Entre la ciencia y el mito, la búsqueda de la longevidad es uno de los debates más urgentes de nuestro tiempo

Vivir implica consumir, de hecho, nos implica consumirnos a nosotros mismos. Vivir implica morir. Estos dos conceptos están inevitablemente entrelazados, aunque nuestras mentes operen constantemente un complejo sistema de eliminación de este último. Cada respiración que hacemos para mantenernos vivos nos desgasta y, sin embargo, nos permite seguir existiendo.

Podríamos decir que la vida misma opera en nosotros una profunda disonancia cognitiva, siempre y cuando nos detengamos a reflexionar sobre este hecho. Como si para seguir funcionando, nuestra mente debiera necesariamente evitar medirse con la desproporción de los extremos de este tensor que nos subyuga: la vida y la muerte.

De hecho, nuestro tiempo en la Tierra es limitado, aunque en el último siglo, gracias al desarrollo de la ciencia y la tecnología y, paralelamente, al aumento de la calidad de vida y el bienestar global de las personas -sobre todo en los países ricos-, nuestra esperanza de vida se ha ampliado enormemente, aunque con todos los problemas medioambientales que ello ha acarreado y acarreará.

La cuestión de la longevidad, en realidad, es un tema fundamental no sólo a nivel filosófico y antropológico, sino aún más a nivel socioeconómico, precisamente porque toca una serie de ámbitos relevantes e interconectados, como la alimentación, y por lo tanto indirectamente toda la cadena de producción la ecología y la sostenibilidad medioambiental, y el modo en que los contaminantes y el clima afectan a nuestra salud y fisiología; el bienestar psicofísico, y por lo tanto el deporte y la actividad física, pero también la salud mental y emocional; la arquitectura y el urbanismo, así como la movilidad y el transporte; y, por supuesto, todo el discurso de la neurociencia relacionado con la cognición y los estímulos que podemos dar a nuestro cerebro para mantenerlo plástico y activo; pero también las diferencias de género, las mujeres parecen vivir más que los hombres, pero viven peor; los proyectos sociales relacionados con la vejez y la construcción de comunidades; el papel transversal de la IA; y, por supuesto, la investigación científica en los campos médico, farmacológico, biotecnológico y de la bioingeniería, sectores sumamente interesantes desde el punto de vista de la inversión a diversos niveles.

El cambio demográfico exige un enfoque holístico basado en nuevos paradigmas sociales en los ámbitos de la política del bienestar, la economía, el mundo laboral y la organización de las ciudades, y requiere una urgente toma de conciencia política y administrativa.

De hecho, en muchos casos, los seres humanos asumieron rápidamente estos años y décadas de vida adicionales sin saber realmente qué hacer con ellos, sin haber desarrollado una conciencia experiencial y, sobre todo, una práctica al respecto.

En otras palabras, los hábitos personales y sociales, estrechamente ligados a nuestra vida sensible y perceptiva (como todo lo demás), permanecieron -y a menudo siguen permaneciendo- inalterados. Nos consumíamos demasiado deprisa, no nos escatimábamos, en resumen, vivíamos como si en cualquier caso estuviéramos muertos a una edad que hoy sin duda ya nos inclinaríamos a considerar prematura.

No existía ningún plan de amortización fisiológica adecuado. Así, nos encontramos a los sesenta años ya completamente agotados, tanto física como cognitivamente, y sin embargo inmersos en un sistema desarrollado para mantenernos vivos el mayor tiempo posible.

El resultado de esta discrepancia va de lo espantoso a lo terrible, con seres humanos obligados a vivir durante décadas en condiciones insoportables, o en todo caso extremadamente dolorosas e insatisfactorias, en las que la existencia pierde su libertad e interés y acaba convirtiéndose en una larga trampa.

Uno de los casos extremos de este fenómeno son las personas que padecen la enfermedad de Alzheimer, que a veces siguen sobreviviendo incluso en condiciones inhumanas durante periodos muy largos, agotando a sus familias de energía y fondos para los cuidados necesarios, y al mismo tiempo sin tener el menor atisbo de esperanza de una posible cura, olvidada por todos.

De hecho, las enfermedades degenerativas son uno de los focos de la reflexión sobre la longevidad humana, al igual que el cáncer, que en cierto modo puede considerarse como tal en muchos casos, y cada vez se hacen más esfuerzos por encontrar una solución. Como dice el viejo adagio, que sin duda se aplica a este tema: más vale prevenir que curar.

De hecho, se sabe desde hace décadas que los ingresos, así como el nivel educativo, influyen mucho en la salud general de las personas y en los riesgos de desarrollar enfermedades graves. Un estudio realizado sobre la población masculina entre 2002 y 2006 por el London Health Observatory trazó un mapa de la esperanza de vida en Londres.

En la línea Jubilee, entre Westminster y el suburbio de Canning Town, a seis paradas de metro, por cada parada la esperanza media de vida desciende un año, de 79 en el centro a 73 en el East End -que entretanto se ha aburguesado, por lo que probablemente las cifras ya habrán cambiado ligeramente-. Uno de los primeros en estudiar este fenómeno, allá por los años 70, fue Michael Marmot, médico y profesor de Epidemiología y Salud Pública en el University College de Londres, con sus estudios Whitehall I y II, llamados así por la zona de Londres que alberga las sedes de los principales ministerios y que marcaron la historia de la epidemiología relacionada con el análisis de las causas de las enfermedades.

Marmot analizó las diversas condiciones patológicas de unos 30.000 funcionarios de los ministerios británicos, revelando una proporcionalidad directa entre su estado de salud y la posición que ocupaban en la jerarquía laboral, y desmintiendo la creencia de que las enfermedades cardiovasculares afectaban principalmente a las personas con mayores responsabilidades.

En la base de la pirámide, según las conclusiones del médico, el riesgo de muerte por infarto era cuatro veces mayor que en la cúspide de la administración, con una diferencia en la esperanza de vida de hasta diez años.

Por supuesto, es bien sabido que los ingresos medios influyen en la salud de las personas, pero la interacción de las correlaciones es mucho más compleja, hasta el punto de que parece que cuantos más puntos de contacto positivos tenga una persona con el mundo, en términos de oportunidades laborales, satisfacción personal, nivel de educación, ingresos y sensación de control sobre su vida, mejores serán los indicadores de su estado de bienestar.

Cuanto más se relacione uno, más se asimile el mundo, más realizado se sentirá, más feliz será y, por tanto, menos enfermará, y esto a gran escala parece ser un hecho. Por lo tanto, debemos actuar de forma transversal en varios ámbitos de nuestra vida, tanto a nivel individual como, más aún, a nivel institucional, desarrollando sistemas y protocolos que ayuden a las personas a desarrollar buenos hábitos, o mejor dicho, sería mejor decir «hábitos beneficiosos», porque de lo que se trata aquí no es de juzgar socialmente, la vara de medir el estilo de vida no debe ser moralista o incluso ético, debe ser científico, por lo tanto libre de culpa, vergüenza y juicio – fuerzas que como sabemos no conducen a ninguna mejora, sino a una vorágine de desesperación, auto-odio y exclusión social, conduciendo así al resultado opuesto al que el sistema social, por su propio bien y por su propio bien, debería facilitar. Por ello, la entrada a los encuentros será gratuita, previa reserva. Las conferencias también se retransmitirán en directo y se celebrarán en inglés y/o italiano, en algunos casos con servicio de traducción simultánea.

Hoy es evidente que es necesario cultivar hábitos saludables para vivir y envejecer bien y con salud. De hecho, estamos revalorizando el concepto mismo de vejez, que no es algo indeseable, sino una edad de la vida que hay que vivir con plenitud, es más, quizá incluso mejor que las otras, más inciertas y atormentadas. En resumen, la vejez debe dejar de considerarse un limbo antes de la muerte.

La evolución social puede liberarla del manto de inutilidad y marginación bajo el que ha estado oculta. Por supuesto, para vivirla plenamente es necesario llegar a ella en las mejores condiciones posibles. Es el deseo de todos, porque estar sano y ser feliz aporta beneficios tanto a escala íntima como colectiva. Para lograrlo, es necesario revisar los estereotipos culturales y las creencias aún muy extendidas.

Dormir poco para ser más productivo es perjudicial y, a la larga, no te hará más productivo. Lo mismo puede decirse de sacrificar la salud por el rendimiento profesional, o el estudio. Pueden parecer pequeñas cosas, pero día tras día, la forma en que empleamos las horas, o incluso los minutos, que dedicamos a nuestro cuerpo y nuestra mente, nos moldea o, en el peor de los casos, nos marca y nos enseña.

El bienestar, la salud y la eficiencia física y mental no son algo que sólo interese a los fanáticos del fitness o a los entusiastas del yoga y la meditación, son un derecho de todos, y ha llegado el momento de concienciar a gran escala para cambiar un paradigma obsoleto y dañino.

Hay que revolucionar todos los ámbitos de la sociedad a partir de lo que hoy es una clara evidencia científica para mejorar la calidad de toda nuestra existencia, porque ahora más que nunca tenemos la capacidad y la oportunidad de hacerlo.