Estaba esposado de pies y manos. Vestía jeans, un suéter de cierre y zapatillas deportivas color azul. Fue escoltado por un par de custodios, caminó en fila con otros seis reos, se sentó solo en una esquina del juzgado, habló brevemente con un abogado y dirigió apenas unas palabras al juez con ayuda de un traductor, si acaso para identificarse y después volver a guardar silencio. Esa fue la primera escena conocida tras el arresto de Genaro García Luna, el 10 de diciembre de 2019 en Dallas (Texas). El antiguo jefe de la Policía de México, el hombre de todas las confianzas del expresidente Felipe Calderón (2006-2012), el funcionario de las grandes detenciones y montajes televisivos era acusado de tres cargos por narcotráfico y otro más por falsedad de declaraciones. La justicia no lo alcanzaba en su tierra natal, sino del otro lado de la frontera, a pedido de la Corte Este del Distrito de Nueva York, la misma que cinco meses antes había condenado a Joaquín El Chapo Guzmán a cadena perpetua. Después de tres años de espera, García Luna fue a juicio el 17 de enero. Se sentó en el banquillo de los acusados el funcionario mexicano de más alto perfil jamás juzgado en Estados Unidos y con él, las sospechas de un penoso contubernio entre los carteles de la droga y el Gobierno. La legitimidad de una guerra que ha dejado cientos de miles de muertos en menos de dos décadas. La credibilidad de una Administración que tomó un agente de bajo perfil y lo encumbró hasta convertirlo en un político ambicioso, poderoso y temido.
Confidente del expresidente, aspirante presidencial frustrado, gran estratega de la guerra contra el narco. Mucho se ha escrito sobre García Luna, casi todo, sobre su relación con Calderón y la delincuencia organizada. Dibujar ese triángulo es delinear lo que está en juego en el juicio: el exsecretario está a mitad de camino entre el presidente que declaró la guerra al crimen y un puñado de capos que dicen estar listos para confesarlo todo. Los sobornos, la corrupción, los pactos oscuros de una suerte de pax mafiosa. Casi una decena de fiscales intentarán probarlo más allá de una duda razonable. Cuatro abogados de la defensa han aceptado el reto de ir a juicio. No es un hecho menor cuando se habla del sistema judicial estadounidense: no lo harían si no creyeran que pueden probar en una corte que su cliente es inocente. El juez Brian Cogan, el mismo que sentenció a El Chapo, tendrá la última palabra.
“Mi postura será siempre en favor de la justicia y de la ley”, dijo Calderón al enterarse de la detención. Su versión, inalterable en todos estos años, es que su Gobierno está limpio y que si se cometieron delitos en su Gabinete, todo sucedió a sus espaldas. Que él nunca lo supo ni se dio cuenta. Lo que ha dejado claro es que va a defender su legado. “Si las evidencias fueran tan sólidas, ¿por qué ni siquiera ha iniciado el juicio?”, cuestionó en junio pasado. En el fondo, será un calvario para los aludidos. Se espera casi una veintena de testimonios, montañas de documentos, semanas de escándalos mediáticos. “Sería un golpe político muy fuerte para la gestión de Calderón y todos los que estuvimos ahí”, reconoce Guillermo Valdés, exdirector del servicio secreto mexicano (Cisen) durante esa Administración, sobre una posible condena contra García Luna.
Fue precisamente en el Cisen donde García Luna empezó su carrera como funcionario público. Se graduó como ingeniero mecánico a los 26 años, pero realmente se formó a lo largo de casi una década de trabajo en esa agencia, el brazo de inteligencia civil más importante del Gobierno mexicano. En 1999 dio el salto a la Policía Federal Preventiva, el antecesor directo de la Policía Federal, la institución que años después se convertiría en su mayor legado como titular de Seguridad. En 2001 tuvo su primer gran puesto: se unió al Gobierno de Vicente Fox (2000-2006) como director de la Agencia Federal de Investigaciones (AFI).
“Tenía un perfil bajísimo”, recuerda Rubén Aguilar, portavoz del Gobierno de Fox. “Era callado y no recuerdo una sola reunión del Gabinete de Seguridad en la que haya intervenido o dado su opinión”, agrega. Detrás de una fachada de timidez, aquel burócrata treintañero era un hombre con enormes ambiciones. Pero era una Administración en la que no tenía mucho juego. La seguridad no era un tema que importara mucho al presidente, la tasa de homicidios era la más baja en años y las responsabilidades se acotaban a incidentes concretos, asegura Aguilar. Era otro México. Pero García Luna se las arreglaría para intentar despuntar.
