El barro se adueñó de México en los últimos días. Dos hechos ocuparon los comentarios nacionales. Primero, la nominación por Morena —el partido del presidente— de Evelyn Salgado, quien reemplazará a su padre, Félix Salgado Macedonio, en la candidatura a la gobernación del estado de Guerrero. Luego, el brutal desastre de la Línea 12 del metro de Ciudad de México, que dejó al menos 26 muertos y más de medio centenar de heridos.
Ambos parecen un hecho y un evento aislados, pero su génesis y consecuencias están entrelazados con el movimiento que creó y modela Andrés Manuel López Obrador, como presidente del país y líder de Morena. En el caso de Salgado Macedonio, AMLO no tolera que le digan qué puede y no puede hacer; en el del metro, ha demostrado la incapacidad empática de los alienados: el accidente le fastidia porque se entromete con sus planes y lo somete a una observación pública que detesta.
AMLO parece haberse convertido en esos monarcas aislados que no soportan que la realidad imponga límites a su divino deseo. El rey pasa la mayor parte del tiempo en Palacio Nacional, arropado por una corte de aduladores. Apenas sale para hacer turismo proselitista en baños de masas. ¿Por qué tiene que sufrir demandas de transparencia y rendición de cuentas? ¿Por qué el nepotismo en el corazón de su partido o la muerte de personas en un tren habrían de detener el paso de su locomotora transformadora?
México encara a principios de junio elecciones legislativas y de gobernadores y López Obrador podría acumular más poder. Con mayoría en el Congreso, una oposición debilitada y pocos contrapesos institucionales independientes, la democracia mexicana está en riesgo. Un gobierno incapaz de oír voces disonantes reafirma su distancia con la realidad.
Evelyn Salgado y la Línea 12 ilustran ese escenario. Después de que la candidatura de Salgado Macedonio fuera revocada por las autoridades electorales debido a irregularidades en la campaña, Morena decidió reemplazarlo con su hija Evelyn, quien aparecerá en la boleta como “la Torita”, en referencia a la conocida frase de su padre, “Hay toro”. Desde 2006, López Obrador ha dicho que el nepotismo es una de las “lacras de la política” y se ha llenado la boca de un discurso de moralina cuasirreligiosa. Ahora, tras desairar a las autoridades electorales y defender a Salgado Macedonio, un hombre acusado de presuntos delitos sexuales, ni se inmuta con los entenados de su partido.
Cuando la semana pasada una sección de la Línea 12 del metro de la capital se desplomó sin que medie atentado ni catástrofe natural, el mundo giró hacia AMLO en busca de su propagandizada empatía. Al cabo, quienes viajaban allí son parte de la demografía que lo llevó al poder: pobres, laburantes, los antififí. Pero en medio del dolor, el presidente anunció que no visitaría la zona del desastre porque, dijo, no le gusta “la hipocresía”. El rey ha hablado: ¿por qué ir a demostrar lo que no siente?
Los electores deben intentar ver más allá de la lente deformadora del soberano del Palacio Nacional: la tragedia de la Línea 12 no es muy distinta de los edificios colapsados por el sismo de 1985 tras décadas de corrupción, falta de supervisión y connivencia entre autoridades y constructoras. La aparición de la Torita en la boleta no difiere de los familiares de políticos del PRI y PAN que ocuparon cargos públicos que requerían experiencia profesional.
La negación no es buena consejera en política. Difícil obviar la resbaladiza anécdota de la reina María Antonieta cuando le contaron las penurias del pueblo francés y respondió desde Versalles que si los hambreados no tenían pan bien podrían arreglárselas con brioches. AMLO cultiva una displicencia monárquica similar: sugiere que México coma pasteles cuando le muestran que el pan que vendió como bueno está rancio.
Su desprecio no es nuevo. López Obrador menoscaba cada crisis desde mucho antes del desastre del metro, las sanciones al Toro y el acomodo de la Torita. Menospreció la desaceleración económica, desoyó a las víctimas de la violencia del crimen organizado, desdeñó los reclamos por feminicidios y desestimó la letalidad de la pandemia. Actúa igual con la negligencia criminal en la Línea 12 y el amiguismo —la política de cuates, no de méritos— que cultiva la Cuarta Transformación.
AMLO hizo su carrera como un opositor permanente al PRI y la derecha, se autoproclamó mártir del sistema abusivo de poder de México —el sistema lo es, pero él no es su víctima— y ganó la presidencia con un discurso que resonó en un electorado hastiado: acabar con la corrupción, los privilegios de más de setenta años de priismo y doce de panismo, el clientelismo extendido, una impunidad rampante. Muchos vieron en él la última opción antes de apretar el gatillo nihilista de asumir que, no importa quien gane, igual llevará a sus compadres al poder, robará dinero público, desatenderá a los ciudadanos y se saldrá con la suya.
López Obrador da señales de ser más de lo mismo. Por sus declaraciones parece creer que está por encima de todo y que es capaz de ganarle a la realidad, a despecho de las necesidades del país. Si su condición todopoderosa es ratificada en las elecciones de junio, sentirá que ni la negligencia del metro ni la selección a dedo de la Torita habrán sido problema alguno. Se supondrá cada vez más eximido de rendir cuentas.
El escenario es en extremo complejo porque ya no hay un líder opositor convocante que sugiera la posibilidad de aire fresco como fue AMLO antes de llegar al poder. Por eso, aunque la sociedad civil castigue electoralmente al gobierno, no podrá volverse a casa a descansar: el contrapunto a Morena es una oposición variopinta unida por el espanto que no exhibe señales de haber aprendido la lección depurándose como una alternativa realmente honesta y democrática.
AMLO abona la fractura social cuando le piden responsabilidad y empatía y ofrece pasteles de menosprecio e indiferencia. Si no pasa nada —si no hay investigaciones concluyentes con culpables, si no se corta el brote de nepotismo en Morena, si no hay corrección electoral: si López Obrador reina supremo—, la impunidad marcará su continuidad cultural en la historia política de México.