Las campañas del año entrante serán el laboratorio de una realidad inescapable: mientras más arriba esté alguien en la pirámide del poder, más lejos la posibilidad de que le toque un latigazo de la violencia.
Esta semana se ha conocido que el Gobierno de la República ha iniciado trámites para proporcionar seguridad a las virtuales candidatas a la presidencia. Es un esfuerzo lógico, responsable y hasta digno de encomio, siendo López Obrador como es. Pero también es el recordatorio de una disparidad.
Tan solo en estos días se han conocido casos graves de violencia como el secuestro en Zapopan de la presidenta municipal de Cotija, Michoacán, encontrada con vida este martes afortunadamente, o el asesinato en Chilpancingo de un joven que trabajó en la Comisión de Atención a Víctimas.
Dos tragedias (quien crea que lo de la edil michoacana fue solo un susto, trivializa tanto un grave delito como la capacidad de delincuentes que hacen un operativo transestatal) de un panorama que incluye retenes de narcos en Chiapas, mantas en Nuevo León, quema de autos, leva de jóvenes y decenas de homicidios a lo largo y ancho del país. Y todo en una semana.
El Estado mexicano es incapaz de brindar seguridad a sus ciudadanos, pero también a sus integrantes, llámense estos políticos o miembros de las fuerzas de seguridad. Sin embargo, la violencia impacta, de forma más o menos esquemática, de manera dispar: a los más visibles menos, y viceversa.
Así, tendremos campañas presidenciales que viajarán por una República con poblaciones tasajeadas por las balas. Los partidos trazarán visitas a Caborca o Reynosa, a Lagos de Moreno o Comitán, por ejemplo, asegurándose de crear burbujas de seguridad para las candidatas y sus equipos. Eso está bien.
Tales candidaturas representan la cúspide. Verán de lejos, o en cordones sellados, a familias de ciudades asoladas por todo tipo de grupos criminales. La lista de las regiones donde ocurre eso incluye a Veracruz, Michoacán, Guerrero, Chiapas, Guanajuato, Nuevo León, Sonora, BC, Morelos…
Afortunadamente, porque el impacto político sería terrible, lo esperable es que esas campañas transcurran sin incidentes mayores. Pero luego vendrán otras campañas, muchas en las que la logística de seguridad será muy distinta, y mucho menor, a la de las elecciones presidenciales.
Hay estados que renovarán poder Ejecutivo. Ahí, gente de diversos partidos tendrá que apañarse de más o menos recursos para diseñar una seguridad que a diferencia de una contienda presidencial será puesta a prueba por una cercanía más real con el territorio y sus escabrosas condiciones.
Ese nuevo nivel de la pirámide enfrenta varios tipos de riesgos. La violencia que puede tocarles, en todos los sentidos de la palabra, va más allá de un asunto accidental: cualquier elección local representa más claramente la potencial afectación a intereses que no desean perder sus privilegios.
Además, en los comicios estatales confluirán, con menos visibilidad de aquellos que disputan las gubernaturas, campañas de quienes pretenden una senaduría, una diputación federal o local o una alcaldía. Se trata del siguiente nivel hacia abajo de la escalera del poder y uno con aún más amenazas.
Los pactos criminales serán el trasfondo en no pocos municipios de las zonas dominadas por cárteles. El componente de la reelección de alcaldes, asimismo, podría hacer que aviesos intereses encuentren en el periodo electoral la ocasión para defender a la mala el statu quo, o desafiarlo.
De cara al 2024 es obligado empatar dos realidades: las campañas serán en un país que arde; porque por más que López Obrador desdeñe expresiones mediáticas y mediatizadas de hechos de la delincuencia organizada, lo real es que los focos rojos están encendidos en múltiples regiones. En demasiadas.
La clase política recorrerá la geografía nacional para pedir el voto a ciudadanos que, precisamente, esperan soluciones al tema de la inseguridad, el más escabroso, hoy así las cifras presentadas por el gobierno hablen de una leve mejoría. Será una prueba de fuego y esta frase no es retórica.
Porque México no ha solucionado estructuralmente el problema de la criminalidad, las campañas supondrán un riesgo también para la clase política, que padecerá el embate de quienes buscan entronizar o descarrilar a candidatos que les gusten o disgusten, respectivamente.
Es la resultante más paradójica de ese fracaso gubernamental: hoy los criminales disputan el poder a los políticos. Con votos y balas.
Los eslabones más débiles de esa cadena están en las alcaldías. De ahí hacia arriba. Dicho de otra forma, si la violencia fuera derrotada, se traduciría en que las campañas locales dejaran de teñirse de sangre.
La pirámide de los riesgos durante las campañas está ahí. Inamovible, comicios tras comicios, gobierno tras gobierno. Solo resta recordar que debajo de los de más abajo de esos pisos de riesgo en que vive la clase política, está la ciudadanía, que soporta inerme a todo el aparato gubernamental que sobre todas las cosas primero intenta cuidarse a sí mismo.
Y que en el nivel de más desprotección, de más riesgo frente a delincuentes que no temen a un sistema de justicia disfuncional que es una máquina de impunidad, se encuentran las mujeres y los jóvenes, a quienes desde la punta de la pirámide tantos discursos se dedicarán en el 2024.