El 9 de diciembre de 2005 invitó a un staff de televisión para transmitir en directo la detención de Israel Vallarta y su novia Florence Cassez junto a una supuesta banda de secuestradores. Mientras los periodistas se abrían paso detrás de los agentes, irrumpieron en una casa y entrevistaron a bocajarro a la ciudadana francesa. Todo era un montaje ordenado por García Luna. El arresto había sido, en realidad, un día antes. El fiasco se supo y explotó el escándalo, con crisis diplomática incluida con la Francia de Nicolas Sarkozy y un bochorno enmendado (parcialmente) por la Suprema Corte. La telenovela judicial saltó a Netflix el año pasado, basada en una novela de Jorge Volpi.
“Le ganó la ambición”, opina Valdés, su compañero en el Gabinete de Seguridad con Calderón. “Se notaba que quería salir en medios, pero fue un error garrafal”. Ya en el siguiente mandato, su designación como secretario de Seguridad Pública sorprendió a propios y extraños. No tenía la experiencia ni el currículum. Aguilar confiesa que le vio solo una vez tras el cambio de Gobierno, pero ya era otro. “Había dado un brinco, lo sentí seguro, con un proyecto de lo que quería hacer y que sabía que tenía la confianza del presidente”, asegura. El burócrata de segunda línea se convertía en el secretario llamado a construir la fuerza civil más grande en la historia de México: la Policía Federal.
“Le gustaba el poder y ser secretario”, afirma Valdés. García Luna ya no era el tipo callado. Seguía siendo muy entregado al trabajo, pero chocaba constantemente con sus compañeros de Gabinete. Lo recuerdan como una persona profesional, pero con una inmensa sed de protagonismo y reconocimiento, no muy propensa a trabajar en equipo. Sus allegados justificaban que era un papel que tenía que asumir. En un país donde el Ejército era ya el mayor cuerpo de inteligencia y la Procuraduría General (ahora Fiscalía) estaba acostumbrada a hacer sus propias diligencias, la emergencia de una Policía civil incomodaba hasta cierto punto. El cuerpo multiplicaría por cinco su poder de fuerza bajo su gestión, al pasar de menos de 8.000 agentes hasta casi 40.000 elementos al final del sexenio.
Pero la construcción de la Policía Federal solo cuenta una parte de la historia. El ascenso meteórico de García Luna en el servicio público no puede entenderse sin una decisión clave de Calderón. El mandatario llegaba al poder en medio de acusaciones de fraude electoral, con poco carisma y escasa legitimidad. Intentó venderse como “el presidente del empleo”, pero el eslogan no cuajó. Y entonces se convenció de lanzar una guerra total contra el narcotráfico. A 16 años de golpear el avispero, el país sigue hundido en la crisis de violencia e inseguridad más profunda que ha tenido en décadas. “Fue una estupidez: el problema de una guerra es que siempre sabes cuándo empieza, pero nunca cuándo termina”, zanja Aguilar. “Pero García Luna se empoderó de una manera extraordinaria”.
México se convertiría en el escenario del espectáculo político y propagandístico de la narcoviolencia. Se acostumbraría a los cuerpos colgados en puentes, a los traidores decapitados, al pánico generalizado de tiroteos, bloqueos y bombazos. El lapso de Calderón se caracterizaría por las grandes detenciones de capos famosos que años antes habían sido completos desconocidos. Cayeron, entre otros, Sandra Ávila La Reina del Pacífico; Alfredo Beltrán Leyva El Mochomo y su hermano Arturo, El Jefe de jefes; Sergio Villarreal El Grande; Jesús Rey Zambada, y Édgar Valdez Villarreal, La Barbie. Se les presentaba en multitudinarias ruedas de prensa y entre una avalancha de flashes como trofeos de guerra. De alguna manera, lo eran.
Uno de los arrestos más recordados fue el de La Barbie, en agosto de 2010. El capo vestía con ropa de marca, tenía un reloj caro en la muñeca y miraba desafiante a las cámaras. No agachó la cabeza tras la detención. Se le observaba, incluso, sonriente. Para noviembre de 2012, el narcotraficante envió una carta a la periodista Anabel Hernández, en la que aseguraba que había estado presente en reuniones de narcos organizadas personalmente por el todavía presidente Calderón. Sobre García Luna, La Barbie escribió: “Me consta que ha recibido dinero de mí, del narcotráfico y la delincuencia organizada”. Un portavoz de la ahora extinta Policía Federal dijo entonces que se trataba de un intento de desacreditar los esfuerzos de las autoridades para llevarlo ante la justicia.
