¿Visionario o populista? ¿Demócrata o autoritario? ¿Progresista o conservador? ¿Hábil político o mesías tropical? ¿Salvador o destructor de México? Y, en fin: ¿héroe o villano?
A escasos meses de que concluya el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, el juicio sobre su presidencia permanece secuestrado por ese maniqueísmo que él mismo ha exacerbado, como si no hubiera espacio para claroscuros o matices: ser pro o anti-AMLO.
Su personalidad resulta, por supuesto, más pragmática de lo que sus seguidores y detractores —partisanos por igual— anhelan dibujar. Proveniente de las filas del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en su época hegemónica, se enfrentó con él por décadas solo para recomponerlo en su Movimiento de Regeneración Nacional, el cual apenas oculta su propia ambición hegemónica.
Se proclama de izquierdas y no hay día que no fustigue a sus adversarios, sin falta tachados de conservadores, cuando buena parte de sus políticas —si no la mayoría— podrían ubicarse en ese espectro.
Hizo su carrera luchando contra la mafia en el poder, pero acomodó a miles de sus figuras en su equipo. Detesta el orden neoliberal y se adhiere dócilmente a sus principios: ha reducido al mínimo la capacidad de acción del Estado y se ha negado a implementar una reforma fiscal progresiva.
Y, finalmente, prometió devolver a los militares a sus cuarteles y en vez de ello los ha incrustado en un sinfín de sectores como no ocurría desde la Revolución de 1910.
Si algo define a AMLO es esta disonancia cognitiva que ha transmutado en su más afilada arma de combate: mientras su discurso se mueve hacia una orilla —durante sus talk-shows mañaneros—, sus actos se dirigen hacia la otra.
Este es, quizás, su gran hallazgo: en tanto sus palabras lo presentan como un progresista radical, cada vez más adusto y virulento en su defensa de los desfavorecidos, en la práctica ha beneficiado asimismo a los empresarios más ricos, cerrando una pinza que le ha conferido un control sobre el país que nadie había rozado en tres décadas.
No se le puede comparar, por ello, con populistas de libro —de Chávez a Trump— ni con ningún líder democrático: su naturaleza es tan escurridiza y móvil como la del PRI que gobernó, asumiendo esos mismos vaivenes, por más de 70 años.
Imposible desestimar su apuesta por los pobres: en una de las sociedades más desiguales del planeta, le bastó con centrar su narrativa en ellos y tomar dos medidas clave para reivindicarlos ante el sórdido abandono de sus predecesores —una batería de apoyos directos y el aumento a los salarios mínimos—, para conseguir su lealtad sin cortapisas.
Los desastrosos gobiernos previos del Partido Acción Nacional y del PRI —al primero le debemos la inaudita violencia de la guerra contra el narco y al segundo el desvergonzado enriquecimiento de sus élites—, así como la burda artificialidad de su alianza opositora, que ni su briosa candidata ha logrado enmascarar, han hecho el resto: concederle un margen de maniobra suficiente para cada una de sus ocurrencias y, según todas las encuestas, para que su favorita lo suceda sin estertores.
Se diría que AMLO es un pragmático si no fuera porque suelen vencerlo sus demonios: nostálgico como tantos outsiders reconvertidos en políticos, no prometió volver a México grande otra vez, pero al encabezar la Cuarta Transformación del país, midiéndose con Morelos, Juárez o Zapata, exhibió su enorme narcisismo.
Por desgracia, se halla más cerca de Adolfo López Mateos o de su odiado Carlos Salinas: dos miembros del sistema que afianzaron su popularidad, al menos al inicio de sus respectivos gobiernos, ensamblando enormes ficciones con las cuales suplantaron la inestable realidad de sus tiempos.
Igual que ellos, AMLO ha construido —o acaso reconstruido— un monstruoso relato según el cual cada desgracia nacional es culpa de sus aviesos enemigos: el que esté a punto de cerrar su ciclo y mantenga la misma cantilena revela la magnitud de su fantasía.
El país que le entregará a Claudia Sheinbaum apenas se ha transformado desde 2018: los más pobres se sienten menos olvidados y han mejorado marginalmente sus condiciones de vida, pero incluso ellos han perdido en varios rubros.
En su afán por desmantelar cuanto hicieron sus antecesores, AMLO aniquiló nuestro de por sí endeble sistema de salud sin reconstruirlo: prometer que al término de su mandato alcanzaría el nivel de Dinamarca ha sido uno de sus despropósitos más cínicos.
La educación pública tampoco ha mejorado ni se ha expandido. Y, pese a su frustración y su rabia ante los hechos, la violencia no ha disminuido un ápice: a diario tenemos noticias de nuevas masacres, asesinatos a mansalva, feminicidios y desapariciones.
Su política de seguridad y justicia ha resultado tan fallida como las de Calderón y Peña Nieto: en su guerra contra cualquier órgano que limitara su poder —el instituto electoral o la judicatura—, jamás le preocupó que México fuese un páramo sin Estado de derecho.
En vez de rediseñar un sistema donde el 99% de los delitos queda impune —con 350.000 asesinatos desde 2006—, prefirió construir refinerías, trenes y aeropuertos a su capricho, entregándoselos, para colmo, a los militares. Su peregrina idea de reformar la ley para que jueces y ministros sean electos por voto popular reafirma su ceguera: ello en nada contribuirá a volverlos más eficaces.
Del mismo modo que el PRI fraguó por siete décadas un México imaginario —una democracia social admirada por el mundo—, AMLO ha pergeñado otro, titulado 4T, que se ha desprendido por entero de lo real. Parte de su desasosegante legado es la fe casi religiosa que ha inculcado entre sus fieles: impedir la crítica —y, aún peor, la autocrítica— nos condena a ser prisioneros de su espejismo.
La tarea que le aguarda a Claudia Sheinbaum, una científica que solo ha militado en la izquierda y carece de la personalidad escindida de AMLO, deberá comenzar por deshacerse de la palabrería de su predecesor para centrarse, por fin, en los hechos: México es un cementerio y la prioridad absoluta consiste en dotarlo de memoria, equidad y justicia.