implementar reformas estructurales” agravan y cronifican la informalidad.
También hace referencia a la educación, una carencia sin la que es muy difícil acceder a trabajos formales. Ese es el problema que enfrentan personas como Pablo o Portino, al que su padre sacó de la escuela apenas terminó la primaria, a los 12 años. “Ya ni en el Oxxo te dejan trabajar sin la secundaria”. Encima, como trabaja 12 o 13 horas al día, más el tiempo para el transporte, es imposible encontrar tiempo para estudiar. “La herencia educativa es un factor crucial”, asegura Pérez-Medina. Solo el 5% de los mexicanos con padres sin educación logran alcanzar un nivel educativo profesional, y el 74% de los mexicanos nacidos en hogares más pobres se queda en el nivel económico cuando son adultos.
No muy lejos de la esquina donde estaba Pablo, en una fonda donde dan de comer a los trabajadores de las grandes empresas de la avenida Paseo de la Reforma, trabaja Adriana, una señora simpática con los clientes y rápida entregando las órdenes de comida. El fin de semana, para sacar un ingreso extra, vende escobas y fregonas y otros utensilios en un tianguis (los mercados de puestos que se monta y se desmonta cada fin de semana). “Con lo que me pagan aquí no da”, dice intentando que no la escuche su jefe. “Pero es la tradición en México, siempre se ha hecho así. Y no todos pueden hacerlo, hay que saber desinhibirse para vender. A mí me enseñaron mis abuelos, tenían un puesto”.
Los tres trabajadores enfrentan otro problema que también tiene difícil solución: el pago de la cuota. Aunque tengas permisos oficiales para estar en tu puesto, nadie se libra de pagar al policía de turno. Las cifras varían. Portino, que consigue unos 250 pesos al día de la venta de gomitas y frutos secos, tiene que pagar unos 550 pesos a la semana a los policías encargados del área donde comercia. “Pero con eso ya no te molestan”, asegura. Pablo le paga a la autoridad de turno 50 pesos al día y si traspasa su zona y se encuentra con los policías de la siguiente, también le toca pagar. Adriana, para poder tener su puesto en el tianguis, tiene que pagar a mucha gente, al dueño de la zona, al de la delegación, todos se llevan su parte. “Y si vendes zapatillas pagas más, y si vendes tacos menos”, explica la señora.
En la calle ya son las cinco de la tarde, y como un reloj que ha dado la alarma en lo alto del cielo, empieza a caer una lluvia fina y el viento avisa de que llega tormenta. Portino se refugia debajo del saliente y Pablo, no muy lejos de allí, debajo de la sombrilla que está enganchada a su carro, esperando que vuelva a salir el sol para poder seguir vendiendo la enorme garrafa de horchata que arrastra a todas partes. No parece que hoy vaya a terminar pronto su día.