Las primeras imágenes nos vienen a la cabeza cuando se habla de “lugares de espera” son las de aquellas salidas de los aeropuertos, los andenes de las estaciones o las pequeñas salas que sirven de antesala a las consultas médicas y dentales. Espacios que, más que ningún otro, consiguen dar consistencia al paso del tiempo, haciéndonos sentir su presión cuando lo atravesamos, no importa si hace varias horas o diez minutos con la espera.
Cada vez que nos encontramos allí, pensamos que es curioso cómo todos nos comportamos más o menos de la misma manera en estas zonas de tránsito: la mirada que no puede evitar el reloj; el pie que golpea obsesivamente el suelo; la búsqueda incansable de nuevas distracciones que puedan aliviar el peso angustioso del paso de los minutos -y que a menudo se nos ofrecen sin que ni siquiera tengamos que pedirlas, en forma de cadenas de tiendas, restaurantes o, en el peor de los casos, algunas revistas para hojear-. Hacemos de todo, en esencia, para convertir los lugares de espera en su opuesto -lugares de ocio, entretenimiento o, por qué no, de trabajo-, anulando así su función principal, porque solemos ser completamente incapaces de limitarnos a esperar.
Cualquiera que pase tiempo en este tipo de lugares parece movido por el mismo propósito, que entra en total contradicción con la razón por la que fueron construidos: escapar de la espera en lugar de vivirla, en un intento de evitar el desgaste que nos provoca y que en los últimos años se está convirtiendo en algo que cada vez nos cuesta más soportar.
A las situaciones de espera o aburrimiento, de hecho, siempre respondemos buscando un antídoto -desde el scroll compulsivo hasta los compromisos de parón-, en una actitud que dice mucho de nuestro rechazo a esta categoría temporal, así como de nuestro deseo de expulsarla de nuestras vidas, debido a un sistema que nos ha enseñado a asociarla con una pérdida de tiempo, una limitación y, por tanto, con emociones exclusivamente negativas como el estrés, la ansiedad y la frustración -aunque en realidad tiene un valor mucho más amplio y constructivo para nuestra emocionalidad, porque nos permite dar un peso particular a algunos de los momentos que vivimos.
Si, por tanto, tendemos a eliminar sin más los lugares de espera entendidos como lugares físicos, lo mismo cabe decir de los espacios interiores que deberíamos dedicarle. Por el contrario, vivir la espera como un oasis y un refugio frente al ritmo convulso del mundo exterior es lo que nos permite demorarnos en las cosas, centrarnos en lo que está a punto de sucedernos, interrumpir el flujo de acontecimientos en el que estamos constantemente inmersos para dar a algunos de ellos una connotación, una importancia, un sentido diferentes.
Hoy olvidamos que esperar no tiene por qué ser una compulsión, sino que también puede representar un espacio conscientemente buscado, un lapso de tiempo preparatorio que contribuye a alimentar nuestro deseo de un acontecimiento futuro. Esperar algo significa, de hecho, asumir una posición en cierto modo incómoda, que nos hace sentir el desgaste del tiempo, pero que por eso mismo puede actuar como termómetro emocional, permitiéndonos distinguir los momentos a los que no queremos llegar de aquellos que esperamos con impaciencia y que, por tanto, aguardamos con mayor implicación, porque es probable que tengan un peso particular en nuestras vidas. Estas son las circunstancias, descritas a lo largo de los siglos por tanta literatura y filosofía, que hacen de la espera un acto de cuidado, un tiempo que dedicar a determinados acontecimientos, encuentros o vínculos que consideramos significativos, para cultivar los fuertes sentimientos que despiertan en nosotros, como si hiciéramos una promesa, comprometiéndonos con ellos.
El contexto socioeconómico en el que nos movemos, sin embargo, hace todo lo posible por convencernos de que las promesas no necesitan tiempo de espera y que también pueden basarse en la satisfacción inmediata, la prisa o el relleno obsesivo del tiempo. A pesar de que esta idea carece de fundamento, es refiriéndose a ella como el sistema sigue asignándonos nuevos deseos que satisfacer, obviamente en el menor tiempo posible, obligándonos así a renunciar primero a las horas libres, luego a las de descanso y, más en general, a todas las improductivas, como si ello pudiera acortar la distancia que nos separa de nuestras aspiraciones.
Empezando por eliminar todas las actividades que en sí mismas implican alguna forma de ralentización, este proceso ha llegado luego a extremos, negando incluso la espera como hecho biológico. Para no correr el riesgo de quedarse atrás en sus objetivos, la versión esteroide del superhombre que habita la sociedad capitalista se convence de hecho de que puede desmantelar su propia identidad biológica, deshaciéndose incluso de las pausas vinculadas a límites fisiológicos -como las que necesitamos para dormir, con consecuencias deletéreas para nuestra salud. La aceleración espasmódica de nuestros ritmos y el alejamiento de una temporalidad de tamaño humano, con su progresión nada lineal, no han hecho más que convertir el tiempo en el recurso escaso por excelencia de nuestro presente, exacerbando nuestro miedo a malgastarlo, o a sentir su paso.
