Hace apenas un año, Enrique Florescano avanzaba por los pasillos del Museo Nacional de Antropología de Ciudad de México a bordo de una silla de ruedas, pero con un envidiable entusiasmo por sus últimos proyectos: la reedición de uno de sus libros, una petición de un texto para un diario y hasta un documental en 3D sobre Quetzalcóatl, el mito que atraviesa todas las culturas mesoamericanas. El veterano historiador se sentía como en casa repasando cada detalle, desde los relieves en los sarcófagos de los gobernantes mayas hasta a los orígenes remotos de las gigantes cabezas olmecas. El faraónico museo mexicano fue durante los años ochenta, literalmente, uno de sus dominios como director de Director General del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). Profesor, escritor, editor, gestor cultural y, sobre todo, renovador de la divulgación histórica más allá de las catacumbas académicas, Florescano falleció este lunes a los 85 años.
El anuncio oficial lo ha hecho el actual director del INAH, Diego Prieto, con un mensaje en su cuenta de Twitter: “Se va el gran historiador del México de todos los tiempos, un buen amigo y un gran director del INAH”. El gran historiador se cruzó por primera vez con la pasión de su vida mientras hacía otra cosa. A finales de los años cincuenta era todavía un alumno de Derecho, cuando la Universidad Veracruzana inauguró su primera Universidad de Historia. Para disgusto de su padre, profesor de secundaria en Jalapa, la capital del Estado, dejó a medias su carrera de abogado. “Me contaminé para siempre”, recordaba en aquella charla en el museo.
De Veracruz viaja a la capital para estudiar una maestría en historia económica en el Colegio de México (Colmex). Allí, un profesor va repartiendo a los alumnos según las materias primas del país. Y a él le toca el maíz, el primer apunte de los que sería una de sus mayores especialidades. Florescano es el gran historiador del alimento y mito fundacional de Mesoamérica. Cargado con cientos de hojas de archivos sobre el oro amarillo, se vuelve a mudar. Esta vez para hacer el doctorado a un París que ya calentaba motores para la revuelta del 68.
Pero el joven mexicano no hablaba todavía mucho francés y apenas salía de “un cuarto muy chiquito lleno de papeles”. De aquella época solía recordar la vez que Alejo Carpentier dio una conferencia en su universidad y un café donde decían sus amigos que habían visto sentado a Sartre. De aquel encierro casi monacal brotó su primera mazorca. La tesis, convertida en primer libro, Precios del maíz y crisis agrícolas en México (1969).
La fórmula Florescano
De vuelta a su país, da clases en la UNAM y en el Colmex junto a su esposa, Alejandra Moreno Toscano, estudiosa de la geografía económica. El historiador y escritor Héctor Aguilar Camín, uno de sus grandes amigos y reconocido discípulo, lo conoció en aquella durante época. “Vestía con elegancia aristocrática, usaba una barbita luciferina y abría en cada clase una ancha ventana por dónde mirar hacia las alamedas de la historiografía francesa”, escribió Aguilar Camín hace seis años en un texto titulado Maestro de la historia y de la vida.
Con la masacre de Tlatelolco aún caliente, Florescano recordaba que una tarde los militares balearon el Colmex. También participar en la caminata del silencio, desde la universidad hasta el Zócalo. A su padre, el profesor de secundaria, lo habían metido en la cárcel. Así sintetizaba la herencia del 68 mexicano para su generación: “Fue una época muy tremenda. Nos afectó mucho y por eso tantos salimos así. Con el intento de utilizar las ciencias sociales para comunicar los problemas del país a la sociedad”.
A ese afán didáctico por sacar a la academia de sus mazmorras, algunos lo han llamado “la fórmula Florescano”. Desde su época de estudiante no paró de alentar proyectos y fundar revistas. En la secretaría de Educación fueron más de 100 libros. Investigaciones europeas o estadounidenses traducidas y editadas por 10 pesos. Dirigió la revista Historia mexicana, referente en la divulgación histórica latinoamericana de los años setenta. Y de unas reuniones clandestinas en el castillo de Chapultepec, por las que se pasaban desde Carlos Monsiváis a Luis Villoro o Emilio Pacheco, nació Nexos en 1978, dirigida hoy con Aguilar Camín.
Florescano definía, quizá, su proyecto más mediático como “una revista abierta a la crítica del México actual y diferente a Vuelta”. La referencia a la revista de Octavio Paz, fundada un año antes, no es causal. El Nobel mexicano era ya el gran patriarca cultural con posiciones cada vez más escoradas a la derecha. Florescano recordaba una charla durante una cena en casa de otro diplomático en la que Paz le dijo: “Ustedes son realmente comunistas”. Años más tarde, se volvieron amigos.
El robo del siglo
Con todo ese bagaje acumulado, en 1982 es nombrado Director General del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). Jefe máximo del patrimonio antiguo mexicano, le toca vivir en primera fila el conocido popularmente en México como “el robo del siglo”. En 1985, dos jóvenes se colaron por el conducto del aire acondicionado del museo y se llevaron 140 piezas arqueológicas. El suceso conmocionó al país, que andaba recuperándose de la enésima devaluación del peso. “Fui el chivo expiatorio de todo eso”, contaba recordando con resignación un episodio que cambió su carrera.
Como jefe del INAH respondió ante la prensa y asumió las responsabilidades. “No podía salir a la calle, ir a la universidad, porque me perseguían los periodistas”. Llegó a presentar su dimisión, pero no solo siguió en su cargo, sino que se encerró en la biblioteca y se reencontró con el maíz. “Lo que tenía a mano eran libros de la antigüedad, que ya había trabajado en artículos, pero no tan intensamente, porque mi especialidad era la historia agrícola”. Así, pasó de los precios a los mitos del maíz con su primer libro sobre historia cultural, Memoria mexicana. Después vinieron El mito de Quetzalcóatl, Dioses y héroes del México antiguo o ¿Cómo se hace un dios? Creación y recreación de los dioses en Mesoamérica.