Francia asistió a las 20.28 del miércoles al final de una opereta cuyo desenlace conocía todo el mundo el mismo día que comenzó, aunque en las últimas horas una extraña devoción por los milagros recorriese algunas bancadas de la Asamblea Nacional.
La principal causa de muerte política de Michel Barnier, la anatomía de su caída, señala a una doble moción de censura de la ultraderecha y de la izquierda al completo, que no le concedió la más mínima posibilidad de sobrevivir (331 votos a favor sobre 577). El diagnóstico real, más completo, apunta directamente al 9 de junio de 2024, cuando el presidente de la República, Emmanuel Macron, decidió disolver la Asamblea y convocar unas elecciones cuyo resultado decidió ignorar nombrando un ejecutivo de centroderecha. “Ha llegado el momento de la verdad, el final de un gobierno efímero”, comenzó Le Pen, liquidando cualquier esperanza de supervivencia del primer ministro.
Barnier, 73 años, llegó como el jefe del Gobierno más viejo de la historia de la V República y se marcha, tres meses después, siendo también el más fugaz. El más irrelevante. El más breve. El legendario negociador del Brexit no ha tenido tiempo de construir otro legado que ese. Quizá porque su lugar, probablemente, no era Matignon, la sede del Gobierno francés. Su partido, Los Republicanos, obtuvo solo 46 diputados y ni siquiera formó parte del frente (formado por la izquierda y las fuerzas de centro) que se repartió las circunscripciones en las elecciones para frenar a la ultraderecha. Fue así porque ese universo no incomoda a Barnier ni a los suyos. Se ha notado en su fugaz mandato, en el que no ha podido dar más poder al Reagrupamiento Nacional, el partido de Le Pen. “Tenemos distintas maneras de ver el patriotismo”, lanzó el miércoles a la dirigente ultraderechista, tras estar ya seguro de su caída. “La deuda no desaparecerá con la moción”, advirtió.
Unas palabras que resuenan gravemente en Bruselas, atenta a la evolución de la economía de Francia. Pero también en el resto de una Europa que observa preocupada como París y Berlín, sus dos grandes motores, dan claras muestras de estar gripados.
Barnier se marchará ahora sin hacer ruido, como es su estilo. Pero el problema permanecerá tras él, y no solo el económico, porque Macron no podrá volver a disolver las Cámaras y convocar elecciones hasta junio, y las mayorías parlamentarias serán las mismas. Y si nada cambia, si Macron sigue siendo contrario a aceptar que la izquierda designe a un nuevo candidato, los 124 diputados del Reagrupamiento Nacional de Le Pen continuarán siendo suficientes para condicionar las grandes decisiones del Ejecutivo. El jefe del Estado intentará explicar la situación y se dirigirá este jueves por la noche a los franceses en un discurso televisado.
La moción deja más conclusiones. La primera es que Le Pen ha decidido liquidar de un plumazo ese proceso de normalización en el que se había embarcado. Por mucho que el RN se esfuerce en presentarse como un partido fiable para la gobernabilidad, en reproducir el camino realizado por formaciones como la de Giorgia Meloni en Italia, su naturaleza antipolítica, su instinto por la embestida, han terminado aflorando. “El presupuesto que rechazamos hoy no solo traiciona sus promesas. No contiene ni rumbo ni visión. Es un presupuesto tecnocrático que sigue deslizándose cuesta abajo, cuidándose mucho de tocar el tótem que es la inmigración fuera de control”, lanzó casi a gritos desde el estrado mientras defendía su moción.
La líder del RN ha tenido la oportunidad de presentar estos días a sus electores una deslumbrante victoria, obligando a Barnier a introducir en el presupuesto la mayoría de sus exigencias, muchas de difícil asunción. Hubiera logrado la redacción de una nueva ley de inmigración ―más dura todavía―, la reducción de beneficios sanitarios para los migrantes e, incluso, si hubiera insistido, la revalorización de las pensiones que exigía. Sin embargo, no ha querido en ningún momento negociar. “No eran concesiones, eran migajas”, protestó en el hemiciclo. En su cabeza estaba solo tumbar al primer para lastimar a Macron, su principal objetivo. Quizá por las prisas que imprimen la inminente sentencia de inhabilitación que podría sufrir, también ha querido que fuera cuanto antes. “Es responsabilidad de [Emmanuel Macron] determinar si puede ignorar la evidencia de una desconfianza popular masiva”, afirmó. “Si decide quedarse, se verá obligado a constatar que es el presidente de una República que ya no es del todo, por su culpa, la V”.
El presidente de la República, precisamente, o más bien la animadversión hacia él (el 52% de los franceses querría que dimitiese, según un destacado estudio denominado Fracturas francesas) es lo que ha unido a Le Pen con la izquierda. Y no solo a la antisistema Francia Insumisa, de Jean Luc Mélenchon (el 63% de los franceses lo considera un partido peligroso para la democracia, según el mismo estudio), sino a fuerzas mucho más moderadas como los Ecologistas o el Partido Socialista, que participó también de la caída del primer ministro y lo justificó así. “En ningún momento entablaron diálogo con la oposición de izquierda y los ecologistas”, lamentó el socialista Boris Vallaud. El diputado denunció que el debate parlamentario de las últimas semanas “no se ha limitado a las cuestiones presupuestarias, sino que ha cedido a las obsesiones más viles de la extrema derecha”, con quienes, según él, el primer ministro “se ha encerrado en un tête-à-tête humillante”.
No es extraño que un grupo de izquierda tumbe a un primer ministro de derecha. Lo inquietante es la falta de alternativas y la incertidumbre que genera el hecho de que no puedan convocarse elecciones hasta el próximo junio para salir del bloqueo que arrojaron los últimos comicios. Especialmente cuando el país se asoma a una crisis financiera y de deuda que necesitan de la intervención urgente de un ejecutivo. Vallaud, lógicamente, reclamó que tras la caída del gobierno de Barnier se nombre a “un primer ministro de izquierda que lleve a cabo la política de la nación en coherencia con la voluntad de cambio de los votantes que confiaron en nosotros y de una Asamblea que busca compromisos”. No está claro, sin embargo, que el artefacto electoral del Nuevo Frente Popular (NFP) sea capaz de volver a ponerse de acuerdo para presentar un nombre como el de Lucie Castets (fue la candidata propuesta este verano).
Francia ―y esa, quizá, es otra de las conclusiones de la moción― no está acostumbrada a la cultura de las coaliciones, de los compromisos ante situaciones de complicada gobernabilidad. Pero Macron, más preocupado de los fastos de inauguración de Notre Dame este fin de semana que de las cuestiones internas, deberá ahora buscar una solución. Gabriel Attal, presidente de su partido y ex primer ministro, defendió ayer la continuidad de Barnier. “La moción solo dejará perdedores. Es un error histórico”.
Fuera del hemiciclo, sin embargo, el propio Attal había empezado ya a proponer una gran alianza de todos los partidos de izquierda y de centro para dejar fuera al RN y poder gobernar. No parece que sea la voluntad del jefe del Estado. Según la prensa, Macron maneja dos nombres que podrían contar con el visto bueno implícito de Marine Le Pen para sustituir a Barnier: el del actual ministro de Defensa, Sébastian Lecornu, y el del veterano centrista François Bayrou. Pero todavía resulta demasiado pronto para saber si serían aceptados. De momento, Barnier debería quedarse al mando para resolver los asuntos corrientes y Macron recuperará de golpe todo el protagonismo perdido y deberá volver a ser el árbitro del partido.