Han pasado casi tres meses desde que el presidente Emmanuel Macron disolvió el Parlamento en un intento por proporcionar «claridad» política a los franceses. Las sorprendentes elecciones anticipadas, en las que su alianza centrista fue derrotada rotundamente, han aportado de todo menos claridad, aunque los votantes rechazaron instalar a la extrema derecha en el poder. Francia lleva más de seis semanas con un gobierno provisional, el más longevo desde el inicio de la Cuarta República en 1946.
Macron declaró una tregua política durante el verano. Sin duda, muchos franceses lo apreciaron durante los exitosos Juegos Olímpicos y las tradicionales vacaciones de agosto. Sin embargo, el país lleva demasiado tiempo sin un liderazgo claro. Y no se vislumbra ninguna coalición estable que pueda obtener una mayoría sólida en la Asamblea Nacional.
Tras iniciar tardíamente las consultas con los líderes de los partidos el viernes, el presidente rechazó el lunes un intento del Nouveau Front Populaire (NFP) de izquierda, una alianza de cuatro partidos que quedó en primer lugar en las elecciones parlamentarias de junio con 180 escaños en una asamblea de 577.
A pesar de algunas señales ligeramente conciliadoras de Lucie Castets, la poco conocida alta funcionaria que el NFP propuso como candidata a primera ministra, la izquierda pretendía gobernar sola y aplicar su programa en su totalidad. El presidente concluyó, con cierta justificación, que el NFP sería inmediatamente rechazado por los demás partidos y no podría proporcionar la «estabilidad institucional» que el país necesita.
El programa del NFP, que incluye grandes gastos y aumentos de impuestos, y la influencia de la extrema izquierda anticapitalista La France Insoumise, el mayor de sus cuatro partidos miembros, habría sido un desastre para las empresas y la economía. Hubiese sido mejor para la democracia francesa que Macron le permitiese tomar el poder y asumir su inevitable fracaso.
Al contrario, el intento del presidente de intervenir en la formación del próximo gobierno da la impresión de que no ha digerido las implicaciones de su apuesta electoral: los franceses han votado por el cambio, rechazando su gobierno y apoyando a los partidos de la oposición, lo que ha desplazado el poder político del Palacio del Elíseo al Parlamento. No actúa como un árbitro neutral de la Constitución, sino como un político con un legado que defender.
El objetivo de Macron es mantener un gobierno de centro que se alinee con la línea proempresarial que ha adoptado durante los últimos siete años. Para ello, necesita que el centro-izquierda moderado y los verdes abandonen las posiciones de línea dura de la extrema izquierda y trabajen con su alianza centrista y el centro-derecha. Desgraciadamente, ha hecho poco por atraer a los socialdemócratas, y su prepotente rechazo al NFP no ha hecho más que unir aún más a los partidos de izquierda.
El sistema político francés, desde el presidente hacia abajo, carece de una cultura de compromiso. No existe tradición alguna de formar coaliciones ni de elaborar acuerdos para ejecutar programas, como en muchos otros países europeos. Durante el verano, ninguno de los principales partidos hizo intento alguno de encontrar un terreno común con sus pares en materia de política. La izquierda ha asumido erróneamente que ha ganado las elecciones y que tiene derecho a ejercer el poder contra la mayoría. El centro-derecha ha publicado una lista de exigencias políticas intocables. Los centristas de Macron han sido los más abiertos, siempre que se dejen en paz sus logros.
Por varias razones, se trata de un juego peligroso. Políticamente, da la impresión de que los 10 millones de personas que votaron a la extrema derecha son ciudadanos de clase baja. Alimenta el resentimiento contra el sistema democrático francés, que no funciona para todos. A corto plazo, centristas, socialistas y conservadores de la corriente dominante podrían trabajar juntos. Pero debe tratarse de un acuerdo temporal, pues de lo contrario la única alternativa a estos grupos moderados en las futuras elecciones francesas será la extrema derecha o la extrema izquierda. Podemos estar seguros de que, si cualquiera de los dos llega al poder, hará con sus oponentes lo que acaba de hacer con ellos: negarles puestos influyentes en la legislatura.
Desde el punto de vista económico, estos movimientos podrían poner en peligro todos los progresos recientes de Francia, al tiempo que no se afronta la necesidad de aumentar la productividad y controlar el gasto público. En los últimos 10 años, un nuevo espíritu empresarial ha vigorizado el país. La inversión extranjera directa se ha disparado. Las empresas han acudido en masa al evento anual “Choose France” y “La French Tech”, similares a Davos, para promover sus inversiones en Francia. El desempleo ha disminuido y se ha protegido el poder adquisitivo. A diferencia de otros países de la OCDE, las desigualdades de renta no han aumentado. La mayoría de los indicadores económicos han mejorado, salvo la productividad y las finanzas públicas.
La campaña electoral ignoró estas cuestiones. En su lugar, los partidos, especialmente los de los extremos, abogaron por subir los impuestos para financiar aún más gastos y medidas que complicarían hacer negocios en Francia. Para nivelar las desigualdades de renta, la misma receta llegó desde la extrema izquierda y la extrema derecha: un salario mínimo más alto (cuando Francia ya tiene uno de los más altos en comparación con el salario medio), mayores impuestos a «los ricos» (una noción vaga) y una edad de jubilación más baja. Estas medidas darían al traste con 10 años de políticas que han hecho más atractivas las empresas en Francia y han impulsado el empleo.
Los verdaderos problemas de Francia son otros. Entre ellos, la combinación de una fiscalidad elevada con un acceso deficiente a los servicios públicos fuera de las grandes ciudades. Francia es uno de los países con mayor nivel de redistribución, lo que limita las desigualdades de renta, pero oculta profundas desigualdades regionales. Según Yann Algan, profesor de la escuela de negocios HEC de París, el 60% de los «franceses ejojados» critican el alto nivel de impuestos, mientras que otros se quejan de servicios públicos menos accesibles.
A pesar de que el país tiene uno de los índices más altos de la OCDE en relación con el PIB tanto en impuestos como en gasto público, muchos habitantes de las afueras de las grandes ciudades reclaman dificultades para acceder a los servicios sanitarios, soportan unas instalaciones de transporte deficientes y se enfrentan a un sistema educativo deteriorado. Estos desequilibrios regionales alimentan la ira coelctiva. La creciente desigualdad educativa, entre los que tienen acceso a una escolarización de calidad y los que no, hace temer a los padres por el futuro de sus hijos. La mayoría de la clase media siente el peso de los impuestos y teme descender en la escala social. Hay un estrecho margen entre la «clase media alta», que gana más de 4.000 euros al mes, y el nivel inferior.
La baja productividad y las tensas finanzas públicas de Francia no pueden resolverse revirtiendo las políticas favorables a las empresas de la última década. La polarización política no puede resolverse creando una nueva polaridad entre «los extremos» y el «centro republicano». El problema de la productividad exige una mejor educación y libertad de empresa, para permitir la agilidad en el espacio laboral. El problema de las finanzas públicas exige contención del gasto, empezando por el gasto social, que asciende al 32% del PIB. El estancamiento político exige alejarse de un partido centrista único, en cuanto se apruebe el presupuesto para 2025. Francia necesita un centro-izquierda y un centro-derecha renovados para volver a crear alternativas a los extremos.