Cuando el primer ministro británico, Boris Johnson, fue hospitalizado con covid en abril de 2020, el alarmante boletín de prensa llegó poco después de un mensaje televisado de la reina Isabel II en el que tranquilizaba al pueblo diciendo que luego de que la pandemia amainara “volveremos a encontrarnos”.
Las palabras de la reina, estoicas, dignas y reconfortantes, ayudaron a anclar al país durante los días de inquietud que siguieron. No era la primera vez que la monarquía actuaba como una fuerza estabilizadora para el gobierno durante sucesos tumultuosos.
Esta semana, no obstante, estas dos grandiosas instituciones británicas se sumieron al mismo tiempo en la crisis. El miércoles, Johnson admitió haber asistido a una fiesta en un jardín poco después de haberse recuperado del virus, algo que violaba las reglas de confinamiento y desató un coro de voces pidiendo su renuncia. Horas después, un juez federal en Manhattan rechazó una petición del segundo hijo de la reina, el príncipe Andrés, para desestimar una demanda de abuso sexual en su contra.
El jueves, el palacio de Buckingham anunció que obligaría a Andrés a entregar todos sus títulos militares así como el honorífico “Su Alteza Real”. Él “está defendiéndose en este caso como un ciudadano privado”, dijo el palacio en un comunicado cortante que subrayaba el rotundo exilio del príncipe de la vida en la realeza.
Aunque estos casos versan sobre temas claramente distintos, ambos son protagonizados por hombres en la mira a causa de su comportamiento, lo que plantea viejas cuestiones de clase, derecho y doble rasero.
“Boris Johnson y el príncipe Andrés”, dijo en Twitter Alastair Campbell, un exdirector de comunicaciones del primer ministro Tony Blair. “Qué imagen recibe el mundo de la Gran Bretaña Global”.
Campbell participó en un episodio ahora muy celebrado en el que un gobierno estable apoyó a una monarquía en crisis: en 1997, él y Blair, un líder laborista popular que acababan de ganar una victoria electoral aplastante, persuadieron a la reina de que adoptara un tono más empático en su reacción por la muerte de la princesa Diana en un accidente de auto. Eso calmó una ola creciente de resentimiento hacia la monarca.
“Por lo general”, dijo Campbell, “evitan crisis al mismo tiempo”.
Los comentaristas dijeron, medio en broma, que el dictamen legal contra Andrés, de 61 años, ayudaba a Johnson, de 57, dado que distraía atención del interrogatorio que enfrentó en la Cámara de los Comunes, donde los legisladores de oposición lo acusaron de mentir y le exigieron que renunciara. Ambos hombres se encuentran a merced de fuerzas que en gran medida no controlan.
Johnson ha solicitado a los legisladores que aplacen el juicio sobre él, a la espera de los resultados de una investigación interna sobre las fiestas de Downing Street, a cargo de una alta funcionaria, Sue Gray. Si ella determina que Johnson engañó al Parlamento en sus declaraciones anteriores, es casi seguro que le costará su trabajo.
Andrés, al fracasar en su intento de que se desestimara la demanda en su contra presentada por Virginia Giuffre, enfrenta la posibilidad de que se difundan revelaciones condenatorias en declaraciones presentadas por él y Giuffre, quien alega que él la violó cuando ella era adolescente. Ella dice que fue traficada para Andrew por el amigo de este, el depredador sexual convicto Jeffrey Epstein. Andrew niega rotundamente el cargo y ha dicho que no recuerda haber conocido a Giuffre.
Lo que ambos casos tienen en común, dicen los críticos, es una falta de rendición de cuentas por parte de ambos protagonistas.
Johnson, al disculparse por la fiesta, reconoció la indignación que sentiría el público “al pensar que en la misma Downing Street, las personas que hacen las reglas no siguen las reglas adecuadamente”. Pero insistió en que consideró que la reunión era un “evento de trabajo”, al que asistió por solo 25 minutos, una coartada que responsabilizaba a sus subordinados que organizaron la reunión.
Andrés no ha comentado sobre su revés judicial. Pero él y sus abogados han maniobrado para no tener que enfrentar las acusaciones de Giuffre en un juicio. Se esforzó para evitar que le hicieran una notificación judicial en el Reino Unido. Sus abogados intentaron que se desestimara el caso por motivos de jurisdicción y, recientemente, por motivo de un acuerdo al que llegaron Giuffre y Epstein.
Los observadores de la realeza especulan que, ya que hay tanto en juego —en especial en un año en que la reina celebra 70 años en el trono—, Andrés buscará llegar a un arreglo propio con Giuffre. Quién pagaría dicho arreglo y con qué dinero, es algo que ya se preguntan los diarios británicos.
El anuncio del palacio de Buckingham de que retiraría los títulos militares de Andrés y le negaría el tratamiento de “Su Alteza Real” sugiere que no hay un camino para reacomodarlo en la realeza. Es el tipo de medida despiadada que los legisladores del Partido Conservador aún no toman contra Johnson, a pesar de la frustración que sienten a causa de él.
Como monarca constitucional, la reina se mantendrá lejos de cualquier cuestionamiento sobre el futuro político de Johnson y de la política en general. Pero eso no significa que no posea influencia. Los expertos legales dicen que debido a su antigüedad y constancia, la monarquía puede imprimir un efecto moderador en las fuerzas más extremas de la política.
“La monarquía actúa como un ‘timón de balance’ en el sentido de que es una institución que, cuando los actores políticos han inclinado el barco del Estado demasiado hacia una dirección, puede inclinarla de regreso a la otra”, dijo Harold Hongju Koh, un erudito legal estadounidense que este año es profesor visitante en la Universidad de Oxford.
Es un balance delicado. A fines de 2019, a Johnson se le criticó por pedirle a la reina que aprobase la suspensión del Parlamento planteada por su gobierno, una medida que luego sería considerada como ilegal por un fallo de la Corte Suprema del Reino Unido por estar diseñada para reprimir el debate sobre sus planes de retirar al país de la Unión Europea.
A diferencia de abril de 2020, cuando la reina le envió sus mejores deseos a un Johnson convaleciente, es más que probable que la reina guarde silencio sobre sus dificultades actuales. Más bien al contrario, su disciplinado respeto a las reglas de distanciamiento social —captado de forma más conmovedora cuando se mantuvo sola en una butaca del coro durante el funeral de su esposo, el príncipe Felipe, el año pasado— contrastan de forma vívida con la confraternidad del primer ministro después del trabajo.
Para Johnson, las fiestas ilícitas resultan muy dañinas porque el público las percibe de un modo que otros escándalos, como la costosa redecoración de su departamento en Downing Street. Una vez instaurada la sensación de que hay un doble rasero, es difícil deshacerse de ella.
“A la mayoría de la gente no le interesa la política, y tantos otros temas que emocionan a los comentaristas políticos no encuentran eco en ellos. Pero esto es distinto”, dijo Vernon Bogdanor, profesor de gobierno en el King’s College de Londres. “Hay tanta gente que no pudo ver a sus parientes ancianos, enfermos o moribundos durante este periodo”, dijo. “Se lo van a contar a sus familiares y amigos”.