El modelo de masculinidad violenta es inculcado en los hombres desde la adolescencia. Como sociedad debemos erradicarlo

El modelo hegemónico de masculinidad trae riesgos implícitos para los seres humanos: mujeres, hombres y otras identidades. Eso se hace visible, por ejemplo, en la sobremortalidad de los varones en América Latina, y en las primeras causas de muerte masculina en nuestro país

Históricamente, en México, el concepto de masculinidad ha estado vinculado a ciertas expectativas y roles tradicionales. Estos roles a menudo han incluido la idea de que los hombres deben ser proveedores, líderes y protectores de sus familias.

En la sociedad mexicana contemporánea, ha permeado una mayor conciencia y discusión sobre la diversidad de expresiones de género y la necesidad de cuestionar los roles de género tradicionales. Se han producido cambios en las expectativas sociales en relación con la masculinidad, y se ha llevado a cabo una mayor apertura a expresiones más amplias y diversas de la identidad de género.

Sin embargo, el modelo de masculinidad patriarcal y por ende, violento sigue teniendo un impacto significativo en la construcción de identidades de género. Pensemos particularmente en la manera en que se concibe y se ejerce la masculinidad con relación a la violencia – mediante la denominada narcocultura.

Ropa de marca, fajos de billetes, carros de lujo y armas. Las redes sociales se han inundado en los últimos meses en México de videos en los que los usuarios tratan de mostrar vidas idílicas, que emulan los hábitos asociados a la cultura del narcotráfico sin pertenecer necesariamente a un grupo delictivo. Influencias como la del corrido bélico —un subgénero musical que incorpora la violencia y las características de la música moderna al corrido— han renovado el panorama y la imagen que los jóvenes tratan de mostrar en sus cuentas. Todo ello, acompañado de una etiqueta: alucín.

El término, que hace referencia a aparentar otra vida, acumula en Tiktok 5,8 billones de reproducciones; y en Instagram 33.000 publicaciones. Expertos consultados por este diario acerca del fenómeno afirman que la finalidad de esta tendencia es llamar la atención y que supone “una llamada de auxilio” por parte de la sociedad mexicana más joven. En algunos casos, los cárteles de drogas han perpetuado estereotipos de masculinidad asociados con la virilidad, la valentía y la fuerza física.

Estos estereotipos pueden alimentar la participación de hombres en actividades delictivas y fomentar una cultura de la violencia.

La profesora de la facultad de Filosofía de la UNAM Ahinoa Vásquez explica que la difusión de este tipo de contenido en Tiktok —la red social con más presencia de la generación Z— es “un reflejo de la realidad” que vive México. Reflexiona sobre si realmente el contenido podría llevar a la vinculación de los jóvenes con el narcotráfico, y concluye que en realidad es una forma de querer “ser visto y respetado”.

Con ello, la investigadora defiende la premisa de que la tendencia no se proyecta en la realidad, sino que es la realidad la que se proyecta en el contenido. Vásquez advierte de que se ha de distinguir entre dos conceptos en los que la apología se encuentra separada por una delgada línea: la narcocultura y la narcoficción. “La narcocultura es la que producen los narcotraficantes para los narcotraficantes; y las narcoficciones las produce gente que no tiene nada que ver con el narcotráfico y para gente que no tiene nada que ver con el narcotráfico”, explica.

El modelo hegemónico de masculinidad trae riesgos implícitos para los seres humanos: mujeres, hombres y otras identidades. Eso se hace visible, por ejemplo, en la sobremortalidad de los varones en América Latina, y en las primeras causas de muerte masculina en nuestro país.

En México, a pesar de los feminicidios (al menos 11 mujeres al día), los varones tienen mayor probabilidad de morir más jóvenes en comparación con las mujeres. En la Ciudad de México, según un estudio de los institutos nacionales de Estadística y Geografía, y de las Mujeres (2018), su esperanza de vida es cinco años menor, refiere César Torres Cruz, académico del Centro de Investigaciones y Estudios de Género (CIEG).

Desde los 15 y hasta los 40 años las primeras causas de fallecimiento de los hombres mexicanos son: agresiones (peleas en la calle, golpearse, etcétera); accidentes de tránsito en vehículos conducidos mayoritariamente por ellos; enfermedad hepática relacionada con el consumo exacerbado de alcohol; y suicidio.

Esos motivos se relacionan con el género, con un modelo hegemónico de masculinidad que enseña que “ser hombre es equivalente a ser fuerte, arriesgado, temerario, enfrentar el peligro; aunque en la vida cotidiana eso tiene efectos nocivos para nosotros. Por eso es muy probable que muramos más jóvenes, por agredirnos o por no acudir al médico y así demostrar que uno resiste todo el tiempo”, recalca.

El doctor en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM expone que, a partir de una mirada crítica, “me sumo a las voces que crean disputa y polémica, y cuestionan por qué tener esta conmemoración si en sociedades patriarcales parece que todos los días son el ‘día del hombre’. Personalmente no estoy a favor de esta iniciativa, pero podemos aprovecharla para fomentar relaciones de género más equitativas y reiterar que el modelo de masculinidad mencionado trae implícitos riesgos para todos los seres humanos”.

