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La nueva “normalidad” tendrá que ser construida sobre las ruinas de nuestras viejas vidas”.

“No hay vuelta a la normalidad, la nueva “normalidad” tendrá que ser construida sobre las ruinas de nuestras viejas vidas, o nos encontraremos en una nueva barbarie cuyos signos son ya  claramente discernibles “. 

Tal afirmación la encontramos en la obra del filósofo Slavoj Žižek “¡Pandemia! Covid-19 Shakes  the World”. Una afirmación sombría, sin duda, pero que contiene muchas verdades  fundamentales:

  1. Hemos perdido nuestra normalidad a causa de la pandemia en curso, y no va a volver.
  2. Debemos aceptar el cambio y construir conscientemente una nueva normalidad.
  3. La barbarie nos espera si fracasamos en esta transformación o si ni siquiera lo intentamos. 

Aunque puedan parecer declaraciones apodícticas de paternalismo barato, es una  preocupación real que acabemos encogiéndonos de hombros ante este desastre como si nunca  hubiera pasado nada. Tememos el cambio, nos esforzamos por evitarlo, causamos estragos en  el proceso (escasez de alimentos, protestas anti-vacunas, etc.) y, en última instancia, no  aprendemos nada de él.  

Probablemente haríamos cualquier cosa en el intento desesperado de volver a nuestras vidas y  evitar cuestionarnos a nosotros mismos, sólo porque no podemos soportar enfrentarnos al  hecho de que todo esto estaba destinado a suceder, que nosotros mismos nos lo hemos  buscado. Esta es la raíz común a la amenaza de la barbarie y a la pérdida de la normalidad:  ambas fueron concebidas y soportadas como externalidades de dicha normalidad, hasta que  florecieron.

Confrontar y comprender estas fallas es fundamental para la construcción de una nueva y  consciente normalidad, lo cual es de suma importancia si pretendemos prosperar tras los  acontecimientos rompedores que estamos viviendo. 

La barbarie es identificada por Žižek como la suma de todos los defectos del actual sistema y  cultura capitalista-consumista. Da cuenta de las luchas de todo tipo de trabajadores en todo el  mundo: el trabajo alienante de las cadenas de montaje, el cuidado de personas  emocionalmente agotador (un sector en crecimiento) y la autoexplotación de los trabajadores  autónomos en el Occidente desarrollado. 

La barbarie también contempla los conflictos y horrores generados por la ramificación de dicho  sistema-cultura: disputas nacionales, egoísmo extremo, y el esfuerzo individual por definirse y  transformarse a través del proyecto de compra, siempre en marcha. Problemáticas que se han  hecho evidentes en la agitación pandémica, pero cuyo alcance y potencialidad están  probablemente aún por presenciar.

En cuanto a las causas de la desaparición de la normalidad como la conocemos, tienen su  origen en la relación con la naturaleza, mucho menos que respetuosa, que incentiva el actual  sistema-cultura. Desde hace tres décadas, los científicos de todo el mundo nos advierten sobre  los virus emergentes y, entretanto, la tendencia mundial de los brotes de enfermedades  infecciosas ha ido en aumento (SARS 2003, H1N1 2009, Ébola 2014, etc.). ¿Es sólo una cuestión de coincidencia? Por supuesto que no. 

Nuestra descabellada expansión ha transformado tres cuartas partes de la superficie de la  Tierra, borrando la barrera entre la civilización y la vida salvaje, donde se origina el 75% de las  enfermedades infecciosas emergentes. 

La transmisión de estas enfermedades zoonóticas se ve especialmente favorecida por prácticas  de las que, una vez más, la comunidad científica nos viene hablando desde hace tiempo.  Actividades como la deforestación, la urbanización y, en general, la suplantación de hábitats  naturales.  

Está documentado cómo se originó la enfermedad de Lyme en Connecticut, particularmente  por esto: el proceso de suburbanización trocea el bosque en pedacitos para hacer barrios con  ellos, la vida se hace cada vez más difícil para los animales, lo que lleva a la desaparición de  especies y a una disminución general de la biodiversidad. Una de las últimas criaturas que se ha  salvado en un hábitat así es el ratón de patas blancas, capaz de prosperar en ausencia de  depredadores naturales y que es también el principal responsable de la transmisión de la  enfermedad de Lyme, dado que tiene un 90% de probabilidades de infectar a una garrapata  que se alimenta de él. 

