El progreso tecnológico es una fuente esencial de crecimiento económico, pero sus consecuencias no siempre se reflejan del todo en el producto interior bruto. A veces, una nueva tecnología lo cambia todo: la forma en que trabajamos, la forma en que vivimos, la forma en que nos relacionamos en la sociedad. Pensemos, por ejemplo, en los efectos de la píldora anticonceptiva. Si nunca se les ha ocurrido que la anticoncepción moderna es una tecnología transformadora o, en términos más generales, que la ampliación de la capacidad de elección de las mujeres ha tenido profundas repercusiones económicas y sociales, no son, ni muchos menos, los únicos.
Se han escrito innumerables libros y artículos sobre el impacto de, por ejemplo, la globalización y la tecnología de la información en la economía. Pero en 2002, cuando Claudia Goldin y Lawrence F. Katz publicaron un artículo titulado El poder de la píldora: los anticonceptivos orales y las decisiones profesionales y sobre el matrimonio de las mujeres, se adentraban en un campo escasamente poblado.
El mes pasado, Goldin, catedrática de Harvard, recibió el Premio Nobel de Economía en reconocimiento a su contribución al conocimiento de los resultados de las mujeres en el mercado laboral. Fue un honor muy merecido. De hecho, pareciese que el anuncio del Nobel fue un poco injusto con Goldin al no destacar sus importantísimas contribuciones más allá del tema del trabajo femenino. En particular, no mencionaba su trabajo sobre la desigualdad en general, en particular su papel en la documentación de la disminución repentina y drástica de la desigualdad que tuvo lugar en la década de 1940, que creó la sociedad de clase media en la que me crié (y que ahora ha sido destruida).
Lo cual no quiere decir que el trabajo de la mujer sea un tema menor. Es un tema inmensamente importante, de cuyo estudio Goldin fue pionera. Pongámoslo así: durante la mayor parte de la década de 1960, las mujeres estadounidenses en la plenitud de su vida laboral tenían menos de la mitad de probabilidades que los hombres de formar parte de la población activa remunerada; en el año 2000, se habían eliminado tres cuartas partes de la brecha de género en la participación en la población activa.
Esto supuso un gran aumento de la oferta de mano de obra de la economía y, por consiguiente, del producto interior bruto en potencia; cálculos retrospectivos indican que el impacto del aumento del empleo femenino en el crecimiento económico es comparable, por ejemplo, a los efectos de la globalización.
Pero el impacto en el PIB era solo una parte de la historia. En 2006, Goldin publicó una extraordinaria panorámica de la historia de la mujer trabajadora en Estados Unidos. Como demostró, el porcentaje de mujeres en la población activa remunerada aumentó de forma constante entre 1930 y 1970, un incremento que Goldin atribuía a la combinación del desplazamiento de la economía del trabajo manual al trabajo de oficina y al aumento de la educación de las mujeres, junto con la difusión de tecnologías domésticas como frigoríficos y lavadoras que liberaron a más mujeres casadas para trabajar fuera de casa.
Pero estos cambios, según ella, no modificaron en un principio la idea que la sociedad y las propias mujeres tenían del trabajo femenino. En su mayor parte, las mujeres eran vistas y se veían a sí mismas como asalariadas secundarias, que trabajaban para complementar los ingresos de su familia, pero estaban dispuestas a abandonar la vida laboral si tenían hijos o sus maridos ganaban lo suficiente como para no necesitar el dinero.
Sin embargo, en torno a 1970 se produjo lo que Goldin denominó una “revolución silenciosa” en el papel económico de la mujer, que empezó a ver el trabajo de forma muy parecida a como lo veían los hombres. Se veían a sí mismas con posibilidades de seguir trabajando incluso después de casarse, lo que las llevó a formarse más, a casarse más tarde y, como siempre habían hecho los hombres, a ver su trabajo como una parte importante de su identidad. Esto supuso una profunda transformación de la sociedad, yo diría que para mejor.
Y un importante facilitador de esta transformación fue la píldora anticonceptiva, que posibilitó que las mujeres retrasaran el matrimonio, lo que, a su vez, escribía Goldin, significó que “podían tomarse más en serio la universidad, planificar un futuro independiente y formar su identidad antes de casarse y tener familia”. Dicho esto, no hay que tragarse el crudo determinismo tecnológico. Goldin y Katz señalaban que la píldora no tuvo sus efectos más profundos hasta que, a finales de la década de 1960, se eliminaron las restricciones legales que la hacían inasequible para la mayoría de las mujeres solteras. El último trabajo de Goldin se titula Why Women Won [por qué ganaron las mujeres], y subraya la importancia de la gran expansión de los derechos de la mujer entre 1965 y 1973.
Muchos de los comentarios que he visto sobre Goldin desde el anuncio del Nobel se centran en las perspectivas de eliminar las barreras que aún existen para el avance de la mujer. Pero en el entorno político actual, creo que también debería preocuparnos el retroceso. Los conservadores han conseguido anular la sentencia de la causa Roe contra Wade [sobre el derecho a abortar], y muchos estados republicanos se han apresurado a prohibir el aborto. Una facción significativa se propone ahora restringir el acceso al control de la natalidad, y no hay que dar por hecho que no vaya a ocurrir.
Sin embargo, dejando a un lado los presagios, este es un momento maravilloso para la profesión económica. La investigación pionera de Goldin, muy arraigada en la historia, pero enormemente relevante para el presente, es un modelo de lo que deberían ser las ciencias sociales. Este es verdaderamente un Nobel que merece ser celebrado.