“En mis tiempos, bastaba con poco para ser felices”, esta es una de las frases cliché que las nuevas generaciones oyen repetidas una y otra vez, a menudo en tono condescendiente, por parte de los mayores.
Sin embargo, esta frase sólo sirve para aumentar el sentimiento de culpa y de incapacidad de las nuevas generaciones que, además de vivir en un mundo que no les garantiza ninguna estabilidad, sienten constantemente la presión de la riqueza ostentada en las redes sociales.
Los jóvenes y los mayores de hoy se encuentran frecuentemente víctimas de la llamada Dismorfia del Dinero (o Money Dismorphia): se perciben a sí mismos como más indigentes de lo que realmente son, viven con una angustia constante por no poder hacer frente a todos los gastos que conlleva una vida independiente, se angustian y se afligen porque nunca alcanzarán el nivel deseado de bienestar económico, y esto puede quebrarles profundamente.
Aproximadamente el 43% de las jóvenes y los jóvenes de 13 a 27 años y el 41% de las mujeres y los hombres de 28 a 42 años afirman que tienen una percepción errónea de su situación económica, mientras que, en los mismos grupos de edad, el 48% y el 59%, respectivamente, dicen sentirse rezagados económicamente.
Una encuesta realizada en el Reino Unido reveló que el 32% de las personas ven aumentar su estrés y ansiedad si hablan de sus posesiones con familiares y amigos. Los veinteañeros y treintañeros de hoy viven en una realidad que, por un lado, no les promete nada y les priva de la mayor esperanza de labrarse un futuro estable; por otro, les presenta constantemente imágenes de vidas llenas de lujo y opulencia, ostentadas en las redes sociales por compañeros que pueden permitirse lujos fastuosos, viajes caros a destinos de ensueño y ropa de marca cara.
Todas cosas que, sí, pueden parecer no esenciales -y concretamente no lo son- pero que, en realidad, a los jóvenes de hoy les parecen cualquier cosa menos superfluas; y no porque los jóvenes sean superficiales, sino porque los modelos de referencia generan inevitablemente un deseo de emulación.
El inevitable impulso a emular puede explicarse mediante la “teoría del deseo mimético”, formulada por la antropóloga y crítica literaria francesa Renee Girard en su ensayo de 1961 Mentira crítica y verdad novelística. El libro exploraba una dimensión, inédita entonces, de este impulso humano, entendido como un fenómeno social colectivo, fuertemente influido por otros sujetos deseantes, más que como una experiencia meramente individual -que atraería a un sujeto X hacia el objeto que desencadena su deseo.
Según la teoría de Girard, este movimiento no surge únicamente de la fuerza de atracción del objeto, de sus características. En este tipo de relación, sostiene el antropólogo, no hay una línea recta que conecte sujeto y objeto, sino una estructura triangular, organizada en: sujeto, modelo a imitar, objeto. No deseamos un objeto por sus cualidades intrínsecas, sino en la medida en que se configura como un objeto que atrae a los demás.
Para apoyar su teoría, Girard parte del supuesto de que el sentimiento de envidia comprensible por lo que otros poseen, o consiguen obtener, puede tener una carga más perturbadora que el impulso hacia cualquier objeto. El sujeto deseante suele sentirse movido por la envidia hacia quienes poseen algo de lo que él carece; las peculiaridades de ese algo suelen ser irrelevantes, ya que lo que desencadena ese impulso es la percepción de que el objeto deseado, del que el sujeto deseante carece, puede dar a quien lo posee plenitud y realización absolutas.
Este mecanismo ilusorio estaría, por tanto, en la base del deseo humano: deseo porque me siento carente, incompleto; siento admiración y envidia por un “modelo” que posee lo que yo no tengo y, en mi interior, crece la necesidad de imitarle; persigo el objeto que me falta y que mi modelo posee, creyendo que, cuando lo haya conseguido, sentiré una sensación de plenitud, de satisfacción.
El objeto del deseo se carga entonces de un valor que va más allá de sus propias características intrínsecas, y obtenerlo, para el sujeto deseante, tiene que ver no sólo con el tener sino con el ser: el sujeto deseante, que se inspira en el modelo al que se refiere Girard, quiere alcanzar su objeto porque representa una especie de estandarte identitario. Ese estandarte que hoy, querámoslo o no, está representado por lo que en las redes sociales despierta constantemente nuestro deseo mimético, al que difícilmente podemos escapar.
Este impulso forma parte de la naturaleza humana. En consecuencia, tachar de superficiales a quienes, tras una tarde en las redes sociales, sienten que quieren unas vacaciones de lujo, una casa más grande o un artículo de diseño, o a quienes acaban envidiando la vida acomodada de los demás y se sienten indigentes sin serlo realmente, es indicativo de una falta de claridad y de conciencia de la realidad en la que estamos inmersos desde hace tiempo.
La necesidad de emular a los demás forma parte de todos nosotros, no está adscrita a una estrecha categoría de mimados y superficiales; y si hoy muchos se encuentran envueltos en esa dismorfia del dinero, que nos hace vivir angustiados ante la idea de que nunca podremos permitirnos una vida desahogada, es sólo porque esa misma desahogo se nos propone constantemente como símbolo de plenitud, de realización, de ese éxito que esconde tantas trampas y que, sin embargo, parece ser la única forma de alcanzar el último escalón de la pirámide de necesidades de Maslow: el de la autorrealización.
“Hubo un tiempo en que nos contentábamos con poco”, repiten los nostálgicos de una época en la que la prosperidad y la abundancia tenían una carga semántica distinta a la actual. A esos nostálgicos habría que responderles que los tiempos han cambiado, que nuestra capacidad de “contentarnos”, de percibir que “tenemos y somos suficientes” viene determinada por nuestros modelos de referencia, y éstos, lo queramos o no, están construidos por la sociedad. Como sujetos deseantes somos mucho menos independientes de lo que creemos, y acabamos pareciendo marionetas movidas por el deseo colectivo. Los mecanismos internos del capitalismo y el consumismo, con la publicidad como principal aliada, nos arraigan no como seres necios, mimados, superficiales, sino como animados por el deseo mimético teorizado por Girard.
Nos estamos convirtiendo en esclavos de la dismorfia monetaria, no porque no tengamos dinero para comprar pan y lentejas, al menos no todos. Sino porque ya no somos capaces de sentirnos realizados con pan y lentejas, mientras a nuestro alrededor el mundo de los que “lo han conseguido” va en la dirección de la opulencia y el lujo, un mundo que se nos presenta constantemente ante los ojos, incluso a pesar de nosotros mismos. El concepto de “autorrealización” en nuestra época se ha resemantizado de la época de nuestros abuelos, y es bueno que lo asumamos. Y que abandonemos todos los tópicos anacrónicos y empecemos a enraizarnos en un presente que a menudo corre el riesgo de sumirnos en una enorme sensación de inadecuación y fracaso.
Para nuestros abuelos, vivir con poco no sólo era posible, sino deseable y sintomático de una vida a menudo satisfactoria y plenamente realizada, esto ya no es así. El paradigma ha cambiado, el sustrato en el que vivimos nos ofrece modelos de éxito que influyen en la percepción de todos, lo queramos o no.
Hoy nos aterra la idea de no realizarnos económicamente – arriesgarnos a que el miedo al fracaso comprometa nuestra salud mental – y no es sólo porque estemos en plena crisis económica. Si muchos sufrimos dismorfia del dinero es porque hoy las expectativas de bienestar y riqueza aumentan de forma imparable, debido a los modelos que seguimos en las redes sociales y con los que, de forma más o menos consciente, nos vemos obligados a enfrentarnos cada día.