“Dicen que el dinero no da la felicidad, pero si tengo que llorar, prefiero hacerlo en el asiento trasero de un Rolls Royce que en el de un vagón de metro”, dijo una vez Marilyn Monroe. Sin embargo, a pesar de su fama, su confort y su riqueza, es sabido lo atormentada que fue la vida de la diva estadounidense y cuál fue su trágico final, con sólo treinta y seis años. No parece, pues, que el dinero haga la felicidad.
Esta idea ya había sido cuestionada en los años setenta por el economista Richard Easterlin, quien, en 1974, elaboró una teoría conocida como la paradoja de la felicidad. Según esta teoría, un aumento de los ingresos, y por tanto del bienestar económico de una persona, correspondería con un aumento de la felicidad, que, sin embargo, no tiende al infinito, sino que alcanza un pico a partir del cual empieza a disminuir.
Si bien es cierto que ingresos más altos contribuyen al bienestar y la serenidad de una persona, siempre según la teoría de Easterlin, a partir de un determinado umbral, este efecto tiende a desvanecerse, e incluso puede generar efectos negativos sobre los llamados bienes relacionales, es decir, sobre la calidad y la cantidad de nuestras relaciones, a las que restamos tiempo y atención debido a la energía que gastamos para aumentar el tamaño de nuestros ingresos económicos o para mantener un estatus social elevado.
Una investigación realizada a base de datos recogidos entre 2008 y 2009 por dos profesores de la Universidad de Princeton, Angus Deaton y Daniel Kahneman (Premio Nobel de Economía en 2002), y publicada en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS), también calculó el importe del umbral a partir del cual el crecimiento del bienestar emocional se detiene y comienza a disminuir: 75 mil dólares al año (unos 70 mil euros).
Los datos surgieron de una encuesta realizada a 450 mil estadounidenses, que demostró que la correlación riqueza-felicidad no es obvia y cierta para todos, como se nos quiere hacer creer. En cambio, la variable que sigue creciendo constantemente siguiendo la curva ascendente de los ingresos, según la investigación, es la percepción del propio estilo de vida, que, sin embargo, no corresponde con las emociones y el equilibrio interior que son aquellos factores que hacen que una persona sea feliz o infeliz. Un estudio de 2018 de la Universidad de Purdue, Indiana, situaba la cúspide de la felicidad personal ligada a los ingresos en 95.000 dólares anuales (unos 90.000 euros), aunque los autores del estudio explicaban que esta cifra está inflada por las falsas necesidades inducidas por la sociedad de consumo y que para el bienestar emocional “bastarían”‘ en realidad 60.000 dólares anuales, unos 55.000 euros.
La paradoja de Easterlin se explica por el hecho que el ser humano tiende instintivamente a buscar el placer, que, sin embargo, por su propia naturaleza no puede ser satisfecho. Por eso, incluso después de alcanzar un buen nivel de ingresos, los seres humanos no pueden darse por satisfechos y siguen insatisfechos. Es lo que los estudiosos llaman el efecto de la cinta de correr o el efecto hedónico de la cinta de correr, es decir, la teoría según la cual el hombre tiende a acostumbrarse al placer y, por tanto, busca siempre algo mejor: en la práctica, es como si corriéramos inconscientemente en una cinta de correr estando siempre parados. Este efecto es especialmente evidente tras la compra de un nuevo bien de consumo, como un coche de lujo, que, aunque inicialmente provoca una mejora del estado de ánimo y el bienestar del consumidor, tiende a desvanecerse rápidamente a largo plazo y a ser sustituido por un deseo más sofisticado y caro.
Un ejemplo que se da a menudo en este contexto es el del ganador de la lotería. Varios estudios realizados a lo largo de los años han desmentido el mito de que ganar una gran cantidad de dinero en la lotería asegura la felicidad de las personas. Aunque hay historias de personas cuyas vidas han mejorado innegablemente tras ganar una gran suma, también es cierto que muchas vidas no han cambiado a mejor o incluso han empeorado. Un estudio de 1978 publicado en el Journal of Personality and Social Psychology, por ejemplo, muestra que los niveles generales de felicidad de los ganadores de lotería aumentaban cuando ganaban, pero volvían a los niveles anteriores al premio al cabo de unos meses. En términos de felicidad general, los ganadores de lotería no eran significativamente más felices que los no ganadores.
Otro estudio de la Universidad de California en Santa Bárbara en 2008, que midió la felicidad de las personas seis meses después de ganar un modesto premio de lotería en los Países Bajos, equivalente a ocho meses de ingresos, reveló que ganar no tenía ningún efecto sobre la felicidad de los ganadores. Uno de los mayores estudios realizados hasta la fecha sobre los efectos a largo plazo de los grandes premios de lotería en el bienestar psicológico, llevado a cabo por tres economistas -Erik Lindqvist, Robert Östling y David Cesarini-, mostró finalmente que, con un premio medio de 106.000 dólares y una muestra de más de 2.500 ganadores de lotería suecos, la satisfacción vital general de los grandes ganadores era significativamente mayor que la de los pequeños ganadores y los no ganadores con características similares.
