Una de las decisiones pedagógicas cuya utilidad y eficacia siguen manteniendo mis padres después de muchos años es la de haberme hecho ver la mayoría de sus películas favoritas cuando era bastante pequeño, sin preocuparse por mi edad ni siquiera cuando se trataba de cualquier contenido violento, angustioso o dramático. Más allá del orgullo con el que recuerdo haber vivido aquellos momentos, no creo que esta costumbre nuestra haya tenido ningún efecto sustancial en mi gusto actual por el cine, ni en mi forma de relacionarme con imágenes y temas fuertes.
Estoy convencido, sin embargo, de que la sensación de descubrimiento que percibí al ver algunas películas “para adultos” cuando aún no lo era del todo, me impulsó a entrenar una forma particular de curiosidad hacia representaciones que ahora considero extremas -por tratar temas inquietantes, o expresarse con crudeza visual-, alimentando la búsqueda de ese magnetismo singular, que las hace interesantes precisamente por la mirada despiadada con la que retratan ciertos aspectos de la realidad.
Las películas del director franco-argentino Gaspar Noé ejercen exactamente el mismo tipo de fascinación sobre mí, una sensación de frenesí ligada al descubrimiento de algo que probablemente aún no estoy preparado para ver.
De hecho, cada una de las obras de su filmografía consigue, a su manera, que el espectador se sienta desprevenido, a veces casi violentado por la brutalidad de las imágenes que se le presentan. Aunque a lo largo de la historia del cine ha habido muchos autores que han situado elementos desestabilizadores en el centro de su poética expresiva, elementos que incomodan al espectador -pienso en las inquietantes sugerencias de Lars Von Trier, o en la estética de la violencia de Takeshi Kitano-, en las obras de Noé hay un gusto por la exhibición de las perversiones humanas que excede con mucho lo que generalmente se considera legítimo mostrar en el cine.
Todo lo que desconcierta, repugna o posee un poder profanador inherente, de hecho, se cuenta a través de la hipérbole en sus películas, que siguen una búsqueda consciente de la exageración, revelando una obstinación -o tal vez una forma de arrogancia- que empuja siempre al director a sondear los límites del exceso. Durante la narración visual de sus obras, Noé parece querer poner ante nuestros ojos cada uno de los sentimientos e instintos humanos más lúgubres, tirando de ellos desde aristas opuestas hasta deformarlos para mostrar sus derivas delirantes, de modo que cada vez podamos vislumbrar un matiz más de corruptibilidad, que nadie se había atrevido aún a explorar.
Es este agotador empuje hacia el extremo lo que hace que su cine sea repulsivo, pero al mismo tiempo hipnótico, extremadamente divisivo e igualmente reconocible, experto en hacernos sospechar de nosotros mismos, obligándonos a reflexionar sobre hasta qué punto los horrores que escenifican los personajes pueden estar al acecho, en los gérmenes, incluso en los rincones de nuestra mente que nunca hemos llegado a investigar.
En este sentido, la ruptura de tabúes socialmente compartidos es una intención programática del cine de Noé, que parte de la construcción de guiones capaces de hundirse en las certezas que más apreciamos, de escarbar en temas densos de implicaciones éticas -la prevaricación del Otro, la narcotización de la emocionalidad, la relatividad de las creencias personales- hasta herirnos, infundir dudas que crean el caos incluso entre los puntos de referencia que considerábamos inviolables.
Los personajes que describe, a su vez, son a menudo incapaces de superar la irresistible atracción que sienten hacia la violencia; experimentan una complacencia sádica con respecto a los crímenes que cometen; y están atados por sentimientos ambiguos, como los del carnicero protagonista de la película Seul Contre Tous, estrenada en 1998, obsesionado por el deseo de vengar la violación de su hija, por la que siente un amor rayano en el morbo incestuoso.
La venganza, al igual que la adicción, la muerte, la locura y la sexualidad, es una de las piedras angulares de las reflexiones del director, que se cierne al borde de gestos que hacen inhumana a la humanidad; que convierten el amor en posesión; o la fuerza en violencia; dispuesto a perder el equilibrio para retratar de forma vívida y vibrante las contradicciones internas de nuestro universo psicológico, del que los personajes de sus obras se convierten en símbolos.
Irréversible, película de 2002 que pasó a la historia del Festival de Cannes por obligar a gran parte del público a abandonar la sala durante el visionado, es quizá el ejemplo más contundente de esta forma de proceder en la narración, difuminando las fronteras entre conceptos con significados opuestos, para difuminar cualquier distinción entre el bien y el mal. Al contar la historia de Marcus (Vincent Cassel), que decide reducir su existencia a la búsqueda del hombre que violó a su novia Alex (Monica Bellucci) -cuya agresión se muestra en su totalidad a lo largo de una dolorosa, humillante, insoportable escena de casi diez minutos-, de hecho, el director absorbe el deseo de justicia del protagonista en una vorágine de culpabilidad que en nada se diferencia de la del violador, ya que Marcus, tras encontrarlo, lo condena a una muerte lenta y agónica.
