Con más de 9 millones de habitantes y casi dos más que llegan cada día de otros estados, la Ciudad de México es una de las megalópolis más pobladas del mundo. También de las más ruidosas. El escándalo diario de esta mega urbe —el rugido de los motores que taladran los oídos, los cláxones resonando al unísono, las carreteras siempre en obras, el tráfico aéreo que retumba sobre los hogares— tiene efectos muy nocivos en los ciudadanos.
“El ruido es la primera molestia ambiental en los países industrializados y el segundo contaminante ambiental en México”, advierte Jimena de Gortari, investigadora del Departamento de Arquitectura, Urbanismo e Ingeniería Civil de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México (Ibero). Especializada en la regeneración urbana de espacios públicos, esta arquitecta se ha dedicado durante más de una década a estudiar las fatales consecuencias del ruido de la capital mexicana, urbe que no para de crecer —la ciudad caótica, desbocada, como la llamó el escritor Martín Caparrós.
Expuesta a sonoridades muy superiores a las restricciones que la ONU establece en sus guías para la seguridad auditiva, la expansión permanente del trazo urbano en la Ciudad de México está provocando una propagación cada vez mayor de la contaminación acústica. “La capital cuenta con la normatividad más estricta sobre el ruido en todo el país, pero no es suficiente”, señala de Gortari, que trabajó durante seis años como consejera ciudadana para la Procuraduría Ambiental y del Ordenamiento Territorial de la capital (PAOT), la institución gubernamental con competencias para la regulación sonora de fuentes fijas.
Es la Secretaría del Medio Ambiente de la Ciudad de México (Sedema) quien establece los límites y la Secretaría de Seguridad Ciudadana es la que los vigila. También colabora Protección Civil. El reglamento vigente en la capital establece límites a las fuentes fijas generadoras de ruido para las zonas residenciales, industriales, comerciales, festivales y eventos de entretenimiento. Sin embargo, como aclara la experta, “hay ambigüedad en cuanto a la regulación del ruido. A pesar de que existe una legislación no queda claro a donde tienen que acudir los ciudadanos para denunciar ni a qué autoridad le compete la responsabilidad de la regulación. Y los mecanismos puestos en marcha para frenar el ruido han mostrado ser insuficientes. Y cada vez es peor”.
Como señalan numerosos estudios científicos, una exposición prolongada a la contaminación acústica puede derivar en el desarrollo de enfermedades crónicas y del sistema nervioso, aumentar, por ejemplo, el riesgo de padecer un infarto o migraña. El ruido excesivo también afecta a la comprensión, la memoria, a los desórdenes del sueño, a la salud mental, e induce sordera. “Altera mucho la vida de aquellos que sufren de Alzheimer, demencia y otros trastornos. Es terrible escuchar los testimonios del mal que genera en personas con Asperger”, cuenta de Gortari. Según la experta, el ruido urbano también tiene efectos fatales en el comportamiento social. “La respuesta a que se disparen los niveles de estrés, ansiedad o irritabilidad, a no poder dormir, es muy violenta. Si bajáramos unos niveles los decibeles de esta ciudad viviríamos más calmados”, sostiene.
Una de sus líneas de investigación se centra en cómo la ciudad se ha ido segregando acústicamente. “Al fin y al cabo, el ruido ambiental está directamente relacionado con el bienestar y calidad de vida, tiene implicaciones en la salud emocional, en cómo ocupamos los espacios según podemos pagarlos o no. Poca gente tiene la posibilidad de aislarse”, critica la arquitecta, creadora de Diario Sonoro, una biblioteca de audios característicos de la Ciudad de México, aquellos que la contaminación acústica amenaza con hacer desaparecer, aquellos que todavía se pueden rescatar en los entornos donde no se escucha el tráfico vehicular: el murmullo de las voces humanas, el sonido tan relajante de una fuente, el mecer de las ramas de los árboles por el viento, el impacto de las gotas lluvia sobre el cristal, el canto de los pájaros.
“A primera hora de la mañana, cuando la actividad de las calles no ha comenzado, se pueden escuchar a los mirlos que viven la ciudad. Emiten un sonido fantástico, muy rítmico. Hay ciertos rangos de frecuencia que resultan muy amables a la escucha, los pájaros son armónicos”, asegura la investigadora, que a través de una aplicación extrae espectrogramas de los sonidos citadinos más afables y los comparte con el objetivo de visibilizarlos. La iniciativa, que empezó como un proyecto de clase para sus alumnos de la Ibero, se convirtió en una forma de hacer conciencia, de luchar contra ese asesino escandaloso, como cataloga la OMS al ruido de las ciudades.
“Hay sonidos muy beneficiosos para nuestra salud, para nuestro cuerpo y mente, resonancias del día a día con los que juega Diario Sonoro, vinculados a los espacios que hemos habitado”, cuenta de Gortari. Su proyecto trata de recuperar la vinculación positiva que existe entre los lugares en los que convivimos y la memoria sonora que tenemos grabada en la mente y que está asociada a ellos. “La violencia acústica que estamos normalizando atenta directamente contra esta memoria”, advierte la especialista.
Uno de los problemas, afirma de Gortari, “es que el ruido es un tema sin lugar en la agenda política. A los políticos les interesa los problemas que se pueden fotografiar y con el ruido no hay materia”, lamenta. “La seguridad acústica debería ser un objetivo tan prioritario como la calidad del aire o del agua, debería incorporarse con urgencia a las políticas urbanas. Hablamos de un tema de salud pública, pero también de justicia social: las poblaciones más vulnerables son las que están más expuestas a este contaminante tan perjudicial y las que más lo sufren”, concluye.