Todos hemos tenido la experiencia de estar con personas que nos dan energía y con otras que parece que nos la arrebatan. Puede ser un compañero de trabajo, siempre positivo y con el que se disfruta compartir proyectos. O ese familiar, pesimista y quejumbroso, que te agota después de haber comido con él. Somos animales sociales. Como parte de nuestra evolución, no solo estamos predispuestos a percibir las emociones de los demás, sino que, además, somos vulnerables a su contagio. Las emociones de las personas que nos rodean influyen en las nuestras y el efecto funciona también a la inversa, como es de suponer. Lo que nosotros sentimos y expresamos influye en los demás. Todos estos procesos suelen ser inconscientes; sin embargo, tenemos la posibilidad de entrenar antídotos para reducir el contagio de aquello que no nos agrada.
“La emoción está en el centro del éxito. Hay que huir de los apáticos”, dice Vicente del Bosque, entrenador de fútbol que consiguió que España ganara el Mundial en el año 2010. La explicación es neurológica. Nuestro cerebro capta las señales faciales y las interacciones de los demás para comprender qué sucede, para ser más empáticos y para coordinarnos con el resto, como explica la pionera en este campo, Elaine Hatfield, de la Universidad de Hawái. Por eso, no es de extrañar que si entramos en una sala donde ha habido una conversación, podemos percibir el tono en el que se ha llevado, si ha habido tensión, si ha sido distendida o si es mejor retirarnos. Nuestros radares están preparados para ello. Además, como necesitamos sentirnos parte del grupo, llegamos a imitar inconscientemente el estado emocional en el que nos vemos expuestos. Y tanto es así, que afecta, incluso, a nuestro bienestar.
Si un amigo nuestro aumenta su felicidad y vive a una distancia de hasta una milla (2,6 kilómetros), incrementa nuestra posibilidad de ser felices un 25%, según un estudio realizado a 4.739 individuos desde 1983 hasta 2003. Es decir, se confirma el dicho de que la felicidad es contagiosa. Desafortunadamente, este fenómeno también sucede con las emociones “más oscuras” que dan pie a la violencia. Gary Slutkin, médico, epidemiólogo y fundador de la organización sin fines de lucro Cure Violence, trata la violencia como un contagio emocional y, gracias a ello, ha sido capaz de hacer que esta disminuya en ciudades de diversos países del mundo.
Nuestra vulnerabilidad al contagio va más allá de las personas cercanas con las que interaccionamos, como ha demostrado otra investigación con métodos un tanto controvertidos. El equipo dirigido por un científico de datos de Facebook analizó las noticias de 680.000 usuarios de la plataforma. A unos se les ofreció una dieta de noticias positivas; y a otros, más negativas. Después de analizar más de tres millones de publicaciones, se observó que aquellos que habían sido expuestos a noticias amables escribían, a su vez, artículos positivos; y los que habían sufrido la dieta opuesta, eran más tendentes a publicar posts negativos. Todo ello, independientemente de la audiencia que tuvieran o de su trayectoria en Facebook. Este fenómeno también se ha observado con el impacto de lo que visionamos en YouTube. Así pues, la información que consumimos influye en nuestro estado de ánimo. Y no solo eso, sino que las interacciones que tenemos con la inteligencia artificial también nos condicionan, como ya se está comenzando a estudiar.
Pero tenemos antídotos para el contagio. Aprender a cuidarnos nos ayuda a ser menos vulnerables a las emociones de otros. El cansancio o el hambre reducen nuestro nivel de resistencia y aumentan nuestra permeabilidad. Algunas alternativas nos las ofrece Sigal Barsade, profesora de Wharton, quien sugiere realizar un contrataque emocional. Según sus investigaciones, la serenidad es tan poderosa como las emociones incómodas. Por eso, en la medida que entrenemos nuestra serenidad interior, estaremos más preparados para surfear momentos poco agradables. Igualmente, llegado el caso, conversar con la persona sobre lo que nos está incomodando, como el familiar del almuerzo, puede ser una buena estrategia para ayudarlo a tomar conciencia y, quizá, a salir de dicho estado de ánimo.
Otra técnica poderosa consiste en tomar distancia de la situación, colocarse como un observador externo, para reducir la implicación afectiva, según la investigación de Daniel Rempala, de la Universidad de Hawái. Esta estrategia es especialmente valiosa cuando se viven situaciones con alto desgaste emocional de manera continuada, como sanitarios o expertos en salud mental.
Por último, también vale la pena asumir que cualquiera de nosotros también somos “contagiadores de emociones”. En la medida que sepamos reconocerlas en nosotros, aprender a gestionarlas, tomar distancia y, llegado el caso, ponernos “en cuarentena” hasta que se nos pase una emoción negativa, contribuiremos a que nuestro entorno esté mejor y, por ende, nosotros mismos.