Las portadas de los diarios del viernes acumularon detalles sobre la cacería más importante de un narcotraficante mexicano en décadas. En ese cúmulo de información, sin embargo, había una enorme ausencia: la provocada por el silencio del Gobierno de López Obrador.
La administración más parlanchina de la historia enmudeció ante una noticia del tamaño del sexenio. O no tenían nada qué decir, o no podían decir lo que querrían haber dicho. Y así, la mañanera del día después se puede definir como el ejemplo clásico de “comer sapos”.
Andrés Manuel López Obrador fue ninguneado por el Gobierno de Estados Unidos en el operativo para hacerse de Ismael ‘El Mayo’ Zambada (y de Joaquín Guzmán Jr), la figura más elusiva de cuanto narcotraficante ha existido en México en medio siglo.
Según reportó la secretaria de Seguridad Ciudadana, Rosa Icela Rodríguez, el Gobierno de la República más vocal en su defensa de la soberanía se enteró de un operativo para atrapar al cofundador del Cártel de Sinaloa cuando la detención era un hecho consumado.
Y más de quince horas después de los primeros telefonazos de Washington, la funcionaria reconoció ante la prensa reunida en Palacio Nacional que seguían a la espera de que la administración Biden les diera más información sobre los hechos culminados en Texas.
Duro golpe, entonces, al narcotráfico clásico mexicano y al orgullo de un gobierno que en su primera comparecencia tras la caída del Mayo no puede explicar por qué tuvo que ser otro país el que lo detuviera, ni por qué no supo del operativo con debida y diplomática antelación.
Estados Unidos ha dado una cucharada de amargo chocolate a López Obrador al hacer justicia extendiendo su mano aquende el Bravo. Aunque aún faltan piezas sobre el puzzle que puso tras las rejas al Mayo, lo evidente es que no cayó circunstancialmente.
El rédito electoral que el presidente estadounidense Joe Biden quiera sacar de la detención del capo sinaloense no hará que su adversario Donald Trump aminore la cizañosa retórica con que condena sin juicio al actual Gobierno mexicano.
De alguna torcida manera, el candidato republicano se creerá validado en su diagnóstico: tan es cierto que México no puede con los cárteles que hasta los demócratas se ven forzados a hacer caso de mi propuesta de emprender unilateralmente operativos extraterritoriales.
Andrés Manuel ha sido ninguneado por quienes tanto le habían consentido: hoy confirma que los almuerzos no son gratis. El embajador Ken Salazar le explicará que no es nada personal, que como siempre a su país lo guían los intereses, no la amistad.
La política de Washington es invariable, así sea hipócrita. Ellos, que no asumen responsabilidad en la gran problemática del fentanilo en sus calles, buscan al culpable al viejo estilo: es extranjero, es maligno, es enemigo de América, y por tanto qué importa la soberanía de otros.
México por su parte, se atraganta por la ofensa con una mezcla de indignación por el procedimiento, pero sin margen para defender sin rubor que en el país se está caminando de manera óptima para contener el poderío de los grupos criminales.
Es tan enrevesada la violencia que atestiguamos, que ahora son mexicanos de Chiapas los que buscan refugio en Guatemala por el acoso de salvajes criminales y el desamparo de un Gobierno federal (el local es una broma) acostumbrado a minimizar el dolor por las balas.
Porque hasta la mejor maquinaria de comunicación sucumbe a la vieja advertencia de que se puede engañar a muchos un tiempo, pero no a todos y menos todo el tiempo.
La leyenda detrás de los apellidos criminales detenidos el jueves genera un terremoto mediático que no puede ser contenido mediante trucos discursivos de un presidente que vive confiado en que gracias a su persuasión en el país solo pasa lo que él dice, y nada más.
Encima el mandatario no tiene excusa. La detención del Mayo ocurre a dos meses del fin sexenal, cuando ya tuvo todo el tiempo, y un enorme poder, para construir su policía militarizada. No lo madrugaron, lo exhibieron: tantísima Guardia Nacional y tan pocas nueces.
Y lo que sigue va mucho más allá de la reputación de un mandatario humillado, como antes otros, por Washington.