La sombra de la colusión con el narcotráfico y la corrupción lo acechaba desde que estaba en funciones. El expolicía Javier Herrera Valles, jefe de Seguridad Regional de la Policía Federal, solo un escalón por debajo de García Luna, recopiló evidencias sobre contrataciones irregulares, nepotismo y otros delitos de su jefe. “Todo el mundo sabía, era un secreto a voces”, dijo Herrera Valles sobre los supuestos nexos con el narco del secretario en una entrevista. En febrero de 2008 intentó enviar una carta a Calderón y salió a los medios para denunciarlo. No hubo respuesta del presidente. Acabó despedido, sin sueldo y eventualmente detenido en noviembre de ese año. Pasó cuatro años en la cárcel.
En 2008, Anabel Hernández aseguró en el libro Los cómplices del presidente que Calderón consintió la corrupción de García Luna y lo convirtió en uno de los hombres más influyentes de su Administración. En 2011, la periodista especializada en narcotráfico denunció que había recibido amenazas de muerte y que el entonces secretario de Seguridad había contratado a policías federales para asesinarla con la promesa de ofrecerles un ascenso. “García Luna y su equipo siguen con la orden dada de matarme”, dijo en un programa de televisión en vivo.
Algunas de las acusaciones más potentes contra García Luna se destaparon en el juicio contra El Chapo en noviembre de 2018. El Rey Zambada, caído en desgracia durante la gestión de Calderón, aseguró que pagó sobornos millonarios al entonces jefe de la Policía de México para que no interfiera en las operaciones del Cartel de Sinaloa. El primero fue entregado en un maletín en un restaurante en 2005 y ascendía a tres millones de dólares. Otro osciló entre tres y cinco millones de dólares y se produjo en 2007 cuando ya era secretario de Seguridad Pública. Zambada se refería a él como el “Licenciado”. Así lo llamaban los jefes de los principales carteles, asegura.
Cinco meses después de la sentencia contra El Chapo, García Luna fue detenido. Los fiscales estadounidenses afirman que ha colaborado con el Cartel de Sinaloa durante más de 20 años, desde que estaba al frente de la AFI, a cambio de “decenas de millones de dólares”. Lo acusan formalmente de tres delitos de tráfico de cocaína, uno más por delincuencia organizada y otro por falsedad de declaraciones. Pero en las audiencias previas, las autoridades han señalado también que tienen evidencias de que encabezó un “esquema corrupto de sobornos” para silenciar noticias negativas, de que amenazó y acosó a periodistas que investigaban sus crímenes, y de que intentó mandar a matar a uno de los testigos de la Fiscalía desde la cárcel. Su compañero de celda se hizo pasar como un falso sicario de la mafia rusa y las autoridades planean utilizar esa grabación para demostrar el intento de asesinato.
El pasado alcanzaba al político, que negaba todas las acusaciones. Resurgían nombres como el de Anabel Hernández o El Rey Zambada. Todos, como testigos potenciales del juicio, según la propia defensa del exfuncionario que acusaba una persecución política y una “venganza”. Apenas a finales de noviembre revivió otro viejo fantasma de García Luna. Édgar Valdez Villarreal, La Barbie, desapareció del registro penitenciario de EE UU, lo que alimentó todo tipo de rumores sobre la posibilidad de que devuelva el favor al exsecretario y testifique en su contra. Pero el desfile de nombres de capo no acaba ahí. El Grande, otro viejo conocido, aseguró que el “Licenciado” fue clave en una de las fugas de El Chapo y que se reunió varias veces con la “Gerencia” de Sinaloa, según Los Angeles Times. Es otro de los posibles testigos en la baraja. Nada es seguro y todo está clasificado. La lista oficial se dará a conocer un día antes de que cada uno tome el estrado.
Valdés ha sostenido en múltiples ocasiones que ni él ni nadie en la Administración de Calderón sabía de su supuesta relación con el narcotráfico y que a menudo se extrapola la influencia de García Luna en ese Gobierno. “No era la cabeza del Gabinete de Seguridad, ni de lejos. Realmente, el jefe era el presidente”, afirma. También asegura que las acusaciones parecen por momentos “exageradas” y que las pruebas son “endebles”. “No meto las manos al fuego por Genaro ni por nadie”, advierte. “Pero, por ejemplo, lo que dice Zambada me parece un cuento de fábula, tres millones de dólares no caben en un maletín”, dice entre risas. “Si andas en esas cosas no aceptas que el intercambio sea en un restaurante. Vamos, es una cosa de principiantes”.