La estética desempeña un papel central en este lenguaje de extremos y contrastes, porque también se centra en la fuerte estimulación de los sentidos, en una composición que recuerda a la figura retórica de la sinestesia. El director, de hecho, reproduce visualmente este artificio utilizado en la poesía, acompañando al espectador en un vórtice inmersivo donde la banda sonora se funde perfectamente con el ritmo de las imágenes, tan densas, tan materiales, que dan la clara sensación de abandonar la sala manchada por la sangre que fluye en la pantalla.
Por eso, el viaje psicodélico del alma de Óscar, el protagonista de la película de 2011 Enter the Void, y el baile mortal que los bailarines de Climax, de 2018, ejecutan presos de las alucinaciones del LSD, enganchan tanto y permiten que el espectador se identifique con ellos, a pesar de que las dos escenas presentan situaciones que son cualquier cosa menos ordinarias: un viaje alucinógeno y una experiencia extracorpórea, respectivamente. En Enter the Void, en particular, el director juega con el punto de vista del espectador, encuadrando al protagonista -que sólo en la última escena se revela que está interpretado, una vez más, por Vincent Cassel- siempre de espaldas, para que el espectador pueda engañarse a sí mismo, durante toda la película, poniéndose en la piel de otra persona, intercambiando sus propios ojos con los de Oscar.
El intento de retratar sentimientos extremos y la estética inmersiva permiten a Noé acceder al aspecto de la naturaleza humana que más le interesa, el de la irracionalidad. De hecho, el objetivo del director es construir historias e imágenes capaces de sobrecoger al espectador, al igual que ocurre con todas las declinaciones de nuestra emocionalidad que no podemos controlar y que en muchos casos nuestra cultura nos ha enseñado a reprimir.
Este componente de crítica social lo transmiten, en particular, las relaciones de pareja retratadas en sus películas, que reflejan la irreductible multiplicidad de expresiones de la sexualidad, pero sobre todo ponen de manifiesto los sentimientos que nos hacen sentir vulnerables y de los que, por esta razón, tendemos a avergonzarnos. Si los dos protagonistas de la película Love, de 2015, abren la visión de una intimidad vivida visceralmente en todas sus facetas, de la que se hace alarde a través de escenas perfectamente compatibles con cualquier web de pornografía mainstream; en Vortex, el último trabajo del director estrenado en 2021, el amor de una pareja de ancianos -donde el marido está interpretado por Dario Argento- se configura como un lugar emocional habitado por los mayores miedos que se pueden sentir en una relación: las relacionadas con la enfermedad, la muerte, el sufrimiento de una persona a la que nos sentimos profundamente unidos y el miedo constante a no poder cuidar de ella.
Sustituyendo la drogadicción por la toxicomanía; el cuerpo devastado por la excitación por el cuerpo doblegado por la vejez; la locura desatada por el consumo de alucinógenos por la locura provocada por la enfermedad; en Vórtice Noé representa un lado más ordinario de nuestra irracionalidad, de la pérdida de control que tanto tememos, porque no es el resultado de una desviación perversa de la personalidad de los protagonistas, sino el resultado del paso de los años, de la decadencia física, de la proximidad de la muerte.
La fragilidad que en las películas anteriores había permanecido como un subtexto -aunque escondida tras ciertos gestos despiadados, por desesperados, o en los intentos de refugiarse en alucinaciones para diluir el dolor de la realidad- se convierte así en un elemento fundamental de la narración, casi una atmósfera, cuya importancia el director parece querer declarar abiertamente. En este sentido, el cine de Noé llega a los extremos para mostrarnos todo aquello que consideramos indigno de representación, desde las expresiones más radicales de la crueldad hasta las debilidades que nos recuerdan lo falibles que somos, enfrentándonos al horror de las primeras, pero también a la necesidad de hacer las paces con las segundas.
La forma en que sus películas nos sumergen en la parte irracional que sólo hemos aprendido a reprimir, mostrándonos aspectos que probablemente no habríamos tenido el valor de mirar por nuestra cuenta, es por tanto una invitación a conocerla de verdad, no sólo a educarla, sino a intentar vivirla plenamente en algunas de sus manifestaciones. Como para recordarnos que hay extremos de nuestra experiencia de la realidad y del encuentro con el Otro hacia los que vale la pena empujarnos, incluso cuando tememos perder el control, salir derrotados; y que abandonarnos a lo que sentimos, a veces, puede representar una conquista.