El tiradero por esta captura de EEUU lo pagará México y las y los mexicanos. Los reacomodos en los liderazgos de las organizaciones criminales se negocian con plomo y sangre.
El cartel golpeado por la detención del jueves padecerá violencia interna y externa, en escaramuzas que para nada son asépticas en términos de costos a la población que ajena a los grupos delincuenciales.
En días o semanas, a juicio de los especialistas, varias regiones y no solo el estado de Sinaloa, podrían padecer la violenta inestabilidad que la caída de un jefe de jefes suele acarrear. Contener ese peligro le toca a un Gobierno inmerso en festejos autocomplacientes.
Las giras de AMLO y la próxima presidenta son efectivas para crear la sensación de un país dispuesto para un salto histórico. Mas la realidad de los mexicanos de a pie se asemeja a la ejecución del brazo derecho de Omar García Harfuch el domingo en el Estado de México.
Ese también es uno de los mensajes de la captura del Mayo que impactan en la credibilidad de López Obrador. El modelo prohibicionista que él abraza sigue incolumne: México pone demasiados muertos en su intento de contener la industria que suple la demanda estadounidense. La fuerza de ese mercado, y la debilidad institucional nacional, ha derivado en que grupos criminales expandan sus intereses al expolio de todo tipo de comunidades productivas. Es un círculo vicioso.
Andrés Manuel se aferró al éxito de su comunicación, que sin duda se traduce en datos históricos en la baja de percepción de inseguridad al tiempo de que las víctimas prefieren dirigirse directamente a los criminales para suplicar ayuda, permisos, dispensas o negociaciones.
Si en su momento el presidente declaró que sin paz no habría lo que él llama “transformación”, hoy sobran ejemplos para medir esas palabras: Guerrero es un estado sin Estado, Chiapas es la selva nunca mejor dicho, en Nuevo Laredo los OXXOS cierran porque quien cobra impuestos o impone condiciones no fue electo, en Baja California a quien alza la voz lo ajustician a plena luz del día…
Un nuevo barómetro para evaluar esa promesa presidencial llegó el jueves: si es Estados Unidos el que sin avisar viene por los grandes criminales, entonces el presidente tabasqueño se retirará el 30 de septiembre sepultando a la Suprema Corte, pero sin dejar ni fiscalías funcionales, ni policía eficiente, ni grupos criminales arrinconados, ni caminos que se puedan transitar en santa paz.
En pocas palabras, sin transformación en la seguridad, esa tarea que da justificación a cobrar impuestos y utilizar la fuerza.
Las imágenes del Mayo detenido en EEUU sellarán el sexenio que edificó un despliegue policiaco nacional cuya estrategia, sin embargo, no incluía el contener crímenes como la extorsión, ni el surgimiento de nuevos y salvajes grupos criminales, y menos el narcotráfico.
Esa operación trasnacional de la que Palacio reconoce no haber sido notificado ex ante tira el telón y desnuda que las agencias estadounidenses tomaron al territorio nacional como su patio de operaciones y al discurso soberanista de AMLO como mero folclor.
No será sorpresa si con el tesón que le caracteriza, y el poder del que abusa, Andrés Manuel intenta convertir esta abolladura en un timbre de orgullo de su lucha por la soberanía, en un ardid para denunciar que Estados Unidos es mala paga, imperialista y traidor.
Si toma ese camino, enardecerá a no pocos, ya que en el fondo y sobre todo en las formas hay algo de razón.
Sin embargo, AMLO no escapará al escrutinio elemental: por qué la inteligencia del Estado Mexicano, con mayúsculas, no solo no pudo detener antes al Mayo, sino ni siquiera advertir que estaba en marcha una operación que dejaría en ridículo la manida y permanente proclama nacionalista del tabasqueño.
En el Gobierno que se reúne todas las mañanas a las 6.00 de la mañana a revisar los temas de la grave agenda de la inseguridad, no pudieron ni una cosa ni la otra. Y eso todo mundo lo sabe desde el jueves, día en que enmudecieron para no reconocer lo obvio: que fueron ninguneados.