Durante su primer año de gobierno, Andrés Manuel López Obrador fue un presidente de izquierda y por ello molestó a muchos. Su gobierno aumentó el salario mínimo al nivel más alto visto en casi tres décadas, los ingresos laborales de la clase media subieron un 6,4 por ciento y veló por la aprobación de un tratado de libre comercio con Estados Unidos que protegió derechos laborales.
Pero la pandemia le dio un giro a esta agenda.
A diferencia de políticas progresistas aplicadas en otras partes del mundo que amplían el gasto público para proteger a los desempleados y a las personas en pobreza, en México, López Obrador se mantuvo apegado a un estricto orden económico conservador. Ha mantenido el gasto público a niveles menores que los de 2018 con una austeridad de hierro y ha evitado aumentar la deuda pública lo más posible.
Es una ironía: durante años, López Obrador creó una narrativa que le ayudó a llegar a la presidencia a partir de quitarle el poder a los partidos conservadores para priorizar una agenda social. Ahora, en el momento en el que más se necesitan políticas progresistas, respondió tan conservadoramente como sus adversarios. No aumentará impuestos a los más ricos ni crecerá la deuda pública para ayudar a los más vulnerables durante la crisis del coronavirus.
En tan solos unos meses, México se ha convertido en un país de dos bandos: el conservador en el poder y el conservador en la oposición. Y, en medio de estas “dos alternativas”, ha quedado huérfano un sector importante de los votantes.
Quedaron huérfanos de partido los muchos mexicanos que votaron por López Obrador en 2018 por sus políticas redistributivas, pero que no han visto materializada una agenda de izquierda durante la crisis económica más importante del México moderno. La oposición —el PRI, PAN y los partidos pequeños— tampoco representan esta agenda.
López Obrador ha argumentado no ser conservador con dos falacias retóricas.
La primera es decir que está atendiendo a la mayoría de los pobres durante la pandemia. La realidad es que los programas sociales no se modificaron durante la emergencia sanitaria y por ello siguieron concentrados en áreas y grupos poblacionales que no fueron los más afectados por la crisis del coronavirus. El foco de su política social, por ejemplo, continúa siendo mayormente rural, pese a que las áreas urbanas han concentrado la mayoría de los contagios. Hubo créditos a microempresarios en áreas urbanas, pero no mucho más.
Hasta ahora, el presidente y su partido, Morena, han dejado claro que continuarán con la vía de la austeridad. Con estas restricciones, el paquete de apoyo económico del gobierno mexicano a la pandemia ha sido muy limitado y, salvo la entrega de despensas, no incluye ningún apoyo para las personas que han perdido sus empleos. Esto es un problema grave pues dejaría abandonadas a las entre 9 y 10 millones de personas que, se estima, caerán en pobreza como resultado de la pandemia.
La segunda falacia es que esta crisis económica se está gestionando mejor que crisis anteriores porque no se ha apoyado a los ricos. Es verdad que el gobierno de López Obrador no los ha apoyado de manera directa. Sin embargo, los ha apoyado de manera indirecta porque no hay programas extensos para apoyar a los más pobres. Sin ayuda para los pobres, los más ricos terminarán comparativamente en mejores circunstancias que los vulnerables pues se apoyarán de sus ahorros. La desigualdad se ensanchará.
Por si fuera poco, la política económica conservadora de López Obrador ha venido acompañada de fuertes retrocesos ambientales. Ha recortado el presupuesto de las zonas protegidas y continuado con su apuesta por las energías fósiles en lugar de apostar por las energías limpias. Una de sus obras de infraestructura más importantes, el Tren Maya, no solo aumentará el tráfico turístico en áreas ambientalmente frágiles, sino que lo hará operando con diesel, que es altamente contaminante.
No se puede ser de izquierda y apoyar al partido conservador que está en el poder solo porque retóricamente abanderó una agenda social hasta hace unos meses.
Los grupos conservadores fuera del poder no son opción. No han propuesto políticas que capturen al electorado de izquierda o progresista que López Obrador ha dejado de lado. Desprestigiados y cargando errores del pasado, no tienen proyecto o alternativa más allá de criticar a López Obrador.
El PRI no ha podido reponerse ante los escándalos de corrupción que surgieron durante el periodo del expresidente Peña Nieto. Al PAN se le atribuye la escalada en violencia que comenzó en 2007 y que ha aumentado el número de homicidios en la última década. Además, el PAN ha creado alianzas con Morena para contraer aún más el gasto público: pretenden reducir el IVA al 10 por ciento, lo que significaría dejar de recibir 34.000 millones de pesos mensuales para el Estado.
Las pocas opciones que podrían estar a la izquierda están muy debilitadas. El PRD se encuentra técnicamente en quiebra. Si bien algunos partidos satelitales han tomado fuerza a nivel local, ninguno tiene aún el empuje, el carisma o el liderazgo necesario para ser un contrapeso ideológico a López Obrador.
Este vacío de representatividad es preocupante, pues México es un país muy desigual y de 52 millones de pobres que estarán especialmente vulnerables ante la recesión. Se calcula que México contraerá su PIB hasta un 7,5 por ciento y por ello es urgente tener opciones serias con una óptica predominantemente social.
Es momento de que nuevas generaciones reconstruyan la democracia mexicana y den voz al electorado no conservador que quedó ideológicamente huérfano durante la pandemia. La forma tradicional de hacer política no ha podido consolidar una opción de izquierda progresista con políticas que extiendan las clases medias, amplíen los servicios públicos, supongan una agenda medioambiental sólida y propongan soluciones concretas a problemas de discriminación por género o color de piel. Urgen voces nuevas, organizadas y listas para tomar la arena política.