El nuevo acuerdo comercial podría ser un impulso importante para la tan esperada modernización del país.
El Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) —una versión actualizada del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN)— sin duda es mejor para México que la otra opción posible: que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, eliminara por completo el acuerdo comercial, como amenazó en 2017
Más allá del debate sobre los puntos que son ventajosos o perjudiciales para México en este tratado —el cual fue aprobado por el congreso recientemente y Trump ratificará su promulgación hoy— la pregunta que vale la pena plantear es si en realidad ayudará a impulsar la tan ansiada modernización del país. Podría hacerlo, aunque a un costo.
El T-MEC le pondrá fin a la incertidumbre que ha hecho tambalear a la economía mexicana desde el anuncio de que Donald Trump sería el candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos en 2016. Las reglas relativas al comercio, la inversión y la propiedad intelectual, así como los mecanismos para la resolución de controversias, están consignadas en un convenio internacional, por lo que no dependen de los caprichos del gobierno mexicano. Y, lo más importante, las disposiciones del pacto en materia de trabajo y medioambiente contribuirán a que México modernice tanto su economía como su fuerza de trabajo e instituciones en la siguiente década.
Los mecanismos de respuesta rápida para resolver controversias, el arbitraje internacional, el envío de los llamados agregados laborales y ambientales estadounidenses a México y la decisión de asignar la carga de la prueba a la parte acusada de violar el acuerdo en vez de a la víctima, deberían garantizar que los trabajadores mexicanos disfruten derechos que nunca antes han tenido en la vida real. Las normas contenidas en el tratado incluyen disposiciones que permiten la celebración de elecciones libres mediante el voto secreto para los sindicatos y sus dirigentes, la difusión pública de contratos laborales sobre los cuales pueden votar los miembros de los sindicatos, la existencia de varios sindicatos en cada planta, así como transparencia y rendición de cuentas en las actividades sindicales.
¿México podría lograr todo esto por su cuenta? La experiencia del siglo pasado sugiere que no. Este acuerdo bien podría ser equivalente a lo que hace más de treinta años representó en el ámbito militar, social y económico la Comunidad Económica Europea—precursora de la Unión Europea— para países como España y Portugal. Además de derechos de los obreros, el T-MEC también establece reglas ambientales, aunque su silencio en el tema del cambio climático no es nada alentador, algo que varios senadores demócratas hicieron notar en Estados Unidos cuando votaron en contra.
México nunca ha tenido un movimiento obrero realmente democrático, poderoso e independiente. Es cierto que ha habido atisbos: las huelgas pre-revolucionarias en las minas de Cananea en Sonora y la fábrica de tejidos de algodón de Río Blanco, en Veracruz; la huelga de los trabajadores petroleros que condujo a la nacionalización del petróleo en 1938; un movimiento importante de trabajadores ferroviarios en el periodo 1958-1959; sindicato de trabajadores electricistas durante los años setenta y ochenta, y el sindicato de telefonistas desde 1976. Sin embargo, el país necesita un movimiento obrero robusto si en realidad quiere reducir la desigualdad y aumentar los salarios y la productividad. Por ejemplo, Walmart —una de las empresas privadas más grandes del país— prácticamente no está sindicalizada y los sindicatos que han surgido están alineados con las posturas patronales.
En 1994, se suponía que el Tratado de Libre Comercio de América del Norte sería el boleto del país hacia la modernidad, pues abriría más sus puertas a la inversión extranjera y reforzaría el Estado de derecho. En los últimos veinticinco años, el TLCAN creó un sector exportador moderno y competitivo, generó inversión extranjera, estableció el Estado de derecho al menos para inversionistas y empresas del extranjero y contribuyó en parte a la democratización diferida del país.
No obstante, a pesar de algunas medidas importantes, el crecimiento económico en México ha sido lento y, por si fuera poco, es uno de los países con mayor desigualdad en América Latina. Casi la mitad de la población vive en la pobreza y atemorizada en un ambiente de violencia y corrupción que parece no tener fin. El TLCAN dejó en manos de México el manejo de los asuntos ajenos al comercio, como los derechos laborales, la protección ambiental, los derechos de propiedad intelectual y las prácticas corruptas. Fue un error.
Un buen ejemplo es la gema más brillante de la corona del TLCAN: la industria automotriz mexicana, que emplea casi un millón de trabajadores, ha colocado al país entre los mayores fabricantes de automóviles del mundo y ha ofrecido incentivos a las empresas automotrices para trasladar empleos a su territorio. En general, las organizaciones obreras en la industria automotriz son, de hecho, sindicatos amarillos. La fábrica de Volkswagen en Puebla, que cuenta con un sindicato independiente, es una de las contadas excepciones.
En promedio, los salarios son de menos de 500 dólares mensuales, una cantidad terriblemente baja dados los niveles de productividad en Estados Unidos y Canadá. Por eso los negociadores de esos dos países insistieron en incluir en el T-MEC una cláusula para exigir, por poco viable que parezca, que el 40 por ciento de cada “vehículo de América del Norte” se fabrique con mano de obra que gane por lo menos dieciséis dólares por hora. Por si fuera poco, las disposiciones del pacto que establecen el requisito de mayor contenido de partes de América del Norte en los vehículos fabricados en lugares con acceso a acero libre de impuestos para fabricarlos podrían causar daños considerables a la industria en México.
Por desgracia, una de las ventajas comparativas de México en la competencia internacional para obtener inversiones y generar empleos siempre ha sido la mano de obra más barata, además de los sindicatos serviles y las protecciones ambientales laxas en la práctica, aunque la legislación sea estricta. A medida que se eliminen estas vergonzosas ventajas, lo lógico es que también desaparezcan varios inversionistas. Si esta situación se diera en el marco de una economía floreciente en Estados Unidos y fuerte en México, sus consecuencias serían más moderadas. El problema es que el presidente Andrés Manuel López Obrador inspira intranquilidad en la comunidad empresarial, por lo que estos cambios, a pesar de ser cruciales, podrían resultar peligrosos.
Felipe González, el presidente socialista del Gobierno de España entre 1982 y 1996 y a quien se reconoce como arquitecto del ascenso de su país a la modernidad, con frecuencia hacía alusión a la necesidad de “anclar” los avances de España en el extranjero. Puesto que conocía muy bien los demonios del pasado de su país, se refería a que solo lograrían evitar el retroceso y alcanzar la modernización si se integraban a la Organización del Tratado del Atlántico Norte y la Comunidad Económica Europea.
El T-MEC de ninguna manera se compara con el Tratado de Roma, que sentó las bases de la Unión Europea. Canadá en un principio intentó incluir disposiciones relativas a los derechos humanos, indígenas y de género en el nuevo acuerdo, además de convertirlo en un medio importante para combatir el cambio climático. El tratado de libre comercio que suscribió México con la Unión Europea en 1999 incluye una cláusula relativa a la democracia y los derechos humanos. Por desgracia, los canadienses se dieron por vencidos después de un tiempo y en esta ocasión el tema ni siquiera salió a colación, lo cual es lógico con Donald Trump en la Casa Blanca. Es una pena, pero si el presidente de Estados Unidos que resulte electo en noviembre de este año comparte estas metas, podrían evaluarse de nuevo.
Aunque el T-MEC podría haber sido mucho mejor para México, no deja de ofrecerle al país una oportunidad: la modernización en áreas significativas de la vida nacional. Una vez eliminada la noción de la modernización autoritaria, es el camino más conveniente. O, mejor dicho, el único camino.