El populismo ha proyectado una sombra particularmente larga sobre Latinoamérica. Los oradores de masas que proclaman una nueva utopía son una constante en su historia reciente.
El general Juan Domingo Perón engendró un movimiento homónimo en la década de 1940 tan poderoso que ha dominado la política argentina desde entonces. Más recientemente, la “revolución bolivariana” de Hugo Chávez en Venezuela y la “cuarta transformación” de Andrés Manuel López Obrador en México han seducido a los votantes con promesas mágicas que desmienten el autoritarismo de sus respectivos líderes.
En este panorama político tan poco prometedor, la decisión de Chile en el referéndum del domingo de rechazar de forma contundente una constitución imposiblemente utópica destaca como un notable ejemplo de madurez cívica. Se trata de un revés para el presidente de izquierda Gabriel Boric, el antiguo líder de las protestas estudiantiles que había apostado mucho capital político en el proyecto radical ahora rechazado.
A los votantes se les prometió, casi literalmente, la tierra (el proyecto habría concedido derechos constitucionales a la naturaleza). Entre los 388 artículos redactados por una asamblea especialmente elegida tras un año de debates a veces estridentes, abundaban las zanahorias de aspecto atractivo.
El proyecto de constitución obligaba al Estado no sólo a proporcionar salud, educación y vivienda, sino también a garantizar la producción de alimentos saludables y la promoción de la cocina nacional chilena. Curiosamente, en un país en el que millones de personas aún carecen de servicios de Internet de banda ancha, habría garantizado el derecho a la “desconexión digital”.
Sin embargo, los chilenos vieron la utopía en medio de una realidad más prosaica, con una inflación creciente, una economía en desaceleración y un sinfín de problemas económicos. Casi el 86% acudió a votar, y casi el 62% de ellos votó en contra de la nueva constitución.
Semejante madurez electoral es muy poco habitual en cualquier lugar, y menos aún en un país de renta media. Según un estudio global realizado por dos académicos estadounidenses, Zachary Elkins y Alexander Hudson, los votantes han aprobado el 94% de las 179 nuevas constituciones que se les han presentado desde la Revolución Francesa de 1789.
Pero los chilenos no abandonaron el deseo de desprenderse del pecado de origen de la actual constitución, redactada bajo la dictadura militar de Augusto Pinochet entre 1973 y 1990. El presidente de la izquierda colombiana, Gustavo Petro, tuiteó tras el resultado del domingo por la noche que “Pinochet ha vuelto a la vida”. No podía estar más equivocado.
“Se han cruzado algunos umbrales y no hay vuelta atrás”, afirmó Andrés Velasco, un ex político chileno que ahora es decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics. “Habrá una nueva Constitución. La representación de las mujeres y de las minorías étnicas se ha instalado en la política, el acceso al aborto se ampliará y el matrimonio homosexual seguirá siendo legal. En materia de valores e inclusión, Chile ha avanzado y esto no cambiará”.
Lo que probablemente venga después es un nuevo intento de reescribir la Constitución. Esto corregirá los errores del pasado asegurando que los delegados de una nueva asamblea constituyente sean más representativos de un país que está ampliamente dividido entre la izquierda y la derecha. Seguirá garantizando que las comunidades indígenas, marginadas durante mucho tiempo, tengan representación, pero asegurando que ésta sea proporcionada. No dará a los activistas de un solo tema una ventaja injusta.
De este proceso surgirá probablemente una nueva carta que otorgue mayores derechos individuales a los chilenos y un papel más importante al Estado para garantizar los servicios públicos esenciales. En resumen, algo más parecido a un estado de bienestar al estilo europeo y menos al libre mercado friedmaniano. Será una evolución más que una revolución.
Alentadoramente, ese proceso promete ser pacífico y democrático. A las pocas horas del resultado del referéndum de anoche, los chilenos de casi todo el espectro político aceptaron el resultado como justo, realizaron declaraciones conciliadoras y empezaron a construir un consenso para una nueva carta más moderada. Incluso Boric aceptó la necesidad de un documento “que nos una como país”.
En su abrumador deseo de rechazar el populismo y abrazar el consenso, expresado pacífica y democráticamente, los chilenos han dado un ejemplo al mundo.