Sin embargo, la percepción del propio estilo de vida, como ha demostrado la investigación de Deaton y Kahneman, es distinta del bienestar relacional. En este sentido, el estudio sueco no encontró pruebas de que ganar una gran cantidad de dinero en la lotería tuviera un impacto significativo en la felicidad real de los ganadores. Los investigadores también descubrieron que ganar la lotería no mejoraba sustancialmente la salud mental de las personas.
Todas estas investigaciones demuestran, por tanto, que los bienes relacionales -como el afecto, las amistades, la familia y la salud-, así como la salud medioambiental, que influye enormemente en la calidad de vida, son factores clave en la consecución del bienestar general de una persona, pero durante mucho tiempo se han pasado por alto en las mediciones del índice de felicidad de un país. Es decir, hay bienes que el dinero no puede comprar y que a menudo se sacrifican a cambio de la compra de bienes materiales. Los datos recogidos por Easterlin en sus investigaciones sobre la felicidad vinieron así a cuestionar la correlación, dada por sentada hasta entonces, entre renta nacional (PNB) y felicidad, porque demostraban que los países más pobres no eran necesariamente menos felices que los más ricos. Su tesis contribuyó así a cuestionar el uso del PIB o PNB como indicador de la felicidad de un país y llevó a economistas y psicólogos a preguntarse qué entiende la gente por “felicidad” y qué es lo que realmente les hace “felices”.
A este respecto, el economista estadounidense Robert H. Frank escribió en 2004 en Cómo no comprar la felicidad: “Muchas pruebas empíricas sugieren que si utilizamos nuestro aumento de ingresos sólo para comprar casas más grandes y coches más caros, no nos sentiremos más felices después de estas compras que antes. Pero si utilizamos el aumento de ingresos para adquirir más bienes poco llamativos -como reducir los largos desplazamientos a la oficina o cambiar un trabajo aburrido-, las pruebas empíricas muestran un panorama muy distinto. Cuanto menos gastemos en bienes conspicuos, más podremos reducir los atascos, más tiempo dedicaremos a la familia, los amigos, el sueño, los viajes y otras actividades interesantes. Basándonos en las mejores pruebas empíricas, podemos afirmar que reasignar nuestro tiempo y dinero a estas y otras actividades similares haría nuestras vidas más sanas y felices”.
En su libro The Joyless Economy. An Inquiry into Human Satisfaction and Consumer Dissatisfaction, el economista húngaro Tibor Scitovsky introdujo, ya en 1976, una distinción fundamental entre bienes de confort y bienes de creatividad. Los primeros ofrecen estímulos instantáneos y una sensación de placer, pero no son duraderos. En cambio, los bienes de creatividad -como la música, el teatro y la literatura-, que incluyen bienes relacionales, provocan el efecto contrario: cuanto más se consumen, más bienestar producen. Según Scitovsky, en nuestra sociedad consumimos demasiados bienes de confort y muy pocos de creatividad, porque el consumismo y el modelo capitalista tienden a hacer que los bienes de creatividad sean inasequibles y muy caros y, por el contrario, los bienes de confort, que a menudo se hacen pasar por bienes de creatividad, sean fácilmente adquiribles y muy deseables. Además, los bienes de confort son adictivos, por lo que nunca nos saciamos de ellos.
Hoy en día, las investigaciones en ciencias sociales demuestran que la calidad de la vida relacional desempeña un papel cada vez más decisivo, incluso en comparación con los ingresos, a la hora de evaluar la felicidad de las personas. La última encuesta Global Happiness de Ipsos reveló, por ejemplo, que entre las principales fuentes de felicidad de las personas están la salud física y mental, las relaciones, la familia y tener un propósito en la vida. Los mexicanos también están en línea con la tendencia mundial, ya que la situación financiera, el dinero y los bienes materiales ocupan los puestos undécimo, decimotercero y vigésimo segundo de la clasificación, respectivamente. La investigación también mostró que el 67% de los ciudadanos de treinta países de todo el mundo dicen ser felices: un porcentaje que aumenta tanto respecto al año pasado como a 2019, pero que sigue siendo inferior al de hace diez años.
Los dos últimos años de pandemia y el consiguiente periodo de reflexión forzada y aislamiento al que nos hemos visto sometidos, sin embargo, han favorecido un cambio radical de paradigma y de prioridades vitales. El bienestar y el equilibrio psicofísico han vuelto al centro de las reivindicaciones de los trabajadores, y el fenómeno de las grandes dimisiones voluntarias es una prueba de ello. Lo económico ya no basta para garantizar la felicidad: para estar bien es necesario cultivar las relaciones sociales, gozar de buena salud física y mental y dar sentido a la propia existencia.