¿Cuál es el significado de ser hombre en la actualidad?

Expertos establecen que hay diversas maneras de habitar la masculinidad, que es necesario generar nuevos modelos de ésta y pensar en los varones más en el terreno de la feminidad, sin que eso sea el equivalente a dejar de ser hombres.

Ellos también creen que la salud sexual y reproductiva es un tema que atañe sólo a las mujeres. Padecimientos como el cáncer de próstata o infecciones de transmisión sexual permanecen ocultos, porque somos educados como sujetos sanos, que “nunca se enferman”.

La masculinidad es una construcción social que cambia a lo largo de la historia, y que es distinta de un sitio a otro. Poco a poco se generan otros modelos, más cercanos a lo que se considera femenino, en los que se establece que llorar forma parte de los seres humanos, igual que sentir ansiedad; además se vale realizar actividades relacionadas con la fuerza o el riesgo, y las que históricamente se establecen como femeninas. Así se extiende el abanico de la feminidad y la masculinidad, y se propician relaciones de género más equitativas.

Es difícil derrumbar sociedades patriarcales. Por ello, a partir de la infancia se debe brindar educación con perspectiva de género, en la escuela y el hogar. En las primeras etapas de vida se pueden promover nuevos modelos de masculinidad, necesarios para las personas, como los que se fomentan en la UNAM mediante asignaturas impartidas en las entidades académicas, y talleres, diplomados y grupos de diálogo, organizados por el propio CIEG e instancias como la Coordinación para la Igualdad de Género.

La literatura, la música y el cine actuales han reflexionado reiteradamente sobre las formas en que, durante la adolescencia, se asumen e interiorizan los rasgos más nocivos y peligrosos del modelo de la masculinidad. En efecto, si no cabe duda de que los varones se ven obligados a demostrar, desde muy jóvenes, su virilidad mediante actitudes, palabras y acciones acordes con su sexo, no es menos cierto que es sobre todo en la adolescencia cuando tales comportamientos se convierten, en la práctica, en el instrumento de una precisa y prepotente jerarquía de poder.

Es decir, es en esta etapa de la vida cuando la adhesión natural e ingenua a las normas de género de la infancia -comportarse como hombres y no como ” maricas”, vestirse con ropa considerada masculina, practicar juegos y deportes masculinos u ocultar rasgos “femeninos” de la personalidad- se transforma en algo mucho mayor: en una forma de “nobleza”, un medio seductor y peligroso que asegura a los varones el reconocimiento como miembros de un grupo de estatus superior.

En este sentido hay que entender el grupo de jóvenes, ese grupo de iguales que en realidad está fuertemente jerarquizado en su interior y en el que el orden está regulado por micropoderes quizá poco visibles, pero muy eficaces. Los chicos, de hecho, aprenden pronto a lidiar con la precariedad de la virilidad, a construir su propia coraza protectora que les mantiene a salvo de la mirada indiscreta y juzgadora de los demás miembros del grupo y de una condición desvirilizada de debilidad y descontrol.

Muchos jóvenes viven la relación con su cuerpo y su sexualidad de forma problemática, implicándose concienzudamente en prácticas y comportamientos compensatorios y defensivos que impiden a los demás -especialmente a sus compañeros de edad- ver a través de ellos, discernir la posible presencia de señales femeninas en su comportamiento. Para adherirse a un modelo tradicional de masculinidad y acceder a las ventajas sociales de ser hombre, cada vez más adolescentes se entrenan en la agresividad, interiorizan mecanismos de dominación y prevaricación, se condenan a sentir emociones silenciosas y dan constantes muestras de su poder masculino ante un imperceptible jurado de enjuiciamiento -representado por la pandilla, pero también por hermanos mayores, compañeros de edad o de colegio- dispuesto a asignarles una “licencia masculina” o a denunciar cualquier posible impostura de género.

El modelo de masculinidad violenta es aquel que -si, en parte, absorbemos desde la infancia en la familia de manera espontánea- aprendemos y consolidamos sobre todo en la adolescencia: es decir, en esa fase de desconcierto existencial debido, por un lado, al crecimiento y al desarrollo sexual y, por otro, a la ansiedad por definir una nueva personalidad. Soportar esta carga durante mucho más tiempo no es fácil, sobre todo porque ya es la causa de numerosos problemas como la agresividad, las autolesiones y diversas formas de abuso de sustancias en las nuevas generaciones. A la luz de esta cultura, no podemos considerar los casos de violencia masculina contra las mujeres como hechos esporádicos, extraordinarios y privados.

Es necesario, como sociedad, interrogarnos sobre el modelo de masculinidad que seguimos proponiendo a las nuevas generaciones, intentar deconstruir -a través de recorridos psicoterapéuticos e intervenciones conscientes en las escuelas, en las familias, en las comunidades construidas en torno a espacios y actividades- las dinámicas de poder grupal, para desmantelar aquellas formas de violencia que en realidad están enraizadas en la debilidad y la incertidumbre adolescente y que, día tras día, contaminan nuestro presente.