Para no tener que sentir el peso del paso del tiempo y para adaptarnos a unas exigencias de rendimiento que nos obligarían a ser siempre igual de reactivos, eficaces y rápidos, hemos acabado por aplanar la temporalidad sobre una línea recta y continua, todo lo más, que nos permite dar siempre lo máximo al sistema en términos de productividad, aun cuando en realidad lo que recuperamos a todos los niveles -desde el psicológico hasta el relacional, pasando por el económico- en algunos casos es muy poco.
Nos movemos en un “mundo plano” a todos los efectos, idéntico a aquel del que ya hablaba en 2005 el periodista estadounidense Thomas Friedman, un lugar configurado no sólo por la globalización o la continuidad de la comunicación que permite la tecnología, sino también por nuestra abdicación a un ritmo de vida real, hecho de aceleraciones pero también y sobre todo de desviaciones, hipos y momentos dilatados por la lentitud. Friedman utiliza precisamente el término “nivelación” para describir el fenómeno que ha acabado por envolver también nuestra percepción de la temporalidad, llevándonos a vivirla como una masa uniforme de instantes que son todos iguales, y haciéndonos incapaces de apreciar los momentos de nuestra vida a los que, en cambio, querríamos dar mayor peso.
En este sentido, como explica el filósofo surcoreano Byung-Chul Han en su libro El aroma del tiempo, el capitalismo nos ha aparcado paradójicamente en una lista de espera interminable, en un limbo, donde mientras estamos absolutamente ocupados haciendo otras cosas, esperamos nuestro turno para la felicidad, el reconocimiento, el éxito (justo detrás de quienes lo deseaban más que nosotros); o donde, aún más a menudo, nos encontramos teniendo que luchar por ganar unas cuantas posiciones, con la esperanza de ponernos al día más rápido que los demás.
Han, de hecho, señala que el gran problema del tiempo no es ciertamente su velocidad, sino el sentido que le damos, o más bien el sentido que ya no podemos darle puesto que se ha convertido en todo lo mismo. Al no disponer de las pausas necesarias para preguntarnos qué es lo que realmente queremos, o qué acontecimientos merece la pena esperar, cada uno de los objetivos que nos fijamos, o de las aspiraciones que formulamos para nuestro futuro, pierde consistencia, porque el momento de su eventual consecución acaba pareciéndonos idéntico a todos los demás. Así, desmotivados por este colapso de nuestras vidas en un régimen de equivalencia absoluta, nos conformamos con la iteración de plazos que las presiones sociales han empaquetado para nosotros, mientras experimentamos una constante sensación de malestar e insatisfacción, porque ya no tenemos nada que planificar, desear o esperar.
Recuperar la posesión de las esperas vividas como lugares emocionales, aquellos que nos permiten valorar de otro modo distintos momentos de la vida, es por tanto un acto fundamental de oposición a un contexto que tiende a someter todo lo que nos sucede a un flujo anónimo, acabando por hacer irrelevante incluso lo que en realidad no lo sería para nosotros. Para escapar de la lista de espera del sistema, probablemente la más larga y angustiosa en la que jamás hayamos estado, debemos por tanto reaprender a parar, y a hacerlo conscientemente, permitiéndonos las pausas que nos pide el cuerpo y también las que sentimos que queremos darnos emocionalmente.
Empezando por renunciar a la obsesión por estar siempre ocupados, a la competencia que nos consume en todos los ámbitos y al deseo de aparentar éxito incluso cuando nos sentimos agotados, podemos de hecho poner en práctica una verdadera redistribución del tiempo, recuperando espacios que guardar para nosotros mismos, para restaurarnos, en lugar de dedicarlos a refrescar páginas sociales. De este modo, una vez que hayamos recuperado el tiempo que necesitamos, también podremos mirar desde la distancia adecuada las falsas promesas que nos han hecho para justificar el dictado de la aceleración, viendo claramente su falta de fundamento y dejando así de perseguir algo que sólo defraudará nuestras expectativas.
Necesitamos el tiempo adecuado, de hecho, también para formular promesas diferentes, impulsadas por sentimientos personales, que nos impulsen a ocuparnos de nuestros proyectos, aspiraciones o deseos. El espacio dedicado a la espera, cuando nos permite detenernos en ellas, no es por tanto sólo una forma de renunciar a la velocidad, interrumpiendo el clímax de aceleración al que asistimos en nuestra época, sino que se convierte también en una oportunidad para volver al gran problema del tiempo, el del sentido de lo que hacemos para llenarlo. Y es precisamente el intento de recuperar este sentido, preguntándonos siempre si lo percibimos o no en lo que estamos haciendo, lo que puede ayudar a aliviar la insatisfacción crónica que invade el presente, haciendo que el mundo en el que nos movemos parezca decididamente menos plano.