Con los eventos recientes se ha hecho claro que la criptoindustria, que creció de la nada hasta alcanzar una capitalización de mercado de 3 billones de dólares hace un año, debe ser regularizada. El problema es que también parece probable que esta industria no logre sobrevivir la regulación que necesita (y que necesitan sus clientes).
La criptoindustria alcanzó su máximo fervor entre el público el año pasado. En aquella época, el bitcóin, la criptomoneda más famosa, se vendía por más de 60.000 dólares.
Hoy en día, el valor del bitcóin es de menos de 17.000 dólares. Así que las personas que compraron la criptomoneda en su auge han perdido más del 70 por ciento de su inversión. De hecho, como la mayoría de las personas que compraron bitcoines lo hicieron cuando el precio era alto, la mayoría de las personas que invirtieron en bitcoines —alrededor de tres cuartas partes de los inversionistas, según un nuevo análisis del Banco de Pagos Internacionales— han perdido dinero hasta ahora.
Lo cierto es que el precio de los activos baja todo el tiempo. Quienes compraron acciones de Meta (antes Facebook), al tope de su valor el año pasado han sufrido pérdidas casi de las mismas proporciones que quienes invirtieron en bitcoin.
La caída de precios de las criptomonedas no significa necesariamente que las criptomonedas estén derrotadas o que hayan llegado a su fin. Sin duda, los seguidores de estas no se darán por vencidos. Según un informe de The Washington Post, muchas de las personas que se suscribieron a Twitter Blue Verified, el pobre intento de Elon Musk para crear un modelo de suscripciones rentable basado en los usuarios más fervientes de Twitter, eran cuentas que promovían política de derecha, pornografía y especulación de criptomonedas.
Más revelador que los precios ha sido el derrumbe de las instituciones de la criptoindustria. La más reciente, FTX, una de las mayores casas de cambio, anunció declararse en quiebra y, al parecer, quienes la operaban sencillamente huyeron con miles de millones de dólares de los inversionistas, fondos que quizá utilizaron para intentar apuntalar, sin éxito, a Alameda Research, empresa perteneciente al mismo grupo.
La pregunta que deberíamos hacer es por qué instituciones como FTX y Terra, la emisora de los llamados stablecoins o criptomonedas estables que colapsó en mayo, se crearon en primer lugar.
Después de todo, el libro blanco de 2008 que marcó el inicio del movimiento de las critpomonedas, publicado con el pseudónimo de Satoshi Nakamoto, se titulaba “Bitcoin: un sistema de efectivo electrónico usuario a usuario”. Es decir, la idea era que contar con fichas electrónicas cuya validez se establecía con técnicas derivadas de la criptografía les daría a las personas la posibilidad de no utilizar instituciones financieras. Para transferirle fondos a alguien más, bastaría con enviarle un número —una clave—, sin tener que confiar en Citigroup o Santander para registrar la transacción.
Nunca se ha sabido con exactitud por qué alguien más que un delincuente querría hacer algo así. Aunque los partidarios de las criptomonedas en general citan la crisis financiera de 2008 como el motivo de su trabajo, esa crisis nunca afectó el sistema de pagos, la capacidad de los particulares de transferir fondos a través de los bancos. De cualquier forma, la idea de un sistema monetario que no estuviera basado en la confianza en las instituciones financieras era interesante y podría decirse que valía la pena intentar llevarla a la práctica.
Sin embargo, después de 14 años, las criptomonedas casi no han logrado ningún avance en su objetivo de adoptar el papel tradicional del dinero. Son demasiado peculiares para poder utilizarlas en transacciones ordinarias. Su valor es muy inestable. De hecho, relativamente pocos inversionistas están siquiera dispuestos a guardar sus claves criptográficas, pues el riesgo de perderlas, por ejemplo, si las guardan en un disco duro que termina en un vertedero, es muy grande.
Por eso, la mayoría de las criptomonedas se compran a través de casas de cambio como Coinbase y (sí, efectivamente) FTX, que aceptan tu dinero y guardan los tókenes de criptomonedas por ti.
Estas casas de cambio no son nada menos que —atención— instituciones financieras, cuya habilidad de atraer inversionistas depende nada menos que —de nuevo, atención— de la confianza de esos inversionistas. En otras palabras, en su evolución, el ecosistema de las criptomonedas se ha convertido exactamente en aquello que supuestamente quería remplazar: un sistema de intermediarios financieros cuya capacidad de operar depende de la confianza que proyecten.
Si es así, ¿qué caso tiene? ¿Qué valor fundamental tendría una industria cuyos méritos, en el mejor de los casos, se limitan a reinventar la banca convencional?
Peor aún, la confianza en las instituciones financieras convencionales se basa en parte en la validación del “tío Sam”: el gobierno supervisa a los bancos, regula los riesgos que pueden tomar y garantiza muchos depósitos; en cambio, las criptomonedas operan prácticamente sin ninguna supervisión. Por eso, los inversionistas dependen de la honestidad y competencia de los empresarios; cuando los acuerdos que ofrecen son extraordinariamente ventajosos, los inversionistas no solo deben creer en su competencia sino en su genialidad.
¿Cómo ha funcionado hasta ahora?
Como a los partidarios les encanta recordarnos, las predicciones anteriores sobre el fracaso inminente de las criptomonedas han sido erróneas. De hecho, que los bitcoines y sus monedas rivales no puedan utilizarse en realidad como dinero no quiere decir que no tengan ningún valor; después de todo, podría decirse lo mismo del oro.
Pero si el gobierno por fin se decide a regular a las firmas de la criptoindustria, lo que, entre otras cosas, les impediría prometer rendimientos imposibles de obtener, es difícil identificar alguna ventaja que puedan ofrecer en comparación con los bancos ordinarios. Incluso si el valor del bitcóin no cae hasta cero (cosa que todavía podría ocurrir), hay muchos motivos para esperar que la criptoindustria, que lucía tan imponente hace apenas unos meses, termine en el olvido.