Otros casos notables proceden del Amazonas y de África Occidental, donde la deforestación y  las explotaciones mineras acercan los mosquitos y los murciélagos a las aldeas, lo que acaba  provocando brotes de malaria y ébola. 

Hay otro tipo de expansión que amenaza el bienestar de las personas en todo el mundo y es la  expansión económica. Más concretamente, cuando se trata de animales hacinados en lugares  muy estresantes y poco higiénicos. Esto no sólo tiene que ver con los mercados húmedos, ya culpados públicamente debido a la infame “sopa de murciélagos en Wuhan”, sino que es algo  que también concierne a nuestros propios países ricos y desarrollados, donde las ferias  estatales ofrecen un escenario similar: animales con sistemas inmunitarios debilitados que  pueden convertirse potencialmente en el puente para los patógenos de una especie a otra. 

No hace falta mucho para que uno de ellos se venda como mascota o para el consumo y luego  resulte ser el que conduzca a la próxima pandemia. La agricultura industrial plantea problemas  similares y más profundos, ya que suministra el 90% del consumo de carne a nivel mundial,  pero a menudo gira en torno a la cría y el confinamiento del ganado de manera que permite  que los virus se propaguen con mucha más facilidad, puesto que los animales suelen ser en  gran medida genéticamente idénticos. 

Ahora es fácil ver cómo se esconde un significado más profundo detrás de la reciente  pandemia. Es una ominosa advertencia que se presenta ante nosotros, y no debemos  descartarla como una contingencia aleatoria o una mera lanzada de dados en la mesa de la existencia. Debemos darnos cuenta de que nosotros mismos nos lo hemos buscado y, puesto  que las prácticas de nuestra normalidad han provocado su propia desaparición, podemos sufrir  las consecuencias de dicha desaparición o convertirnos nosotros mismos en agentes del  cambio, buscando una forma mejor de crear una nueva normalidad. 

Por lo tanto, la inercia significa vivir la mayor parte de nuestras vidas en el limbo gris que ha  caracterizado los dos últimos años: volver a levantarse sólo para ser golpeado por una nueva  ola o, en su momento, por una pandemia completamente nueva. El cambio activo, por el  contrario, significa asumir los defectos y el fracaso de nuestro sistema y trabajar para  arreglarlos: restaurar los bosques, regular los mercados de la vida silvestre, desalentar la  agricultura industrial irresponsable, establecer un sistema de prevención. Esto último es lo que,  al parecer, ocurrió en Tailandia, donde el gobierno consiguió alinear los intereses y la habilidad  de los agricultores con el interés común: se desarrolló una aplicación que permitía a los  agricultores señalar cada evento sanitario anormal tomando fotos del animal sospechoso. Una medida así atesora una profunda comprensión de una idea importante: que el bienestar de  la naturaleza está estrechamente entrelazado con el nuestro. 

Esta parece ser la verdadera lección que hay que aprender aquí: no podemos seguir ignorando  las necesidades de nuestro entorno. Vivimos en un planeta y entre otras criaturas a las que  necesitamos, y cuyos límites ecológicos hemos traspasado hace mucho tiempo, sin poder  atender a todos mientras tanto. Debemos alinear nuestros propios intereses y actividades con  el bienestar del ecosistema, replanteando nuestras economías y pasando de un sistema basado  en el crecimiento y el consumo a otro que vive en círculos. 

Al enfrentarnos a la disrupción que supone la pandemia, no sólo tenemos una buena razón para  cambiar nuestras economías, sino que también tenemos la oportunidad de reconfigurar  nuestro futuro en “La Dona”. 

“La Dona”, tal y como lo promueven las teorías económicas más recientes, es un modelo que da  cuenta de lo polifacéticas e interrelacionadas que están nuestras vidas y el planeta. Fue  diseñado a partir de la evidencia de nuestros fracasos ecológicos y sociales, y sugiere un  equilibrio construido sobre la sostenibilidad entre nuestras necesidades humanas y el techo  ecológico natural. 

Estas pueden sonar como palabras procedentes de un utopista, pero de hecho ciudades como  Ámsterdam, Copenhague y Bruselas ya han iniciado el proceso de reconversión como su  estrategia para la recuperación post-Covid. Desde septiembre de 2019 el DEAL (Doughnut  Economics Action Lab) ha estado prestando su ayuda para difundir el proyecto de la dona y  ayudar activamente a las ciudades en su transformación hacia un futuro mejor y próspero. Sería una pena perdérselo.