Antiguos miembros de cuerpos de seguridad y miembros de ese Gobierno tienen una opinión parecida: no ven improbable que sea “corrupto”, no consideran raro que se le tache de “prepotente”, pero creen que es poco probable que estuviera envuelto con el narco. Valdés descarta por completo que se le diera trato preferencial a El Chapo. “Se combatía a todos, aunque la prioridad era desmantelar a Los Zetas, era el cartel más dañino”, asegura. El exdirector del Cisen coordinaba los golpes contra Sinaloa con Ramón Pequeño, uno de los colaboradores más cercanos de García y exjefe antidrogas de la Policía Federal, prófugo tras ser acusado por EE UU de recibir sobornos del cartel. Luis Cárdenas Palomino, mano derecha del exsecretario, fue detenido por tortura en contra de la banda de supuestos secuestradores del caso Florence Cassez.
La Administración de Calderón fue posiblemente la que más ha colaborado con Washington en tareas de Seguridad. García Luna tenía una relación fluida con la DEA y Departamento de Seguridad Interior. Además de acusar una vendetta de sus antiguos enemigos, defiende que pasó todos los controles de confianza que le pusieron sus pares estadounidenses. “Durante su campaña para la presidencia de Estados Unidos, el senador John McCain se reunió con García Luna para reafirmar el apoyo del Gobierno de EE UU en la lucha contra los carteles”, se lee en los escritos de defensa.
“Funcionarios como Janet Napolitano [exgobernadora de Arizona y jefa de Seguridad Nacional durante el Gobierno de Barack Obama], Robert Muller [director del FBI entre 2001 y 2013], Eric Holder [exfiscal general de Estados Unidos] y Hillary Clinton viajaron a Ciudad de México para reunirse con García Luna”, señalaron sus representantes legales. Su abogado César de Castro, un experimentado litigante, declinó una solicitud de entrevista y dijo que no hablará antes del juicio. “Si los americanos hubieran tenido indicios de corrupción, lo hubieran hecho saber al presidente o a otros miembros del Gabinete y nunca lo hicieron”, afirma Valdés.
En México hay múltiples causas en su contra. En enero del año pasado, la Fiscalía General de la República lo acusó formalmente por delitos cometidos durante el fallido operativo conocido como Rápido y Furioso, que permitió la entrada de armas ilegales desde Estados Unidos para rastrear la actividad de los grupos criminales. El fracaso se zanjó se saldó con 2.500 armas perdidas en manos del Cartel de Sinaloa y otros grupos. El Chapo es otro de los acusados, junto a otros capos y exfuncionarios cuyos nombres no se conocen.
La Unidad de Inteligencia Financiera, el brazo de la Secretaría de Hacienda contra el blanqueo, presentó una demanda civil en Florida en la que se le acusa de dar sobornos por 10 millones de dólares para obtener contratos gubernamentales en la siguiente Administración, la de Enrique Peña Nieto (2012-2018). Tenía, dice el organismo, una red de empresas para lavar dinero y gestionar ganancias mal habidas. El proceso está estancado. El caso en Nueva York, sin embargo, acapara todos los reflectores. Es el de más alto perfil contra un exfuncionario mexicano en Estados Unidos, solo comparable con el proceso contra el exsecretario de Defensa Salvador Cienfuegos en 2020, que no llegó a los tribunales.
A menos de dos semanas del inicio del juicio, los caminos de García Luna y el Cartel de Sinaloa se han vuelto a cruzar. Ovidio Guzmán, hijo de El Chapo, fue detenido en un operativo que prendió fuego a Culiacán, la capital de Sinaloa, a unos días de la llegada de Joe Biden a México, en la primera visita de un presidente estadounidense en casi 10 años. Mientras corren las suposiciones de una posible extradición de otro miembro de la familia Guzmán, en estos días 400 candidatos al jurado llenaron cuestionarios para ver si serán parte del juicio contra el exsecretario.
“¿Han podido probar las autoridades más allá de una duda razonable que la ofensa involucró cinco kilos o más de cocaína?”. Esa es la pregunta que tendrán que responder los 12 miembros anónimos del jurado al concluir el juicio y que despejará, a su vez, un mar de dudas fuera de la corte. De ser hallado culpable, García Luna enfrentará una condena de entre 10 años y cadena perpetua.