Los sexenios de Echeverría (1970-1976) y de López Portillo (1976-1982) se caracterizaron por un fuerte intervencionismo del Estado en la economía. El Estado intentaba funcionar como motor económico por encima del libre mercado. Según los gobiernos de la época, esta fórmula iba a llevar al país a una bonanza económica sin precedentes.
Esto llevó a las administraciones de la época a apostar por el crecimiento masivo del sector paraestatal, involucrándose en tantos negocios como fue posible, no solo en temas fundamentales para el desarrollo del Estado, sino también en cualquier tipo de negocio que se les ocurriera. Por ejemplo:
Restaurantes y hotel El Presidente S.A. (el Intercontinental de Polanco), Refractarios Hidalgo S.A., Compañía Operadora de Teatros S.A., Bicicletas Cóndor S.A., Vehículos Automotores Mexicanos S.A. de C.V., Inmobiliaria Aztlán S.A., Chapas y Triplay S.A., Hules Mexicanos S.A., Adoquines S.A., Aceitera de Guerrero S.A. de C.V., Productora de Papel Destintado S.A. de C.V., Fábrica de Hilos La Aurora, Lavandería del Balsas S.A. y muchos ingenios azucareros, minas, refresqueras, astilleros, inmobiliarias, hoteles, cigarreras y más de 600 empresas paraestatales. Estas incluían participación estatal mayoritaria y participación estatal directa, y estaban inscritas en el Registro Público de la Administración Pública Paraestatal de 1979.
Como resultado positivo, se contribuyó a la industrialización y modernización de algunos sectores clave. En una economía parcialmente cerrada como la de México en esos años, este modelo representó un avance interesante. Sin embargo, con el libre mercado y la apertura internacional de la actualidad, resulta un enfoque que no tiene sentido. Por otro lado, la visión a largo plazo de este modelo económico resultó catastrófica.
El modelo de intervencionismo estatal se volvió insostenible debido al endeudamiento excesivo que estas empresas generaron, consecuencia de malos manejos, decisiones ideológicas por encima de las financieras, ineficiencia, nepotismo y corrupción. Esto llevó a que la administración del país se volviera caótica, inmanejable y, en definitiva, una verdadera pesadilla.
Con la llegada de De la Madrid en 1982 comenzó el fin del modelo de economía estatizada y proteccionista. El nuevo modelo priorizó el intercambio comercial con otros países, la apertura del mercado, la desregulación de industrias y, principalmente, dejar de gastar tanto dinero en las paraestatales.
Hoy en día, el gobierno de Claudia Sheinbaum ha buscado regresar a ese fallido experimento macroeconómico que tuvo consecuencias que costaron décadas de avance al país.
Los dos ejemplos concretos que han sido tema de conversación en las últimas semanas son Mexicana de Aviación y la nueva “ocurrencia” —Olinia—, una planta de autos eléctricos sin estudios de factibilidad financiera, de impacto social y ambiental. La única promesa asociada al proyecto, como lo expresó Roberto Capuano, responsable del mismo, es “llegar al partido inaugural del Mundial 2026 en el Estadio Azteca en un Olinia”.
Estamos regresando a una época en la que el gobierno, en lugar de incentivar que el mercado ofrezca sus mejores precios y que la competencia beneficie al consumidor, busca ser parte del mercado, pero ahora como árbitro y jugador.
A un año de su nacimiento, Mexicana de Aviación no despega, y el riesgo de bancarrota se vuelve cada vez más latente. Actualmente, su funcionamiento cuesta al erario público y sus beneficios son prácticamente nulos. La presidenta podrá llamarla “la aerolínea del pueblo”, pero según datos de la Agencia Federal de Aviación Civil, solo tiene el 0.4% del total del mercado, un promedio de 16 pasajeros por vuelo, y el 46% de sus rutas canceladas. Para el pueblo, Mexicana únicamente representa un gasto enorme para las arcas del Estado.
Al final, la historia nos ha enseñado que el gobierno no es un buen empresario. Apostar a que sea juez y parte no solo daña al libre mercado, sino que termina afectando al contribuyente. Para evitar una nueva “docena trágica”, simplemente debemos voltear al pasado y recordar que al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.