Entre memes y chismes, cada vez estamos juzgando con más rapidez y violencia a los demás

El debate público se ha llenado de cinismo y crueldad, las consecuencias se ven en el mundo real

En las plazas públicas de antaño, los errores humanos se castigaban con el escarnio local. Hoy, en las plazas digitales globales, una equivocación puede desatar una tormenta de juicio instantáneo que trasciende fronteras y perdura para siempre. Lo que comenzó como una herramienta democratizadora de información en los noventa se ha transformado en una máquina de crueldad colectiva, donde memes y chismes alimentan una cultura de castigo (cancel culture) desproporcionado que está erosionando los cimientos del discurso civilizado.

En las redes sociales, vivencias personales y tragedias se convierten en un espectáculo gratuito. Meteduras de pata y dramas familiares se transforman en temas de tendencia, memes y demás pretextos que encienden feroces diatribas en contra de alguna postura. 

La empatía y la inteligencia emocional, que deberían guiar las relaciones humanas, parecen haberse esfumado. Han sido reemplazadas por un cinismo colectivo que con frecuencia traspasa los límites de la convivencia civil.

Un fenómeno analizado en un estudio reciente publicado en Trends in Cognitive Sciences, que observa cómo Internet, gracias al exceso de estímulos, altera en profundidad nuestras respuestas morales, volviéndonos inmunes al dolor de los demás.

Se trata de la llamada “fatiga de la empatía”: ante un flujo continuo de dolor, la mente se protege dejando de “sentir”. 

Así dejamos de comprender y empezamos a juzgar. En línea, donde agredir no cuesta nada, el instinto de castigar se desata rápido, desproporcionado y de forma instintiva. 

Pero este clima tóxico no se queda confinado al ámbito digital. Redefine las reglas de la vida en común también fuera de los feeds, donde nos fragmenta y aísla al empujarnos a exponer a cualquiera —en el trabajo o en la vida privada— por el más mínimo fallo. 

¿Quién nos dio esa habilidad de juzgar con un dedo flamígero a los demás? La pregunta no es nueva, pero ha cobrado otro sentido. 

Parte de la explicación está en las generaciones que primero aprendieron (aprendimos) a juzgar en el entorno digital, para después hacerlo en la vida cotidiana de nuestra comunidad. Obviamente, este fenómeno nunca se había dado en la historia.

La transformación es evidente en los datos. Según el Pew Research Center, el 64% de los estadounidenses considera que el tono del debate político en redes sociales ha empeorado significativamente en la última década. Pero el problema trasciende la política: se ha extendido a cada aspecto de la vida pública, donde cualquier error, por menor que sea, puede convertirse en combustible para el escarnio masivo.

Sherry Turkle, del MIT, documenta en “Reclaiming Conversation” cómo la comunicación digital ha erosionado nuestra capacidad empática. Sin el lenguaje corporal, las expresiones faciales o el tono de voz, reducimos a otros seres humanos a fragmentos de texto descontextualizados, facilitando su deshumanización. No es un número menor el de los malos entendidos que se dan en WhatsApp por falta de este contexto. Estamos prontos para juzgar las intenciones, incluso cuando no tenemos el contexto que nos da la presencia del otro frente a nosotros. Esta desconexión digital no es meramente tecnológica; es moral.

Por otro lado, la arquitectura misma de las redes sociales amplifica esta tendencia destructiva. Investigaciones de la Universidad de Stanford demuestran que los algoritmos privilegian sistemáticamente el contenido que genera engagement emocional intenso, particularmente indignación y controversia. El resultado es un ecosistema informativo que recompensa la crueldad y castiga la moderación.

Jonathan Haidt, en sus estudios sobre polarización digital, identifica cómo estas plataformas han creado lo que denomina “máquinas de indignación moral”. Los usuarios no solo consumen contenido divisivo; son incentivados a producirlo. Cada comentario mordaz, cada meme cruel, cada juicio es potencialmente recompensado con likes, shares y mayor visibilidad. La crueldad se ha gamificado.

Pero no hay crimen sin víctimas. Monica Lewinsky, quien experimentó el acoso público antes de la era de las redes sociales, se ha convertido en una voz autorizada sobre las consecuencias de la humillación masiva. Su caso, anterior a Twitter y Facebook, anticipó la mecánica que ahora opera a escala global: la transformación de errores personales en entretenimiento público. 

Lewinsky describe cómo la “cultura de la cancelación” ha creado rituales de castigo que satisfacen el impulso primitivo por la justicia (el mismo que busca venganza) pero que rara vez producen resultados constructivos.

Los casos se acumulan: profesores despedidos por tweets mal interpretados, estudiantes expulsados por videos tomados fuera de contexto, ciudadanos ordinarios convertidos en parias por momentos de mala suerte capturados en cámara. Cada caso individual puede justificarse (o no), pero el patrón revela algo siniestro: nuestra sociedad ha perdido la proporción en sus juicios morales. Esos que se dan fuera del sistema de justicia (éste es otro tema).

El crimen tiene un costo no sólo para las víctimas, sino para todos: victimarios y espectadores. Haidt documenta cómo la polarización digital fragmenta comunidades reales, y erosiona la confianza social al generar ansiedad sin precedentes, particularmente entre jóvenes. Cuando el espacio público se convierte en un campo minado donde cualquier paso en falso puede resultar en destrucción social, el resultado inevitable es el silencio, la autocensura y el aislamiento.

La investigación de Turkle revela que las generaciones criadas en entornos digitales muestran menor capacidad para el diálogo constructivo y la resolución pacífica de conflictos. Han aprendido que la confrontación digital genera más atención que la conversación genuina, que la destrucción es más viral que la construcción. El incentivo está en ser viral; éste es el premio.

La respuesta adecuada no requiere abandonar la tecnología, sino reconocer que nuestras herramientas digitales han evolucionado más rápido que nuestras normas sociales. Necesitamos comprender que detrás de cada perfil hay una persona compleja, que los errores son humanos y que la crueldad fácil no equivale a justicia.

Las plataformas tecnológicas tienen cierta responsabilidad en este deterioro, pero también la tenemos como usuarios. Cada vez que elegimos la compasión sobre la crueldad, el contexto sobre el juicio sumario, contribuimos a reconstruir un espacio público más habitable.

El discurso civilizado no depende de nuevos algoritmos o regulaciones gubernamentales, sino de una decisión colectiva: recuperar la humanidad que perdemos cuando reducimos a otros a memes y los juzgamos con la violencia de la multitud digital.