Las guerras en África rara vez ocupan los titulares globales. Cuando lo hacen, es porque el desastre ya es inminente. La toma de Goma por los rebeldes del M23, con respaldo de Ruanda, no es un conflicto local ni una simple disputa interna: es un conflicto armado internacional que está redibujando el mapa del poder en África Central. La caída de esta ciudad clave no solo cambia la dinámica militar en la región, sino que también expone una realidad que el mundo lleva décadas ignorando: la guerra en el Congo no es solo una crisis humanitaria, es una batalla geopolítica por los recursos que sostienen la economía global.
En cuestión de días, el M23—un grupo armado tutsi con vínculos directos con el gobierno de Paul Kagame—tomó el aeropuerto de Goma, se adueñó del centro de la ciudad y estableció patrullajes en la frontera con Ruanda. Los combates han dejado más de 100 muertos y casi 1,000 heridos. Hospitales colapsados, cadáveres en las calles, saqueos y desplazamientos masivos. Mientras los residentes intentaban recuperar un mínimo de normalidad tras días de encierro, solo veían fuerzas del M23 patrullando las calles, con la presencia cada vez más evidente de soldados ruandeses operando en territorio congoleño.
Este no es un episodio aislado. Desde hace años, la República Democrática del Congo ha denunciado la intervención directa de Ruanda en su territorio. Informes de la ONU confirman que miles de soldados ruandeses operan junto al M23 y que Kigali ha estado extrayendo ilegalmente toneladas de coltán y cobalto, minerales clave para la tecnología moderna. Quien controle Kivu del Norte y Kivu del Sur controla una parte fundamental del suministro global de estos recursos. Smartphones, autos eléctricos, turbinas eólicas, satélites: todos dependen de lo que yace bajo el suelo congoleño.
Mientras tanto, la diplomacia fracasa. El presidente congoleño, Félix Tshisekedi, rechazó asistir a una cumbre con Kagame, dejando en claro que ya no ve sentido en negociar con quien considera su agresor. En Kinshasa, la indignación se convirtió en furia cuando manifestantes atacaron embajadas extranjeras, exigiendo una respuesta internacional más fuerte. Pero más allá de las condenas de Estados Unidos, la Unión Europea y la ONU, la realidad es que Ruanda ha construido su influencia con un respaldo silencioso de las potencias que dependen de estos minerales.
El M23 ya anunció que su avance “continuará”. No hay razones para pensar que se detendrán en Goma. Con las fuerzas congoleñas debilitadas y sin un freno diplomático real, el conflicto tiene todo para expandirse. Burundi ya ha desplegado tropas para reforzar el sur del Congo, lo que eleva aún más el riesgo de una guerra regional. La pregunta ya no es si habrá una escalada, sino cuándo.
El mundo está viendo en tiempo real cómo se consolida un nuevo tipo de imperialismo: no el de las potencias coloniales tradicionales, sino el de los países que aprendieron a jugar con las reglas del poder global. Ruanda, que alguna vez fue víctima de la historia, ahora se posiciona como un actor clave en la explotación de recursos del Congo. Lo hace con tácticas modernas: insurgencias controladas, influencia silenciosa y una red de extracción de recursos que beneficia tanto a Kigali como a las empresas multinacionales que necesitan estos minerales.
Este no es un conflicto interno. Es una lucha internacional por el control de los recursos estratégicos del futuro. Y como siempre, quienes pagan el precio son los millones de civiles atrapados en medio de una guerra que ya dejó de ser solo suya. El Congo está en llamas, pero el mundo, como tantas veces antes, finge que no lo ve.