“El mejor predictor del éxito profesional no es el rendimiento cognitivo, es que tus padres tengan dinero”. No lo decimos nosotros, lo explicaba el psicólogo e investigador Daniel Sanabria durante una entrevista el año pasado. “No soporto más mi trabajo. No entiendo por qué estoy dedicando mi vida a un proyecto que mi jefe ni entiende ni defiende. No aguanto más”. Esto tampoco es mío. Nos lo contó José, un lector, en un bar de la Condesa.
José tiene 34 años, mucho talento y pasión por lo que hace. Trabaja entre ocho y diez horas al día y gana 16.000 pesos al mes. Su jefe gana tres veces más y para todos es evidente que su éxito profesional no está relacionado con su “rendimiento cognitivo” que, por lo visto, es más bien escaso. José es una persona sensible a la injusticia social, combativa y activa políticamente, pero curiosamente no denuncia que su jefe proceda de un contexto sociocultural más favorable que el suyo o que haya tenido más oportunidades, que también. Lo que peor lleva, lo que de verdad le amarga la vida es, en sus propias palabras, “que sea tan corto” (de mente). Porque “es imposible jalar así”.
José, como todos nosotros, está acostumbrado a la injusticia social en el marco de las desigualdades materiales entre unos y otros. Él procede de un medio sociocultural desfavorable y sabe desde que nació que tendría menos oportunidades que otros más afortunados. Pero su vida profesional le ha revelado cómo la desigualdad afecta no solo a las oportunidades en lo que al reparto de la riqueza se refiere, sino también a la vida cotidiana: a la forma de relacionarnos como individuos, a la legitimidad de las jerarquías sociales y a los distintos grados de frustración con que vivimos la vida.
Decimos esto porque cuando leímos la sentencia del psicólogo Daniel Sanabria, nos pareció indignante que el dinero fuera el mejor predictor del éxito profesional. Y pensamos que era la única injusticia que denunciaba su sentencia. Sin embargo, José nos abrió los ojos respecto de la injusticia que encierra la primera parte de la frase: “El mejor predictor del éxito profesional no es el rendimiento cognitivo”. O, dicho de otra manera, es muy probable que tu jefe esté menos capacitado que tú para organizar tu trabajo. Y esta es una injusticia que se añade a la primera y que puede volver nuestra vida profesional no solo injusta sino también insoportable. Porque, como bien sabe José, el dinero no es lo único importante en las relaciones laborales. En el día a día, todos olvidamos nuestro sueldo cuando estamos trabajando, lo que nadie puede perder de vista (ni por un instante) es la opresión que puede generar el mando.
En una organización profesional, a la persona que dirige se le supone una mayor capacidad intelectual ya sea ejecutiva, reflexiva o decisoria respecto de las personas que tiene a su cargo. Cuando esto no es así, ni el jefe ni quienes están por debajo podrán sentir afecto mutuo. No podrán colaborar ni trabajar en equipo. Al contrario, la jefa (o jefe) se sentirá siempre en peligro (pues pronto observará que carece de la legitimidad que su puesto precisa), mientras que las personas a su cargo se sentirán tratadas injustamente todo el tiempo. Y esta injusticia no será ya de tipo material sino que entrará en un terreno aún más profundo, existencial. José acepta que su jefe gane más que él, acepta incluso que haya tenido más oportunidades que él. Pero lo realmente insoportable, lo que hace que José esté de mal humor todo el tiempo, que haya empezado a discutir con su pareja, que la ciudad ya no le guste y que la vida en general le resulte cada día más gris es que su jefe no entienda los matices de su trabajo. Que no pueda apreciar su desempeño, que confunda los resultados con la calidad del proyecto, que carezca del riesgo que entraña la ambición y, en definitiva, que le amargue la vida personal e íntimamente.
Una estructura fundamental de los afectos y del desarrollo del carácter tiene que ver con nuestra capacidad de estar de acuerdo con el sistema social en que vivimos, donde muchas veces es más importante este acuerdo con el sistema que el éxito o el fracaso individual. Por eso la mayoría de las veces el éxito no es un asunto personal, sino que solamente funciona cuando es de todos, porque todos somos los que triunfamos o los que perdemos, independientemente de los éxitos y fracasos de cada uno. Esa es la razón por la que muchos (nos atrevemos a decir que la mayoría) de los “triunfadores” del actual sistema de trabajo son profundamente infelices. Y lo son porque saben que no hay acuerdo entre lo que hacen y lo que viven. Los jefes no solo quieren serlo sin también merecerlo, legitimarse en cuanto tales, pero ellos, igual que las personas que tienen a su cargo, saben que el mérito y la capacidad han sido adulterados por los procesos sociales de selección de los individuos.
Y entonces sucede que ni los que pierden ni los que ganan están de acuerdo con el sistema. La injusticia se convierte en un factor estructural en todas las relaciones y todo el mundo vive amargado. Dicho de otro manera: la desigualdad material no solo nos impide ser iguales sino que nos imposibilita ser felices. Y nos lo imposibilita a todos, también a quienes disfrutan del privilegio del dinero, puesto que el dinero en sus manos carece de valor moral.
En este sentido, si el dinero es una prueba del triunfo de los individuos en nuestro sistema capitalista, el dinero heredado es una prueba de la corrupción del sistema. Por esta razón, los hijos del magnate Logan Roy (el de la aclamada serie Sucession) están destinados a ser infelices. Nunca jamás conocerán éxito alguno. Hagan lo que hagan, su vida está condenada al fracaso y, lo que es peor, a provocar infelicidad e injusticia en quienes les rodean. También (incluso especialmente) sobre aquellos que aman. Ellos padecen la maldición de su privilegio.
La pregunta es ¿qué le decimos a José? Evidentemente debe cambiar de trabajo. Aunque José está pensando en cambiar de vida o de planeta, en irse al campo para ser precisos. Cree que allí las cosas serán diferentes. Como si en otro lugar las reglas fueran otras. Es joven e ingenuo. Cómo escribió Rafael Sánchez Ferlosio, mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado.